_
_
_
_
LECTURA

Los años de plomo de Sharon

El 11 de septiembre de 2001, dos aviones comerciales secuestrados en vuelo destruían las Torres Gemelas de Nueva York y otro aparato se estrellaba contra el Pentágono en Washington. En el primer suceso hubo más de 2.800 muertos y en el segundo, casi 200. El atentado, vicioso récord del terror mundial, lo vinculaba la Casa Blanca a un millonario saudí, financiero y promotor del terrorismo islamista, Osama Bin Laden, que vivía desde hacía años refugiado en Afganistán. El castigo de los supuestos culpables se convertiría entonces en una guerra contra ese país de Asia Central, donde Estados Unidos, con el concurso simbólico del Reino Unido, derrocaría en unas semanas a un poder musulmán extremo llamado de los talibán (estudiantes, en árabe) para contribuir decisivamente a establecer, en junio de 2002, un Gobierno complaciente, cuyos poderes, sin embargo, apenas llegaban a la última hilera de casas de Kabul. Y Sharon era de entre todos, europeos y palestinos, quien mejor leía lo que significaba ese macroatentado que impulsaba al presidente Bush a proclamar una cruzada contra el terror en la que el mundo islámico parecía llamado a poner, sobre todo, los cadáveres.

'Israel-Palestina. La casa de la guerra'

M. Á. Bastenier. Taurus Pensamiento.

Era Sharon el que mejor leía lo que significaba el macroatentado que impulsaba a Bush a proclamar una cruzada contra el terror, en la que el mundo islámico ponía los cadáveres
Segun Netanyahu, el entendimiento entre EE UU e Israel nace de la epopeya de los padres fundadores americanos, paralela a la de los fundadores del nuevo Estado de Israel
No es que a la Casa Blanca le molestara la independencia de un Estado palestino, sino que en el nuevo orden, Israel, dotado de más de 200 ingenios nucleares, será por muchos años un vicario imperial con amplios poderes

La estrategia israelí

El primer ministro israelí pretendía fagocitar los resultados del 11 de septiembre. Bush había declarado culpable a Kabul, con o sin Bin Laden -que en el verano de 2002 seguía sin aparecer-, y advertía que iba a comenzar un acoso universal al terrorista aunque la persecución tuviera que durar años. La reputación de Estados Unidos como único superpoder y gran principio geopolítico ordenador del planeta estaba en juego, y el atentado, al mostrar la vulnerabilidad de Washington, exigía una retribución comparativa. George Bush padre, presidente entre 1988 y 1992, ya había actuado en 1991 contra los que habían osado discutir esa supremacía mundial, castigando a Sadam Husein por vulnerar las fronteras del petróleo en Kuwait, pero no había podido rematar la faena. Aquél, en cambio, podía ser el momento. Pero Sharon lo quería todo e inmediatamente, haciendo la ecuación ideal para sus intereses: Bin Laden = Arafat; todos los terrorismos eran el mismo terrorismo. Y aquello no estaba maduro todavía. Muy al contrario, el presidente norteamericano parecía querer, bien es cierto que en un contexto de extrema confusión y declaraciones contradictorias entre los miembros de su equipo, servirse de la situación para forzar una salida al problema palestino. Providencialmente descubría entonces que tenía un plan en un cajón de su despacho oval, en el que se proponía la creación de un Estado palestino independiente. La idea era la de que había que resolver el embrollo de Oriente Próximo antes de lanzarse a castigar musulmanes, porque si atacaba primero a Irak, como se había hecho saber pública y repetidamente que era la intención de Washington, el mundo islámico se le iba a revolver, haciendo mucho más abstruso el conflicto de Tierra Santa.

Lo que quizá comenzó a cambiar las coordenadas del problema en favor de la posición del líder israelí fue la sucesión de atentados suicidas de Hamás, que, en la estela del 11 de septiembre, afectaban de manera extrema a la sensibilidad occidental. Aunque quizá ayudarían aún más las enseñanzas de la contienda afgana. Estados Unidos había ganado la guerra solo y desde el aire, sin bajas, con una tropilla inconsecuente de nativos -la llamada Alianza del Norte- ocupando en su nombre la tierra calcinada por el láser. El unilateralismo, la supremacía total norteamericana sin necesidad de escuderos europeos, era ya una realidad tecnológica. Y en momentos en que la guerra parecía aflojar los lazos con el régimen despótico de Arabia Saudí, tan ligado por el integrismo a la historia talibán, estaba claro que el único aliado de fiar a unos kilómetros del crudo del Golfo era Israel. (...)

Sharon, por su parte, tenía el escenario mejor montado que nunca. Exigía un par de semanas de calma total en Palestina, pero con la particularidad de que ese apaciguamiento sólo fuera aplicable al adversario. Mientras los palestinos rara vez lograban mantener la tregua -la cumplieron, sin embargo, durante tres semanas en diciembre de 2001, tras repetidas y angustiosas exhortaciones de Arafat-, los comandos israelíes seguían practicando el asesinato selectivo, lo que justificaba ante la opinión palestina la continuación de los atentados. Así, Sharon dinamitaba deliberadamente toda posibilidad de tregua. ¿Qué había detrás de todo ello? Los analistas coinciden en que por la violencia no hay salida al conflicto, y que, aunque se acabara con Arafat, su sucesor sería aún mucho peor para Israel. ¿Acaso no lo sabía Ariel Sharon? Según fuentes israelíes, su plan era, sin embargo, algo más complejo. Por un lado, se trataba de negociar, una vez liquidado el rais, con los jefes de las bandas de pistoleros a los que creía posible sobornar -no en vano, un longevo primer ministro de Faisal II, Nuri Said, dijo en una ocasión que 'a un árabe no se le puede comprar, pero sí alquilar'-; y por otro, de provocar un éxodo de palestinos, como en 1948, en el que todo el que tuviera algo que perder optase por emigrar. Pues en Israel se cree saber que desde el comienzo de la segunda Intifada, varias docenas de miles de palestinos, más o menos pudientes, han votado ya con los pies abandonando su país. Pero lo que sobre todo se iba a desarrollar a partir de diciembre de 2001, con el primer confinamiento de Arafat en la ciudad de Ramala, era una pugna de patente o copyright político sobre la identificación de la lucha. Para Sharon, la guerra de 1948 aún no había terminado, y según afirmaba, él sería quien le pusiera fin alcanzando la verdadera independencia de Israel; pero también los palestinos de los territorios concebían la Intifada de las mezquitas como su guerra de independencia, aquella que, incluso sobre una derrota puramente militar, acabara por darles un Estado independiente.

Hacia la destrucción de la ANP

El presidente Bush resumía en una invectiva del discurso sobre el estado de la Unión, en enero de 2002, su visión de la política exterior norteamericana para el siglo XXI. 'El eje del mal' compuesto por Irán, Irak y Corea del Norte constituía la tripleta a abatir. Los dos primeros, no por casualidad, señalados enemigos de Israel. Si Estados Unidos podía hacer en el mundo lo que le daba la gana: rechazar el protocolo climático de Kioto, construir un escudo antimisiles aun a riesgo de desatar una carrera de armamento nuclear, amenazar a todos los que no secundaran su guerra contra el terrorismo -'los que no están con nosotros, están contra nosotros', como dijo el presidente norteamericano tras el 11 de septiembre-, ¿qué iba a impedirle que prefiriera un gran aliado como Israel al interés sólo secundario de llegar a una solución aceptable para el pueblo palestino en el conflicto de Oriente Próximo?

Era probable que a Washington no le acabara de gustar Ariel Sharon, y cabía poca duda de que habría preferido tratar con un Ehud Barak, o hasta con el veterano Simon Peres; pero en el diseño de un nuevo orden mundial, cualquier primer ministro de Israel estaría siempre en condiciones de ocupar su lugar con eficacia. Ante la solidez del valor Sharon para Estados Unidos, el pueblo palestino era, sobre todo, un creciente incordio. Y no es que a la Casa Blanca le molestara la independencia de un Estado palestino, que perfectamente cabía en su visión hegemónica del mundo, sino que en ese nuevo orden, Israel, dotado de más de 200 ingenios nucleares, era, es y será por muchos años un vicario imperial con amplios poderes para todo lo que tenga que ver con los Orientes Medio y Próximo. Es cierto también que toda amalgama práctica de intereses ha de contar con una mitología que, por otro lado, haga las veces de engrudo geopolítico. En el caso de la íntima relación entre Washington y Jerusalén, ese pegamento ideológico-patriótico se había ido desarrollando a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX de la mano de publicistas de primera línea de ambos países. El norteamericano Michael Prior, uno de los raros autores de peso académico que no toman en Estados Unidos el partido de Israel, lo explica remitiéndose a los padres fundadores de Estados Unidos, en su obra The Bible and Colonialism. A Moral Critique (Sheffield Press, 1997): 'Muchos predicadores puritanos se referían a los nativos americanos como amalequitas o cananitas, quienes, si se negaban a convertirse, se convertían en reos de aniquilamiento. Cotton Mather (1648-1728) -predicador y líder de colonos norteamericanos- pronunció un sermón en Boston en 1689 en el que decía a los soldados de Nueva Inglaterra que se consideraran a sí mismos israelitas en aquel mundo salvaje enfrentados a Amlek; e Israel [los colonos] estaba obligada a tratar a los indios como basura en el arroyo, a eliminarlos y a exterminarlos'.

El propio Netanyahu, en conversación con el autor, retomaba en 1999 la conveniente metáfora, afirmando que el entendimiento profundo entre Estados Unidos e Israel nacía de una historia similar, de una 'epopeya' de los padres fundadores de la República americana, que era toda una anticipación de lo que los fundadores de Israel habían hecho y estaban haciendo en Palestina. El político israelí no se refería, por supuesto, al combate contra los palestinos, sino al nacimiento de una nación. O más exactamente, desde su punto de vista, a su renacimiento. Por todo ello, Washington parecía, a comienzos de la Administración del joven Bush, reconciliable únicamente con el tipo de arreglo palestino que Jerusalén consintiera, pese a que la situación a mediados de 2002 era más intratable que nunca. Lo que, como veremos, se confirmaría espectacularmente a la llegada del verano.

Primer bloqueo

El 2 de diciembre de 2001, los blindados israelíes bloqueaban el perímetro exterior de la ciudad de Ramala, capital administrativa de Cisjordania, y el conjunto de edificios en los que residía habitualmente Arafat, la Muqata. El presidente palestino se veía impedido de visitar el resto de la autonomía, teóricamente bajo su gobernación. Ese día comenzaba lo que cabe considerar la fase final -en el sentido de actual y todavía válida para julio-agosto de 2002- de la destrucción de la Autoridad Nacional Palestina. En las semanas anteriores a tan extrema medida se había producido en el interior de Israel una serie de atentados suicidas -en ocasiones cargados de imágenes de especial vesania-, con frecuencia contra blancos civiles, en los que había habido docenas de muertos. En este punto, dos estrategias con finalidad muy distinta venían a darse prácticamente la mano. Hamás y la Yihad Islámica, actuando en el marco de la Intifada, pero con su propia agenda, preconizaban la táctica de cuanto peor, mejor, aunque ello significara -o para que ello significara- un grado tal de represalias que tuviera el máximo eco posible en el mundo árabe e hiciera crecientemente imposible para la vieja guardia de Arafat el acuerdo territorial con Israel. El objetivo último del terrorismo integrista era la recuperación de toda Palestina, y no solamente de una parte de los territorios ocupados, por lo que el enemigo prioritario a abatir era cualquier acuerdo entre las partes, costara lo que costase en vidas propias y ajenas.

Ya en 2002 se sumaban otros actores a la guerra del terror, como es el caso de la Brigada de Mártires de Al Aqsa, que constituía la forma más extrema y criminal de violencia a la que hasta entonces había recurrido Al Fatah. Por su parte, la propia táctica de Sharon buscaba en el combate contra el terrorismo mucho más que la eliminación de los culpables: la destrucción política de Arafat -cuyo apartamiento de un posible proceso negociador había pedido reiteradamente a Washington-, así como de la infraestructura de poder palestina, entendiendo por tal las formas más elementales de instrumentación práctica que sustentan la vida en sociedad: canalizaciones de agua, tendidos eléctricos, líneas telefónicas, inmuebles oficiales, el aeropuerto de Gaza construido por España en el marco de la ayuda de la Unión Europea, y hasta, en algún caso, los archivos municipales que contenían la memoria de sus localidades respectivas.

La situación no cesaba de agravarse cuando el 29 de marzo, en represalia por una cadena de atentados suicidas que había causado en unos días más de 100 muertos civiles, Sharon apretaba aún más el dogal metiendo los tanques hasta en los jardines del domicilio del rais. Bush, que recibía a Sharon por cuarta vez en sólo un año de mandato a primeros de febrero de 2002, no decía ni palabra en favor de la liberación del líder palestino. El apresamiento de Arafat -quien tuvo que resistir junto con unas docenas de partidarios un sitio en el que los soldados le racionaban el agua y los alimentos de forma que la presión ahogara, pero no matase- se enmarcaba, además, en una gran operación, Escudo Defensivo, que debería durar hasta bien entrado mayo. En ella se producía la reocupación de la mayor parte de los territorios y sus ciudades mayores, con el saldo de la muerte de unos cientos de palestinos y de algo menos de 50 soldados, mientras se dejaba en ruinas el territorio de la Autoridad Nacional Palestina. (...) De nuevo, el Ejército israelí ocupaba a finales de mes las principales ciudades de Cisjordania: Yenín, Tulkarem, Nablus, Qualquiliya, Belén, Hebrón y Ramala; y el escenario general era el de una reimposición del Gobierno directo de Jerusalén sobre las aglomeraciones urbanas -con la excepción de Gaza, que sufría represalias sobre todo aéreas, pero no ocupación- en las que vivía el 50% de la población palestina. Al mismo tiempo, el inicio de la construcción de un muro o verja fuertemente armado, que ya en una primera fase debía alcanzar más de 100 kilómetros y cuyo objetivo era cerrar Israel al ingreso de terroristas procedentes de Cisjordania, completaba, a comienzos de julio de 2002, la planificación táctica del designio de Sharon.

Y ese plan de acción contaba además con una, aunque intelectualmente modesta, base de operaciones. En un artículo publicado en The New York Times el 10 de junio de 2002, en plena campaña contra la ANP, el primer ministro les daba una última vuelta de tuerca a los límites de lo que Israel estaría un día dispuesta a negociar. Yendo más allá de la conocida teoría de que Israel no estaba solicitada por la ONU a abandonar todos los territorios ocupados, sino sólo una parte de ellos, y de que por el solo hecho de haberse firmado el compromiso para la autonomía el 13 de septiembre de 1993 en Washington, la Cisjordania ocupada se convertía en 'territorio disputado' sobre el que nadie, ni palestinos ni israelíes, tenía una autoridad mayor a priori, Sharon explicaba por qué no habría nunca retirada a las líneas de 1967. En la resolución 242ª se garantizaba a Israel 'fronteras seguras y reconocidas', lo que, según el primer ministro, equivalía a decir que 'Israel tiene derecho a fronteras defendibles (seguras)'; y como éste opinaba que las de junio de 1967 no lo eran, afirmaba que el organismo mundial 'no espera que Israel deba retirarse de todos los territorios que conquistó y desde los que fue atacado en la Guerra de los Seis Días'. Es dudoso, sin embargo, que jamás haya palestinos suficientemente ad hoc para llegar siquiera a una tregua sobre tales bases.

Propuesta de Bush

El presidente Bush, después de tener al mundo expectante durante varias semanas de inminencia, acababa por anunciar a finales de junio su plan -aunque mejor diríamos su oferta- sobre el futuro de Palestina, que en muchos aspectos hacía realidad las exigencias del primer ministro israelí. El mandatario norteamericano proponía la creación de un Estado palestino en el plazo de tres años, dejando para más adelante la discusión con Israel, de Estado a Estado, sobre las cuestiones de siempre: fronteras, implantaciones israelíes, soberanía real, destino final de Jerusalén Este, refugiados, etcétera; pero con el capirote sensacional -aunque esperado- de que para ello era preciso que abandonaran el poder Arafat y toda su clique, es decir, que le pedía la retirada y la renuncia con toda su corte, acusando al líder árabe de acuciar y financiar bajo mano el terrorismo, lo que, sin duda, no era falso. A cambio de ello, Israel debería detener los asentamientos -cosa que, teóricamente, ya había ocurrido varias veces bajo Gobiernos laboristas y que, en la práctica, significaba no crear más colonias legales, pero sí seguir llenando las existentes de colonos-, así como evacuar lo recientemente ocupado -un 40% de Cisjordania-, puesto que el resto nunca había dejado de estar desde 1967 en manos israelíes. El rais palestino se mantenía en sus trece a principios de julio, y puesto que había convocado, bajo presión popular y de la Unión Europea, elecciones presidenciales para enero de 2003, decía desafiantemente que 'sólo su pueblo decidiría a quién quería tener como mandatario'.

El 11 de septiembre de 2001, dos aviones comerciales secuestrados en vuelo destruían las Torres Gemelas de Nueva York y otro aparato se estrellaba contra el Pentágono en Washington. En el primer suceso hubo más de 2.800 muertos y en el segundo, casi 200. El atentado, vicioso récord del terror mundial, lo vinculaba la Casa Blanca a un millonario saudí, financiero y promotor del terrorismo islamista, Osama Bin Laden, que vivía desde hacía años refugiado en Afganistán. El castigo de los supuestos culpables se convertiría entonces en una guerra contra ese país de Asia Central, donde Estados Unidos, con el concurso simbólico del Reino Unido, derrocaría en unas semanas a un poder musulmán extremo llamado de los talibán (estudiantes, en árabe) para contribuir decisivamente a establecer, en junio de 2002, un Gobierno complaciente, cuyos poderes, sin embargo, apenas llegaban a la última hilera de casas de Kabul. Y Sharon era de entre todos, europeos y palestinos, quien mejor leía lo que significaba ese macroatentado que impulsaba al presidente Bush a proclamar una cruzada contra el terror en la que el mundo islámico parecía llamado a poner, sobre todo, los cadáveres.

La estrategia israelí

El primer ministro israelí pretendía fagocitar los resultados del 11 de septiembre. Bush había declarado culpable a Kabul, con o sin Bin Laden -que en el verano de 2002 seguía sin aparecer-, y advertía que iba a comenzar un acoso universal al terrorista aunque la persecución tuviera que durar años. La reputación de Estados Unidos como único superpoder y gran principio geopolítico ordenador del planeta estaba en juego, y el atentado, al mostrar la vulnerabilidad de Washington, exigía una retribución comparativa. George Bush padre, presidente entre 1988 y 1992, ya había actuado en 1991 contra los que habían osado discutir esa supremacía mundial, castigando a Sadam Husein por vulnerar las fronteras del petróleo en Kuwait, pero no había podido rematar la faena. Aquél, en cambio, podía ser el momento. Pero Sharon lo quería todo e inmediatamente, haciendo la ecuación ideal para sus intereses: Bin Laden = Arafat; todos los terrorismos eran el mismo terrorismo. Y aquello no estaba maduro todavía. Muy al contrario, el presidente norteamericano parecía querer, bien es cierto que en un contexto de extrema confusión y declaraciones contradictorias entre los miembros de su equipo, servirse de la situación para forzar una salida al problema palestino. Providencialmente descubría entonces que tenía un plan en un cajón de su despacho oval, en el que se proponía la creación de un Estado palestino independiente. La idea era la de que había que resolver el embrollo de Oriente Próximo antes de lanzarse a castigar musulmanes, porque si atacaba primero a Irak, como se había hecho saber pública y repetidamente que era la intención de Washington, el mundo islámico se le iba a revolver, haciendo mucho más abstruso el conflicto de Tierra Santa.

Lo que quizá comenzó a cambiar las coordenadas del problema en favor de la posición del líder israelí fue la sucesión de atentados suicidas de Hamás, que, en la estela del 11 de septiembre, afectaban de manera extrema a la sensibilidad occidental. Aunque quizá ayudarían aún más las enseñanzas de la contienda afgana. Estados Unidos había ganado la guerra solo y desde el aire, sin bajas, con una tropilla inconsecuente de nativos -la llamada Alianza del Norte- ocupando en su nombre la tierra calcinada por el láser. El unilateralismo, la supremacía total norteamericana sin necesidad de escuderos europeos, era ya una realidad tecnológica. Y en momentos en que la guerra parecía aflojar los lazos con el régimen despótico de Arabia Saudí, tan ligado por el integrismo a la historia talibán, estaba claro que el único aliado de fiar a unos kilómetros del crudo del Golfo era Israel. (...)

Sharon, por su parte, tenía el escenario mejor montado que nunca. Exigía un par de semanas de calma total en Palestina, pero con la particularidad de que ese apaciguamiento sólo fuera aplicable al adversario. Mientras los palestinos rara vez lograban mantener la tregua -la cumplieron, sin embargo, durante tres semanas en diciembre de 2001, tras repetidas y angustiosas exhortaciones de Arafat-, los comandos israelíes seguían practicando el asesinato selectivo, lo que justificaba ante la opinión palestina la continuación de los atentados. Así, Sharon dinamitaba deliberadamente toda posibilidad de tregua. ¿Qué había detrás de todo ello? Los analistas coinciden en que por la violencia no hay salida al conflicto, y que, aunque se acabara con Arafat, su sucesor sería aún mucho peor para Israel. ¿Acaso no lo sabía Ariel Sharon? Según fuentes israelíes, su plan era, sin embargo, algo más complejo. Por un lado, se trataba de negociar, una vez liquidado el rais, con los jefes de las bandas de pistoleros a los que creía posible sobornar -no en vano, un longevo primer ministro de Faisal II, Nuri Said, dijo en una ocasión que 'a un árabe no se le puede comprar, pero sí alquilar'-; y por otro, de provocar un éxodo de palestinos, como en 1948, en el que todo el que tuviera algo que perder optase por emigrar. Pues en Israel se cree saber que desde el comienzo de la segunda Intifada, varias docenas de miles de palestinos, más o menos pudientes, han votado ya con los pies abandonando su país. Pero lo que sobre todo se iba a desarrollar a partir de diciembre de 2001, con el primer confinamiento de Arafat en la ciudad de Ramala, era una pugna de patente o copyright político sobre la identificación de la lucha. Para Sharon, la guerra de 1948 aún no había terminado, y según afirmaba, él sería quien le pusiera fin alcanzando la verdadera independencia de Israel; pero también los palestinos de los territorios concebían la Intifada de las mezquitas como su guerra de independencia, aquella que, incluso sobre una derrota puramente militar, acabara por darles un Estado independiente.

Hacia la destrucción de la ANP

El presidente Bush resumía en una invectiva del discurso sobre el estado de la Unión, en enero de 2002, su visión de la política exterior norteamericana para el siglo XXI. 'El eje del mal' compuesto por Irán, Irak y Corea del Norte constituía la tripleta a abatir. Los dos primeros, no por casualidad, señalados enemigos de Israel. Si Estados Unidos podía hacer en el mundo lo que le daba la gana: rechazar el protocolo climático de Kioto, construir un escudo antimisiles aun a riesgo de desatar una carrera de armamento nuclear, amenazar a todos los que no secundaran su guerra contra el terrorismo -'los que no están con nosotros, están contra nosotros', como dijo el presidente norteamericano tras el 11 de septiembre-, ¿qué iba a impedirle que prefiriera un gran aliado como Israel al interés sólo secundario de llegar a una solución aceptable para el pueblo palestino en el conflicto de Oriente Próximo?

Era probable que a Washington no le acabara de gustar Ariel Sharon, y cabía poca duda de que habría preferido tratar con un Ehud Barak, o hasta con el veterano Simon Peres; pero en el diseño de un nuevo orden mundial, cualquier primer ministro de Israel estaría siempre en condiciones de ocupar su lugar con eficacia. Ante la solidez del valor Sharon para Estados Unidos, el pueblo palestino era, sobre todo, un creciente incordio. Y no es que a la Casa Blanca le molestara la independencia de un Estado palestino, que perfectamente cabía en su visión hegemónica del mundo, sino que en ese nuevo orden, Israel, dotado de más de 200 ingenios nucleares, era, es y será por muchos años un vicario imperial con amplios poderes para todo lo que tenga que ver con los Orientes Medio y Próximo. Es cierto también que toda amalgama práctica de intereses ha de contar con una mitología que, por otro lado, haga las veces de engrudo geopolítico. En el caso de la íntima relación entre Washington y Jerusalén, ese pegamento ideológico-patriótico se había ido desarrollando a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX de la mano de publicistas de primera línea de ambos países. El norteamericano Michael Prior, uno de los raros autores de peso académico que no toman en Estados Unidos el partido de Israel, lo explica remitiéndose a los padres fundadores de Estados Unidos, en su obra The Bible and Colonialism. A Moral Critique (Sheffield Press, 1997): 'Muchos predicadores puritanos se referían a los nativos americanos como amalequitas o cananitas, quienes, si se negaban a convertirse, se convertían en reos de aniquilamiento. Cotton Mather (1648-1728) -predicador y líder de colonos norteamericanos- pronunció un sermón en Boston en 1689 en el que decía a los soldados de Nueva Inglaterra que se consideraran a sí mismos israelitas en aquel mundo salvaje enfrentados a Amlek; e Israel [los colonos] estaba obligada a tratar a los indios como basura en el arroyo, a eliminarlos y a exterminarlos'.

El propio Netanyahu, en conversación con el autor, retomaba en 1999 la conveniente metáfora, afirmando que el entendimiento profundo entre Estados Unidos e Israel nacía de una historia similar, de una 'epopeya' de los padres fundadores de la República americana, que era toda una anticipación de lo que los fundadores de Israel habían hecho y estaban haciendo en Palestina. El político israelí no se refería, por supuesto, al combate contra los palestinos, sino al nacimiento de una nación. O más exactamente, desde su punto de vista, a su renacimiento. Por todo ello, Washington parecía, a comienzos de la Administración del joven Bush, reconciliable únicamente con el tipo de arreglo palestino que Jerusalén consintiera, pese a que la situación a mediados de 2002 era más intratable que nunca. Lo que, como veremos, se confirmaría espectacularmente a la llegada del verano.

Primer bloqueo

El 2 de diciembre de 2001, los blindados israelíes bloqueaban el perímetro exterior de la ciudad de Ramala, capital administrativa de Cisjordania, y el conjunto de edificios en los que residía habitualmente Arafat, la Muqata. El presidente palestino se veía impedido de visitar el resto de la autonomía, teóricamente bajo su gobernación. Ese día comenzaba lo que cabe considerar la fase final -en el sentido de actual y todavía válida para julio-agosto de 2002- de la destrucción de la Autoridad Nacional Palestina. En las semanas anteriores a tan extrema medida se había producido en el interior de Israel una serie de atentados suicidas -en ocasiones cargados de imágenes de especial vesania-, con frecuencia contra blancos civiles, en los que había habido docenas de muertos. En este punto, dos estrategias con finalidad muy distinta venían a darse prácticamente la mano. Hamás y la Yihad Islámica, actuando en el marco de la Intifada, pero con su propia agenda, preconizaban la táctica de cuanto peor, mejor, aunque ello significara -o para que ello significara- un grado tal de represalias que tuviera el máximo eco posible en el mundo árabe e hiciera crecientemente imposible para la vieja guardia de Arafat el acuerdo territorial con Israel. El objetivo último del terrorismo integrista era la recuperación de toda Palestina, y no solamente de una parte de los territorios ocupados, por lo que el enemigo prioritario a abatir era cualquier acuerdo entre las partes, costara lo que costase en vidas propias y ajenas.

Ya en 2002 se sumaban otros actores a la guerra del terror, como es el caso de la Brigada de Mártires de Al Aqsa, que constituía la forma más extrema y criminal de violencia a la que hasta entonces había recurrido Al Fatah. Por su parte, la propia táctica de Sharon buscaba en el combate contra el terrorismo mucho más que la eliminación de los culpables: la destrucción política de Arafat -cuyo apartamiento de un posible proceso negociador había pedido reiteradamente a Washington-, así como de la infraestructura de poder palestina, entendiendo por tal las formas más elementales de instrumentación práctica que sustentan la vida en sociedad: canalizaciones de agua, tendidos eléctricos, líneas telefónicas, inmuebles oficiales, el aeropuerto de Gaza construido por España en el marco de la ayuda de la Unión Europea, y hasta, en algún caso, los archivos municipales que contenían la memoria de sus localidades respectivas.

La situación no cesaba de agravarse cuando el 29 de marzo, en represalia por una cadena de atentados suicidas que había causado en unos días más de 100 muertos civiles, Sharon apretaba aún más el dogal metiendo los tanques hasta en los jardines del domicilio del rais. Bush, que recibía a Sharon por cuarta vez en sólo un año de mandato a primeros de febrero de 2002, no decía ni palabra en favor de la liberación del líder palestino. El apresamiento de Arafat -quien tuvo que resistir junto con unas docenas de partidarios un sitio en el que los soldados le racionaban el agua y los alimentos de forma que la presión ahogara, pero no matase- se enmarcaba, además, en una gran operación, Escudo Defensivo, que debería durar hasta bien entrado mayo. En ella se producía la reocupación de la mayor parte de los territorios y sus ciudades mayores, con el saldo de la muerte de unos cientos de palestinos y de algo menos de 50 soldados, mientras se dejaba en ruinas el territorio de la Autoridad Nacional Palestina. (...) De nuevo, el Ejército israelí ocupaba a finales de mes las principales ciudades de Cisjordania: Yenín, Tulkarem, Nablus, Qualquiliya, Belén, Hebrón y Ramala; y el escenario general era el de una reimposición del Gobierno directo de Jerusalén sobre las aglomeraciones urbanas -con la excepción de Gaza, que sufría represalias sobre todo aéreas, pero no ocupación- en las que vivía el 50% de la población palestina. Al mismo tiempo, el inicio de la construcción de un muro o verja fuertemente armado, que ya en una primera fase debía alcanzar más de 100 kilómetros y cuyo objetivo era cerrar Israel al ingreso de terroristas procedentes de Cisjordania, completaba, a comienzos de julio de 2002, la planificación táctica del designio de Sharon.

Y ese plan de acción contaba además con una, aunque intelectualmente modesta, base de operaciones. En un artículo publicado en The New York Times el 10 de junio de 2002, en plena campaña contra la ANP, el primer ministro les daba una última vuelta de tuerca a los límites de lo que Israel estaría un día dispuesta a negociar. Yendo más allá de la conocida teoría de que Israel no estaba solicitada por la ONU a abandonar todos los territorios ocupados, sino sólo una parte de ellos, y de que por el solo hecho de haberse firmado el compromiso para la autonomía el 13 de septiembre de 1993 en Washington, la Cisjordania ocupada se convertía en 'territorio disputado' sobre el que nadie, ni palestinos ni israelíes, tenía una autoridad mayor a priori, Sharon explicaba por qué no habría nunca retirada a las líneas de 1967. En la resolución 242ª se garantizaba a Israel 'fronteras seguras y reconocidas', lo que, según el primer ministro, equivalía a decir que 'Israel tiene derecho a fronteras defendibles (seguras)'; y como éste opinaba que las de junio de 1967 no lo eran, afirmaba que el organismo mundial 'no espera que Israel deba retirarse de todos los territorios que conquistó y desde los que fue atacado en la Guerra de los Seis Días'. Es dudoso, sin embargo, que jamás haya palestinos suficientemente ad hoc para llegar siquiera a una tregua sobre tales bases.

Propuesta de Bush

El presidente Bush, después de tener al mundo expectante durante varias semanas de inminencia, acababa por anunciar a finales de junio su plan -aunque mejor diríamos su oferta- sobre el futuro de Palestina, que en muchos aspectos hacía realidad las exigencias del primer ministro israelí. El mandatario norteamericano proponía la creación de un Estado palestino en el plazo de tres años, dejando para más adelante la discusión con Israel, de Estado a Estado, sobre las cuestiones de siempre: fronteras, implantaciones israelíes, soberanía real, destino final de Jerusalén Este, refugiados, etcétera; pero con el capirote sensacional -aunque esperado- de que para ello era preciso que abandonaran el poder Arafat y toda su clique, es decir, que le pedía la retirada y la renuncia con toda su corte, acusando al líder árabe de acuciar y financiar bajo mano el terrorismo, lo que, sin duda, no era falso. A cambio de ello, Israel debería detener los asentamientos -cosa que, teóricamente, ya había ocurrido varias veces bajo Gobiernos laboristas y que, en la práctica, significaba no crear más colonias legales, pero sí seguir llenando las existentes de colonos-, así como evacuar lo recientemente ocupado -un 40% de Cisjordania-, puesto que el resto nunca había dejado de estar desde 1967 en manos israelíes. El rais palestino se mantenía en sus trece a principios de julio, y puesto que había convocado, bajo presión popular y de la Unión Europea, elecciones presidenciales para enero de 2003, decía desafiantemente que 'sólo su pueblo decidiría a quién quería tener como mandatario'.

El 11 de septiembre de 2001, dos aviones comerciales secuestrados en vuelo destruían las Torres Gemelas de Nueva York y otro aparato se estrellaba contra el Pentágono en Washington. En el primer suceso hubo más de 2.800 muertos y en el segundo, casi 200. El atentado, vicioso récord del terror mundial, lo vinculaba la Casa Blanca a un millonario saudí, financiero y promotor del terrorismo islamista, Osama Bin Laden, que vivía desde hacía años refugiado en Afganistán. El castigo de los supuestos culpables se convertiría entonces en una guerra contra ese país de Asia Central, donde Estados Unidos, con el concurso simbólico del Reino Unido, derrocaría en unas semanas a un poder musulmán extremo llamado de los talibán (estudiantes, en árabe) para contribuir decisivamente a establecer, en junio de 2002, un Gobierno complaciente, cuyos poderes, sin embargo, apenas llegaban a la última hilera de casas de Kabul. Y Sharon era de entre todos, europeos y palestinos, quien mejor leía lo que significaba ese macroatentado que impulsaba al presidente Bush a proclamar una cruzada contra el terror en la que el mundo islámico parecía llamado a poner, sobre todo, los cadáveres.

La estrategia israelí

El primer ministro israelí pretendía fagocitar los resultados del 11 de septiembre. Bush había declarado culpable a Kabul, con o sin Bin Laden -que en el verano de 2002 seguía sin aparecer-, y advertía que iba a comenzar un acoso universal al terrorista aunque la persecución tuviera que durar años. La reputación de Estados Unidos como único superpoder y gran principio geopolítico ordenador del planeta estaba en juego, y el atentado, al mostrar la vulnerabilidad de Washington, exigía una retribución comparativa. George Bush padre, presidente entre 1988 y 1992, ya había actuado en 1991 contra los que habían osado discutir esa supremacía mundial, castigando a Sadam Husein por vulnerar las fronteras del petróleo en Kuwait, pero no había podido rematar la faena. Aquél, en cambio, podía ser el momento. Pero Sharon lo quería todo e inmediatamente, haciendo la ecuación ideal para sus intereses: Bin Laden = Arafat; todos los terrorismos eran el mismo terrorismo. Y aquello no estaba maduro todavía. Muy al contrario, el presidente norteamericano parecía querer, bien es cierto que en un contexto de extrema confusión y declaraciones contradictorias entre los miembros de su equipo, servirse de la situación para forzar una salida al problema palestino. Providencialmente descubría entonces que tenía un plan en un cajón de su despacho oval, en el que se proponía la creación de un Estado palestino independiente. La idea era la de que había que resolver el embrollo de Oriente Próximo antes de lanzarse a castigar musulmanes, porque si atacaba primero a Irak, como se había hecho saber pública y repetidamente que era la intención de Washington, el mundo islámico se le iba a revolver, haciendo mucho más abstruso el conflicto de Tierra Santa.

Lo que quizá comenzó a cambiar las coordenadas del problema en favor de la posición del líder israelí fue la sucesión de atentados suicidas de Hamás, que, en la estela del 11 de septiembre, afectaban de manera extrema a la sensibilidad occidental. Aunque quizá ayudarían aún más las enseñanzas de la contienda afgana. Estados Unidos había ganado la guerra solo y desde el aire, sin bajas, con una tropilla inconsecuente de nativos -la llamada Alianza del Norte- ocupando en su nombre la tierra calcinada por el láser. El unilateralismo, la supremacía total norteamericana sin necesidad de escuderos europeos, era ya una realidad tecnológica. Y en momentos en que la guerra parecía aflojar los lazos con el régimen despótico de Arabia Saudí, tan ligado por el integrismo a la historia talibán, estaba claro que el único aliado de fiar a unos kilómetros del crudo del Golfo era Israel. (...)

Sharon, por su parte, tenía el escenario mejor montado que nunca. Exigía un par de semanas de calma total en Palestina, pero con la particularidad de que ese apaciguamiento sólo fuera aplicable al adversario. Mientras los palestinos rara vez lograban mantener la tregua -la cumplieron, sin embargo, durante tres semanas en diciembre de 2001, tras repetidas y angustiosas exhortaciones de Arafat-, los comandos israelíes seguían practicando el asesinato selectivo, lo que justificaba ante la opinión palestina la continuación de los atentados. Así, Sharon dinamitaba deliberadamente toda posibilidad de tregua. ¿Qué había detrás de todo ello? Los analistas coinciden en que por la violencia no hay salida al conflicto, y que, aunque se acabara con Arafat, su sucesor sería aún mucho peor para Israel. ¿Acaso no lo sabía Ariel Sharon? Según fuentes israelíes, su plan era, sin embargo, algo más complejo. Por un lado, se trataba de negociar, una vez liquidado el rais, con los jefes de las bandas de pistoleros a los que creía posible sobornar -no en vano, un longevo primer ministro de Faisal II, Nuri Said, dijo en una ocasión que 'a un árabe no se le puede comprar, pero sí alquilar'-; y por otro, de provocar un éxodo de palestinos, como en 1948, en el que todo el que tuviera algo que perder optase por emigrar. Pues en Israel se cree saber que desde el comienzo de la segunda Intifada, varias docenas de miles de palestinos, más o menos pudientes, han votado ya con los pies abandonando su país. Pero lo que sobre todo se iba a desarrollar a partir de diciembre de 2001, con el primer confinamiento de Arafat en la ciudad de Ramala, era una pugna de patente o copyright político sobre la identificación de la lucha. Para Sharon, la guerra de 1948 aún no había terminado, y según afirmaba, él sería quien le pusiera fin alcanzando la verdadera independencia de Israel; pero también los palestinos de los territorios concebían la Intifada de las mezquitas como su guerra de independencia, aquella que, incluso sobre una derrota puramente militar, acabara por darles un Estado independiente.

Hacia la destrucción de la ANP

El presidente Bush resumía en una invectiva del discurso sobre el estado de la Unión, en enero de 2002, su visión de la política exterior norteamericana para el siglo XXI. 'El eje del mal' compuesto por Irán, Irak y Corea del Norte constituía la tripleta a abatir. Los dos primeros, no por casualidad, señalados enemigos de Israel. Si Estados Unidos podía hacer en el mundo lo que le daba la gana: rechazar el protocolo climático de Kioto, construir un escudo antimisiles aun a riesgo de desatar una carrera de armamento nuclear, amenazar a todos los que no secundaran su guerra contra el terrorismo -'los que no están con nosotros, están contra nosotros', como dijo el presidente norteamericano tras el 11 de septiembre-, ¿qué iba a impedirle que prefiriera un gran aliado como Israel al interés sólo secundario de llegar a una solución aceptable para el pueblo palestino en el conflicto de Oriente Próximo?

Era probable que a Washington no le acabara de gustar Ariel Sharon, y cabía poca duda de que habría preferido tratar con un Ehud Barak, o hasta con el veterano Simon Peres; pero en el diseño de un nuevo orden mundial, cualquier primer ministro de Israel estaría siempre en condiciones de ocupar su lugar con eficacia. Ante la solidez del valor Sharon para Estados Unidos, el pueblo palestino era, sobre todo, un creciente incordio. Y no es que a la Casa Blanca le molestara la independencia de un Estado palestino, que perfectamente cabía en su visión hegemónica del mundo, sino que en ese nuevo orden, Israel, dotado de más de 200 ingenios nucleares, era, es y será por muchos años un vicario imperial con amplios poderes para todo lo que tenga que ver con los Orientes Medio y Próximo. Es cierto también que toda amalgama práctica de intereses ha de contar con una mitología que, por otro lado, haga las veces de engrudo geopolítico. En el caso de la íntima relación entre Washington y Jerusalén, ese pegamento ideológico-patriótico se había ido desarrollando a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX de la mano de publicistas de primera línea de ambos países. El norteamericano Michael Prior, uno de los raros autores de peso académico que no toman en Estados Unidos el partido de Israel, lo explica remitiéndose a los padres fundadores de Estados Unidos, en su obra The Bible and Colonialism. A Moral Critique (Sheffield Press, 1997): 'Muchos predicadores puritanos se referían a los nativos americanos como amalequitas o cananitas, quienes, si se negaban a convertirse, se convertían en reos de aniquilamiento. Cotton Mather (1648-1728) -predicador y líder de colonos norteamericanos- pronunció un sermón en Boston en 1689 en el que decía a los soldados de Nueva Inglaterra que se consideraran a sí mismos israelitas en aquel mundo salvaje enfrentados a Amlek; e Israel [los colonos] estaba obligada a tratar a los indios como basura en el arroyo, a eliminarlos y a exterminarlos'.

El propio Netanyahu, en conversación con el autor, retomaba en 1999 la conveniente metáfora, afirmando que el entendimiento profundo entre Estados Unidos e Israel nacía de una historia similar, de una 'epopeya' de los padres fundadores de la República americana, que era toda una anticipación de lo que los fundadores de Israel habían hecho y estaban haciendo en Palestina. El político israelí no se refería, por supuesto, al combate contra los palestinos, sino al nacimiento de una nación. O más exactamente, desde su punto de vista, a su renacimiento. Por todo ello, Washington parecía, a comienzos de la Administración del joven Bush, reconciliable únicamente con el tipo de arreglo palestino que Jerusalén consintiera, pese a que la situación a mediados de 2002 era más intratable que nunca. Lo que, como veremos, se confirmaría espectacularmente a la llegada del verano.

Primer bloqueo

El 2 de diciembre de 2001, los blindados israelíes bloqueaban el perímetro exterior de la ciudad de Ramala, capital administrativa de Cisjordania, y el conjunto de edificios en los que residía habitualmente Arafat, la Muqata. El presidente palestino se veía impedido de visitar el resto de la autonomía, teóricamente bajo su gobernación. Ese día comenzaba lo que cabe considerar la fase final -en el sentido de actual y todavía válida para julio-agosto de 2002- de la destrucción de la Autoridad Nacional Palestina. En las semanas anteriores a tan extrema medida se había producido en el interior de Israel una serie de atentados suicidas -en ocasiones cargados de imágenes de especial vesania-, con frecuencia contra blancos civiles, en los que había habido docenas de muertos. En este punto, dos estrategias con finalidad muy distinta venían a darse prácticamente la mano. Hamás y la Yihad Islámica, actuando en el marco de la Intifada, pero con su propia agenda, preconizaban la táctica de cuanto peor, mejor, aunque ello significara -o para que ello significara- un grado tal de represalias que tuviera el máximo eco posible en el mundo árabe e hiciera crecientemente imposible para la vieja guardia de Arafat el acuerdo territorial con Israel. El objetivo último del terrorismo integrista era la recuperación de toda Palestina, y no solamente de una parte de los territorios ocupados, por lo que el enemigo prioritario a abatir era cualquier acuerdo entre las partes, costara lo que costase en vidas propias y ajenas.

Ya en 2002 se sumaban otros actores a la guerra del terror, como es el caso de la Brigada de Mártires de Al Aqsa, que constituía la forma más extrema y criminal de violencia a la que hasta entonces había recurrido Al Fatah. Por su parte, la propia táctica de Sharon buscaba en el combate contra el terrorismo mucho más que la eliminación de los culpables: la destrucción política de Arafat -cuyo apartamiento de un posible proceso negociador había pedido reiteradamente a Washington-, así como de la infraestructura de poder palestina, entendiendo por tal las formas más elementales de instrumentación práctica que sustentan la vida en sociedad: canalizaciones de agua, tendidos eléctricos, líneas telefónicas, inmuebles oficiales, el aeropuerto de Gaza construido por España en el marco de la ayuda de la Unión Europea, y hasta, en algún caso, los archivos municipales que contenían la memoria de sus localidades respectivas.

La situación no cesaba de agravarse cuando el 29 de marzo, en represalia por una cadena de atentados suicidas que había causado en unos días más de 100 muertos civiles, Sharon apretaba aún más el dogal metiendo los tanques hasta en los jardines del domicilio del rais. Bush, que recibía a Sharon por cuarta vez en sólo un año de mandato a primeros de febrero de 2002, no decía ni palabra en favor de la liberación del líder palestino. El apresamiento de Arafat -quien tuvo que resistir junto con unas docenas de partidarios un sitio en el que los soldados le racionaban el agua y los alimentos de forma que la presión ahogara, pero no matase- se enmarcaba, además, en una gran operación, Escudo Defensivo, que debería durar hasta bien entrado mayo. En ella se producía la reocupación de la mayor parte de los territorios y sus ciudades mayores, con el saldo de la muerte de unos cientos de palestinos y de algo menos de 50 soldados, mientras se dejaba en ruinas el territorio de la Autoridad Nacional Palestina. (...) De nuevo, el Ejército israelí ocupaba a finales de mes las principales ciudades de Cisjordania: Yenín, Tulkarem, Nablus, Qualquiliya, Belén, Hebrón y Ramala; y el escenario general era el de una reimposición del Gobierno directo de Jerusalén sobre las aglomeraciones urbanas -con la excepción de Gaza, que sufría represalias sobre todo aéreas, pero no ocupación- en las que vivía el 50% de la población palestina. Al mismo tiempo, el inicio de la construcción de un muro o verja fuertemente armado, que ya en una primera fase debía alcanzar más de 100 kilómetros y cuyo objetivo era cerrar Israel al ingreso de terroristas procedentes de Cisjordania, completaba, a comienzos de julio de 2002, la planificación táctica del designio de Sharon.

Y ese plan de acción contaba además con una, aunque intelectualmente modesta, base de operaciones. En un artículo publicado en The New York Times el 10 de junio de 2002, en plena campaña contra la ANP, el primer ministro les daba una última vuelta de tuerca a los límites de lo que Israel estaría un día dispuesta a negociar. Yendo más allá de la conocida teoría de que Israel no estaba solicitada por la ONU a abandonar todos los territorios ocupados, sino sólo una parte de ellos, y de que por el solo hecho de haberse firmado el compromiso para la autonomía el 13 de septiembre de 1993 en Washington, la Cisjordania ocupada se convertía en 'territorio disputado' sobre el que nadie, ni palestinos ni israelíes, tenía una autoridad mayor a priori, Sharon explicaba por qué no habría nunca retirada a las líneas de 1967. En la resolución 242ª se garantizaba a Israel 'fronteras seguras y reconocidas', lo que, según el primer ministro, equivalía a decir que 'Israel tiene derecho a fronteras defendibles (seguras)'; y como éste opinaba que las de junio de 1967 no lo eran, afirmaba que el organismo mundial 'no espera que Israel deba retirarse de todos los territorios que conquistó y desde los que fue atacado en la Guerra de los Seis Días'. Es dudoso, sin embargo, que jamás haya palestinos suficientemente ad hoc para llegar siquiera a una tregua sobre tales bases.

Propuesta de Bush

El presidente Bush, después de tener al mundo expectante durante varias semanas de inminencia, acababa por anunciar a finales de junio su plan -aunque mejor diríamos su oferta- sobre el futuro de Palestina, que en muchos aspectos hacía realidad las exigencias del primer ministro israelí. El mandatario norteamericano proponía la creación de un Estado palestino en el plazo de tres años, dejando para más adelante la discusión con Israel, de Estado a Estado, sobre las cuestiones de siempre: fronteras, implantaciones israelíes, soberanía real, destino final de Jerusalén Este, refugiados, etcétera; pero con el capirote sensacional -aunque esperado- de que para ello era preciso que abandonaran el poder Arafat y toda su clique, es decir, que le pedía la retirada y la renuncia con toda su corte, acusando al líder árabe de acuciar y financiar bajo mano el terrorismo, lo que, sin duda, no era falso. A cambio de ello, Israel debería detener los asentamientos -cosa que, teóricamente, ya había ocurrido varias veces bajo Gobiernos laboristas y que, en la práctica, significaba no crear más colonias legales, pero sí seguir llenando las existentes de colonos-, así como evacuar lo recientemente ocupado -un 40% de Cisjordania-, puesto que el resto nunca había dejado de estar desde 1967 en manos israelíes. El rais palestino se mantenía en sus trece a principios de julio, y puesto que había convocado, bajo presión popular y de la Unión Europea, elecciones presidenciales para enero de 2003, decía desafiantemente que 'sólo su pueblo decidiría a quién quería tener como mandatario'.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_