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El desvarío

¿Se acuerdan ustedes de cuando el fiscal general del Estado, don Jesús Cardenal, era descrito por toda la oposición de izquierdas y por la prensa crítica como un dócil palafrenero del Gobierno, consagrado en cuerpo y alma a proteger a los ministros del Partido Popular -Josep Piqué, Jaume Matas...- de los riesgos de procesamiento que les acechaban? Pues ahora es un independiente y ejemplar servidor del interés público, y sus lucubraciones contra el nacionalismo vasco -empezando por Batasuna, naturalmente- merecen el aplauso unánime y, animado por el éxito mediático, incluso se permite sugerir la posible suspensión del Estatuto de autonomía de Euskadi.

¿Se acuerdan ustedes de cuando Juan María Atutxa, entonces consejero de Interior del Gobierno vasco, bestia negra de ETA -que intentó asesinarle en múltiples ocasiones-, era jaleado incluso por la prensa madrileña más derechista como el paradigma de la firmeza antiterrorista y alcanzaba altas cotas de popularidad y reconocimiento en toda España? Pues hoy el actual presidente del Parlamento de Vitoria es tildado de irresponsable, de faccioso o, directamente, de cómplice y protector de terroristas; es objeto de un linchamiento general por haber, de acuerdo con sus servicios jurídicos, considerado inaplicable el auto del juez Garzón que ordenaba disolver el grupo parlamentario de Otegi en la Cámara vasca.

La cruzada antinacionalista de Aznar y el PSOE está produciendo desgarros graves en la democracia

Si subrayo esta doble y curiosa metamorfosis -del villano en héroe y del héroe en villano- es como ejemplo anecdótico, menor, del desbordamiento de visceralidad y desmesura, de la erupción de temeridad y maniqueísmo, de los gravísimos desgarros, en suma, que la cruzada puesta en marcha por José María Aznar y secundada por el PSOE está produciendo en el sutil tejido de nuestra democracia, un tejido aún más frágil y delicado a causa de la complejidad identitaria del Estado español.

La observación no tiene nada de original, lo sé, pero en estos últimos días ha vuelto a hacerse patente que, a veces, ciertas palabras contienen una carga explosiva; por ejemplo, las palabras suspensión del Estatuto. Durante casi 24 años de vigencia constitucional, tales palabras y la posibilidad jurídica que expresan habían permanecido cuidadosamente encerradas como lo que son, el peligroso maletín nuclear del régimen político instaurado en 1978. Y ahora, de repente, dicha suspensión estatutaria y el artículo 155 que la prevé han comenzado a ser invocados alegremente tanto a diestro (algunos miembros de Unidad Alavesa) como a siniestro (el inefable Juan Carlos Rodríguez Ibarra), tanto desde las más altas instituciones del Estado (el ya aludido fiscal general) como desde las más bajas esferas del periodismo ultra, que ha convertido el asunto en carnaza de sondeo y carroña de portada. Y bien, ¿acaso cree alguien que este tratamiento trivial, frívolo, demagógico de una medida tan grave no causa un impacto profundo en la ya precaria cultura política sobre la que se asienta nuestro sistema institucional? Termine esto como termine -y ojalá que no termine demasiado mal-, muchos ciudadanos vascos, catalanes, tal vez de otras comunidades, no olvidarán fácilmente con qué vana arrogancia el establishment español consideró sus estatutos de autonomía cual simples cartas otorgadas, revocables a discreción.

Pero no se trata sólo del artículo 155 de la Constitución y de sus previsiones, sino de la lluvia incesante que desde el poder central y sus aledaños vierte sobre una opinión pública permeable mensajes de descalificación radical del adversario y va haciendo subir el nivel de las aguas del despropósito. Un día es el ministro de Justicia, José María Michavila, quien cultiva la truculencia al considerar 'increíble que un partido y un gobierno se querellen contra los jueces en lugar de querellarse contra los terroristas', como si fuesen los gobiernos, y no los fiscales, quienes se querellan contra los delincuentes, como si la demanda contra un juez, aunque discutible, no fuese perfectamente legal. Otro día es Enrique Villar quien expresa el 'deseo' de que el Gobierno vasco en pleno sea procesado por su actitud refractaria ante la Ley de Partidos.

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¿Y qué decir de la arenga de Jon Juaristi en la Academia General Militar de Zaragoza, un discurso que debió de conmover en su tumba del Valle de los Caídos al primer director de tan ilustre establecimiento? Por mi parte sólo diré que, como es bien sabido, los intelectuales orgánicos avanzan siempre dos pasos por delante de los políticos a quienes inspiran; así, pues, la contundencia del director del Cervantes al llamar a la lucha nacional-española contra la globalidad del nacionalismo vasco, su descripción de la ikurriña -si no hay rojigualda que la neutralice- como un símbolo etarra, no constituyen un rasgo de extremismo, sino un rapto de sinceridad que ayuda a transparentar las intenciones últimas de la cruzada aznarista. En vez de denunciar a Juaristi, lo que hay que hacer es darle las gracias por la franqueza.

La pasada semana, Fernando Savater concluía uno de sus artículos en EL PAÍS enfatizando la necesidad de que, 'frente al País Vasco de los nacionalistas, se afirme el de quienes no lo somos'. Perfecto. Pero ¿no sería también conveniente que, frente a la España de unos nacionalistas cada vez más numerosos y desbocados, se afirmase la España policéntrica de quienes crean en la plurinacionalidad, el plurilingüismo y el plurisimbolismo? ¿Dónde está esa otra España, por pequeña que sea? ¿Dónde está, si hasta el comunista Paco Frutos reniega de sus compañeros de Ezquer Batua porque -dice- hacen que Izquierda Unida pierda votos del Ebro para abajo?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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