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Tribuna
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Melodía de arrabal

El autor destaca la necesidad de Argentina de construir la estabilidad económica del país sobre una estructura política, jurídica, financiera y fiscal acorde con los tiempos actuales

Hace ya tiempo que venimos padeciendo un alud de malas noticias y datos desoladores acerca del último drama nacional argentino, y abundan también los análisis más o menos certeros sobre los orígenes y evolución del proceso de deterioro que amenaza seriamente con destruir, si no lo ha hecho ya, el sistema económico y social de aquella república. Son más escasas, sin embargo, las reflexiones sobre las salidas posibles de una situación que los observadores más optimistas consideran explosiva, probablemente porque el carácter poliédrico de la crisis y la extrema confusión reinante no lo facilitan.

La ira popular ha hecho mundialmente famosos el cacerolazo y el poco selectivo '¡que se vayan todos!', nueva melodía de arrabal dedicada a los dirigentes del país, en expresión de la ilusión perdida sin rescate, del desespero reinante que resume a la perfección la absolutamente nula (cero por cien) confianza en los partidos políticos que el latinobarómetro atribuye actualmente a los argentinos, unos ciudadanos, pese a todo, convencidos (65%) de que la democracia es preferible a cualquier otro sistema de gobierno, aunque la inmensa mayoría (92%) no esté satisfecha de su funcionamiento en la nación austral. Ahorradores esquilmados, piqueteros sin trabajo, funcionarios y pensionistas con ingresos diezmados y cirujas de ocasión están definitivamente persuadidos de que con instituciones desprestigiadas y en quiebra, políticos corruptos, gobernadores caciques, jueces acomodaticios y policías delincuentes no cabe una salida digna y duradera de la catarsis actual, preñada de miseria económica, violencia callejera e injusticia social. Por eso, el '¡que se vayan todos!' es, más que una muestra de hastío, una exigencia de recreación del Estado argentino una vez éste ha renunciado de facto a ser lugar privilegiado de encuentro y relación armónica de las fuerzas políticas y sociales, una vez ha dejado de ejercer las funciones capitales de las que procede su grandeza.

El Gobierno que salga de las urnas tendrá que dejar de marear la perdiz
Es bien conocido que las recetas estándar del FMI no tienen garantía de eficacia

Sin embargo, esta enfurecida melodía de arrabal no ha encontrado el eco esperado porque ninguno de sus principales destinatarios parece darse por aludido, al menos en el ámbito político. Bien al contrario, los dinosaurios menos presentables del peronismo (Menem y Rodríguez Saá, entre otros artífices del fangal) luchan fratricidamente estas semanas, con sus armas de siempre (populismo rancio, patrioterismo y lacrimógenas remembranzas de Evita Duarte), por la candidatura justicialista a la presidencia del Gobierno en las elecciones del próximo mes de marzo. El mejor situado es el ex gobernador de la provincia de San Luis, Rodríguez Saá (más conocido como el Adolfo), un personaje que tras sus demagógicas peroratas esconde un desconocimiento importante de las coordenadas del mundo actual. Todo ello en un ambiente inédito de despolarización electoral debido al tránsito por el desierto político del radicalismo tras sus últimos estrepitosos fracasos. Y mientras todo esto sucede, los únicos que se están yendo de verdad son los ciudadanos que, con su agotada confianza en el país a cuestas, emigran siguiendo los pasos dados antes por los, según Keynes, más tímidos (150.000 millones de dólares) y los, según se mire, muy melancólicos (multinacionales, bancos), por definición alérgicos a la inestabilidad política y la inseguridad jurídica. A falta de candidaturas capaces de afrontar fiablemente las profundas reformas institucionales y económicas reclamadas por los argentinos, es evidente el peligro de que éstos se arrojen 'sin fe ni yerba de ayer' en brazos de los de siempre o se cobijen en grupos de izquierda poco estructurados en torno a propuestas económicas de recorrido imposible.

En el ámbito económico, la situación es caótica: quiebra total en las cuentas públicas, depresión de caballo (caída prevista del 18% del PIB este año), amenaza de hiperinflación, presión sin precedentes del Fondo Monetario Internacional y sectores enteros de actividad dispuestos a la deserción si el rumbo no se corrige pronto y se mantiene con mano firme. La esperanza que la dirigencia puso en el contagio financiero de los países vecinos se ha visto defraudada por el escaso carácter sistémico que tiene la Argentina actual y las fulminantes ayudas concedidas al primer síntoma por el FMI y la banca internacional a Brasil y Uruguay. Los halcones del Fondo quieren que los argentinos sientan 'la indiferencia del mundo', un tango amargo para quienes creyeron ser centro del universo; los economistas de Washington, interpretando los deseos de Estados Unidos, han tomado a Argentina como banco de pruebas para demostrar urbi et orbi que ningún país que necesite desesperadamente dinero puede sentirse soberano sin su permiso y que nadie puede desafiar sin riesgo de catástrofe al fundamentalismo de mercado. Saben que sus condiciones para la concesión de nuevos créditos supone convertir a éstos en una herramienta política y, como ha señalado con conocimiento de causa el reciente Nobel de Economía Joseph Stiglitz, 'pretenden que el sufrimiento y el dolor se vuelvan parte del proceso de redención y prueba de que el país va por buen camino'.

Argentina necesita ciertamente construir la estabilidad económica sobre una estructura política, jurídica, financiera y fiscal de estos tiempos, así como renegociar la deuda. El Gobierno que salga de las urnas tendrá que dejar de marear la perdiz, la especialidad de quienes están convencidos de que gobernar es entretener, como el presidente Duhalde, y tendrá que desterrar las políticas adoptadas a contramano de los inversores y de las instituciones internacionales. Pero el FMI y los mercados deberían tener en cuenta que 'a veces el dolor es necesario, pero no es de por sí una virtud' (Stiglitz). Además, es bien conocido que las recetas estándar y sin secuencias adaptadas al país objetivo del Fondo no tienen garantía de eficacia, y no sería la primera ni la cuarta vez que sus programas dejan a un país tan pobre como antes, pero más endeudado y con una élite dirigente más opulenta. El mismo caso argentino es bien elocuente de que los drásticos recortes fiscales impuestos por el Fondo ayudaron a crear el círculo vicioso descendente de recesión en un país que tenía y sigue teniendo en el crecimiento su principal tabla de salvación.

En estas circunstancias, cuando la política desfallece y la economía se asemeja a un campo minado en el que un paso en falso puede ser el último, es lógico que una sociedad tan compleja y desorientada como la argentina no perciba el futuro con un mínimo nivel de confianza: son tiempos para dudar, excelentes para escépticos y pesimistas, pero no para abandonarse en el fatalismo. En épocas de sufrimiento colectivo hay que ver luces de esperanza en el hecho, mil veces contrastado, de que el futuro es incierto y que, por tanto, puede entrañar mejoras sobre el presente; naturalmente, siempre que se busquen. Un país con la cultura, la creatividad (véanse las maravillosas películas que nos han regalado los últimos meses) y el potencial de Argentina no puede ser prisionero de sus hijos más desaprensivos y de economistas desertores de la realidad. El futuro no se puede asegurar, pero sí que, en buena medida, se puede modular. Como las melodías.

Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.

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