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El 'sheriff' solitario

Enrique Krauze

En 1952 se estrenó un western memorable y atípico dirigido por Fred Zinnemann: High noon (el título en español fue Solo ante el peligro). Transcurría en un pequeño y tranquilo pueblo del Oeste americano. El sheriff Will Kane (Gary Cooper, ya entrado en años) se entera de que el bandolero Frank Miller, a quien tiempo atrás había capturado, llegará para tomar venganza. En la estación de tren lo esperan ya varios secuaces. El sheriff busca el apoyo de las autoridades del pueblo, pero el alcalde y el antiguo comisario le dan la espalda, y el juez reniega de sí mismo: guarda la Biblia y descuelga de la pared la bandera nacional. Todos lo abandonan. El drama moral es genuino: su asistente fluctúa entre la lealtad y el miedo, su joven esposa Amy Fowler (la bellísima Grace Kelly) se debate entre sus arraigadas convicciones pacifistas (es cuáquera y ha perdido a su padre y hermano en una balacera) y la amenaza tangible que se cierne sobre Kane. El pueblo no ignora que debe al sheriff su orden y prosperidad, pero no lo ayuda ni defiende. Algunos hasta celebran el regreso de Miller. Mientras el reloj avanza inexorablemente hacia el mediodía, Will acude a su cita con el destino, pero no como un héroe convencional de Hollywood, arrogante y confiado, sino como un hombre de carne y hueso, lleno de dudas y temores. Es un héroe reticente. Habría querido salir del pueblo con su mujer antes de la llegada de Miller, pero a la postre cumple con su deber. Cuando llega la hora triunfa (después de todo, es Gary Cooper), pero el final no es feliz: arroja su insignia al piso y se marcha con Amy, dejando tras de sí la estela de su decepción y amargura. Medio siglo después, algunos observadores ven High noon como una metáfora de la actual arena internacional. ¿Tienen razón?

Depende del contexto. Aplicada a la historia latinoamericana, la metáfora resulta impropia y hasta grotesca. Desde mediados del siglo XIX y a lo largo del XX, los Estados Unidos no se comportaron como un alguacil justiciero, sino como un bandolero intermitente que, amparado en la doctrina del Destino Manifiesto, cometió innumerables atropellos: intervenciones militares directas, golpes de Estado a trasmano, apoyo a los más vergonzosos dictadores ('son hijos de puta', solían decir, 'pero son nuestros hijos de puta'). Practicaron la democracia en su interior, pero fueron incapaces de defenderla y prestigiarla en su propio hemisferio. Supeditaron su política exterior a sus intereses comerciales ('sin nuestras exportaciones -dijo alguna vez el presidente Hoover-, las grandes hordas latinoamericanas acabarían en la barbarie'). En la querella centenaria del orbe hispánico entre conservadores (que rechazaban el modelo político y económico norteamericano) y los liberales (que lo admiraban), los Estados Unidos fallaron en reconocer a estos últimos, y a golpes de su big stick terminaron por lograr que en el siglo XX izquierda y derecha convergieran en un solo mandamiento: 'No confiarás en norteamericano alguno'. Uno de sus errores más costosos, en fin, fue el desdén, la ignorancia y la insensibilidad que casi siempre mostraron hacia la cultura de estos países. Los proféticos versos de Rubén Darío en su poema A Roosevelt (1904) se convertirían, con el tiempo, en el evangelio del Che Guevara: 'Ten cuidado. ¡Vive la América Española! / Hay mil cachorros sueltos del León Español'.

Hay, como siempre, otra cara en la moneda. La propensión, típicamente latinoamericana, de culpar de todos los males de la región a los Estados Unidos ha pasado por alto episodios constructivos (que los ha habido) en la relación hemisférica, y ha levantado una cortina de humo sobre la altísima responsabilidad que los propios latinoamericanos tenemos en nuestras desventuras. Por lo demás, al margen de las restricciones y arbitrariedades de su política migratoria, la presencia de millones de latinoamericanos en los Estados Unidos es ahora un argumento irrefutable sobre las oportunidades tangibles de vida y libertad que esa sociedad ofrece y la universalidad de los valores democráticos que la sustentan. Pero, en última instancia, el balance es negativo. Señalarlo es un derecho y una obligación de nosotros los latinoamericanos, un servicio a la verdad.

A la luz de la historia, la relación de los Estados Unidos con el Viejo Mundo es radicalmente distinta. A riesgo de incurrir en una herejía de incorrección política, pienso que la metáfora que propone High noon funciona en el caso de Europa. En el origen, Estados Unidos se concibió a sí mismo jugando un papel radicalmente distinto, un país de inmigrantes orientado hacia el futuro y fincado no en lazos de sangre, historia, creencia o identidad, sino en un pacto de libertad individual y democracia: una fortaleza (Fortress America) al abrigo de las guerras de religión y nacionalidad que habían desgarrado a Europa. El equilibrio se rompió en 1917, cuando por primera vez los aldeanos y autoridades de Europa llamaron expresamente al sheriff norteamericano para reducir a Alemania. A esa desconcertante Gran Guerra, los Estados Unidos entraron contra su voluntad y salieron convertidos en una potencia mundial. Fue el verdadero comienzo del Siglo americano. Si, a partir del Tratado de Versalles, Europa hubiese encontrado la forma de poner orden en su propia casa, los Estados Unidos habrían vuelto a sus instintos aislacionistas, tan arraigados que se necesitó el ataque a Pearl Harbor para convencerlos de entrar a la Segunda Guerra Mundial.

Europa, el continente de la memoria histórica, comete una injusticia al olvidar su propio pasado inmediato. Sin la intervención norteamericana, la victoria sobre los países del Eje se habría retardado o tal vez habría sido imposible. Tras cumplir con esa misión, el sheriff permaneció en el escenario con nuevas tareas: salvó a Alemania de caer por entero en la órbita soviética e instrumentó el Plan Marshall, sin el cual -como ha reconocido Joschka Fischer- la reconstrucción nacional alemana y hasta el acercamiento con Francia, su antiguo rival, habrían sido impensables. Paralelamente, con la creación de la Alianza del Atlántico Norte, Estados Unidos abrió un paraguas de contención militar y nuclear que operó exitosamente durante casi medio siglo, hasta el derrumbe de la Unión Soviética.

'Los europeos reprochamos a los Estados Unidos que esgriman su poderío militar -reconoce Oliver Monguin, director de la célebre revista Esprit-, pero al mismo tiempo esperamos que ese poder se manifieste cada vez que desertamos del campo de batalla'. En 1945, desangrada por la guerra, Europa tenía la opción de rearmarse, pero optó por relegar el gasto militar, reconstruir su economía y alcanzar, al cabo de unas décadas, la envidiable ecuación de libertad, protección social y prosperidad que ahora disfruta. El arreglo actual es lo más cercano a la 'federación de estados libres' que Kant delineó en su ensayo La paz perpetua. Por desgracia, las guerras balcánicas probaron otra máxima kantiana: 'La paz entre los hombres no es un estado de naturaleza, el estado de natura

leza es más bien la guerra'. Eran, como el de 1914, asuntos europeos, pero para su resolución Europa no tuvo más remedio que llamar de nueva cuenta al sheriff americano, que para entonces había desarrollado su capacidad y tecnología militares a extremos ya inalcanzables para Europa. La derrota de Milosevic pareció presagiar un siglo XXI de relativa tranquilidad en el que la OTAN tendría un papel casi simbólico y el sheriff, después de un siglo, podría encerrarse en su fortaleza para jugar béisbol. De pronto, el 11 de septiembre de 2001, los bandoleros llegaron a la estación.

En High noon, los habitantes del pueblo y las autoridades saben que los bandoleros van contra Kane y lo traicionan por miedo o cobardía. No es el caso de los países europeos, que si bien se han resistido a apoyar la acción unilateral del sheriff, no lo han hecho sin fundamentos: los riesgos de una revuelta fundamentalista en Pakistán, Arabia Saudí o Egipto son tan serios como las posibilidades de una represalia nuclear israelí a un probable contraataque de cohetes iraquíes, como el que sufrió en 1991. En suma, Armaggedon. A esas reservas de estrategia hay que agregar el esfuerzo que supone la consolidación de la Unión Europea, proceso costoso y complejo que no admite dilaciones y que se vería afectado de mil maneras por una guerra de esas proporciones. Además, están los factores particulares: Francia, tradicionalmente recelosa (y celosa) del imperio norteamericano, tiene una sustancial población musulmana y ha firmado contratos con Husein (su 'dictador útil', a la manera yanqui en América Latina); Alemania, con crecimientos bajos y una integración nacional insuficiente, quiere olvidar para siempre su pasado bélico. En España gravitan aún, tal vez, los viejos y justificados agravios de 1898. Todos estos motivos son atendibles, pero en Europa inciden también otras razones, mucho menos nobles: el antiamericanismo tradicional de la derecha fascista europea (que no le perdona su derrota en la Segunda Guerra) y el rechazo, no menos visceral, por parte de sectores antiliberales de una vieja izquierda que no se resignan aún a la caída del proyecto comunista. Para muestra un botón: ¿ha visto usted recientemente una caricatura crítica de Sadam Husein o de Bin Laden? Seguramente, no: el Tío Sam es el mejor villano de Europa, como si Europa no fuera Europa, sino América Latina.

En un mundo kantiano, donde no hay bandoleros, no se necesitan sheriffs. Pero el mundo del siglo XXI -apunta el analista norteamericano Robert Kagan- no es kantiano sino hobbesiano, y en ese sentido la política de apaciguamiento con Husein debería convocar en Europa al fantasma de Chamberlain, que, creyendo haber pactado con Hitler la 'paz para nuestro tiempo', sólo le regaló el tiempo que le faltaba para desatar la ofensiva contra Polonia y hacer estallar la guerra. Bush y sus halcones han considerado que, una vez agotadas las instancias diplomáticas, atacar a Irak preventivamente sería mejor que darle un margen de maniobra. Aunque no están solos en esa convicción puramente negativa, no han aportado argumentos positivos, como los que hace unas semanas propuso el editor de The Economist. La ofensiva le parecía preferible no sólo por la peligrosidad intrínseca de Husein, su alianza potencial con Al Qaeda y la violación sistemática de convenios y resoluciones de la ONU, sino por el triple efecto que, a su juicio, tendría la caída del dictador: disuasión definitiva de gobiernos que pretendan adquirir o desarrollar esas armas, deshielo en las relaciones con Irán y -punto clave- posibilidad de asumir un nuevo liderazgo frente al conflicto de Medio Oriente y al mundo árabe y musulmán en su totalidad. Los lectores escépticos pensaron quizá que se trataba de un sueño de opio (o de hachís), porque el eventual ataque inflamaría de santa ira teológica las calles del Islam, pero lo cierto es que, en el cenit del ataque a Afganistán, el incendio fue acotado y controlado. Un éxito rápido tendría tal vez un efecto liberador como el que, con todos sus problemas, ha experimentado Afganistán.

La posibilidad de que los Estados Unidos se vuelvan el sheriff del mundo (el mal menor, aduce The Economist) suena aterradora, sobre todo para quienes conocemos sus proclividades imperiales y la no tan secreta agenda petrolera de los Bush. Pero los bandoleros no son de película, son de verdad. Es un hecho probado que la fabricación y acumulación de armamentos de destrucción masiva por parte de Irak convierte a la aldea global en un polvorín: Husein es un genocida que ha usado ya esas armas en contra de su propia población kurda. En ese cuadro, la oportunidad histórica está dada para cambiar el libreto de la película. Si, gracias a una presión firme e inequívoca de la ONU y, en particular, de Europa, Irak permite finalmente el escrutinio efectivo y permanente de sus arsenales -y su destrucción, en caso de hallarlos-, entonces esas autoridades reafirmarán enormemente su ascendiente moral y podrán fincar (con ayuda del sheriff, pero sin subordinación a él) una nueva relación con el mundo árabe que comience con la fundación del Estado palestino y la presencia militar multinacional en Medio Oriente, acompañada de un nuevo Plan Marshall para la región.

Si por desgracia la inspección es bloqueada o burlada, la tensión podría aumentar una vez más, como en la Crisis de los misiles, y Husein (macho entre machos) demostraría que él no es Jruschov. Por su parte, el Gobierno de Bush lograría el apoyo del Congreso y de su aliado inglés, sin esperar ya a que las autoridades avalasen su misión. El reloj avanzaría de nuevo. El sheriff acudiría prácticamente solo a la cita. Nadie podría entonces asegurar su triunfo -no es Gary Cooper-, pero la solidaridad del continente europeo, al que Estados Unidos contribuyó a salvar y reconstruir durante el siglo XX, y el rechazo sin ambages a un bandolero irredento, podrían hacer menos difícil la misión aun en ese escenario terrible.

Enrique Krauze es escritor mexicano y director de la revista Letras Libres.

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