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UN MUNDO FELIZ
Columna
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La fiesta del monstruo

Aunque el mundo no está para mucha fiesta, esta ciudad, bendita y rutinaria, celebra la suya. Una pequeña juerga una vez al año es lo menos que puede hacerse. Por ello, muchos de los barceloneses, que como es sabido somos tan nuestros, celebrarán su ¡viva la Virgen! huyendo por ahí. Quizá poner un ojo en ese exterior que no aparece ahora muy amable es lo que ayuda a reconciliarse con este animal de costumbres estables, para bien y para mal, que es la Barcelona eterna.

Hay quien, equivocadamente, cree que un barcelonés que ama a esta ciudad es quien le ríe todas las gracias al monstruo. No es así. Los amores de verdad no son ciegos, sino lúcidos. El buen amor es aquel que, reconociendo al monstruo -el monstruo colectivo que formamos los de este pueblo grande-, es capaz de mirarle a la cara, de frente, y decirle abiertamente: '¡Monstruo, más que monstruo!'. Luego llegará el forcejeo, acompañado de toda clase de vicisitudes para ocupar el espacio monstruoso correspondiente y, así, se consumará el idilio. Todo ello en un proceso sin fin: con el monstruo nunca se puede del todo y cualquier barcelonés cuenta con eso. Creo que sin esta tensión entre él y nosotros nos faltaría el aire y Barcelona dejaría de ser Barcelona. Y así vamos tirando, progresando. Progresando a nuestra manera peculiar. Pero es la que nos gusta.

El último ejemplo de ese progreso es el apadrinamiento -una completa fiesta mercedaria, un forum de la mélange vocacional- que nuestro Gran Teatro de la Ópera, El Liceo sin más, hace del demi-monde de la frivolidad casera que es El Molino. El santuario bendice el mundo canalla. La bourgeoisie guiña el ojo a la tropa, a la marinería y a las alegres chicas y chicos del fin del mundo. La ópera se casa con la lentejuela. ¡Buñuel, Fellini! ¿Qué hubierais dicho de esta maravilla?

¿Qué pensará Berlanga? ¿Qué opinarán las tietes barcelonesas? Las tietes, esa estirpe que aguanta todos los envites del tiempo a fuerza de resistir y, a la vez, aupar novedades, son columna vertebral de una constante puesta al día ciudadana. Ellas, me lo dice el instinto, aplauden ese extraordinario tándem Liceo/Molino -estaban hechos el uno para el otro- y sólo esperan que, algún día, el carisma liceísta llegue hasta la mismísima Casita Blanca. Mientras, las abuelitas de las tietes se revuelven, pasmadas, donde quiera que estén.

Y es que ésta es una ciudad capaz de convertir viejos pecados en virtudes cívicas. ¿Magia? No. Paciencia. Sorna. Ya se convencerán. Wait and see. ¡Incombustible monstruo barcelonés! Sólo es cuestión de que el poti-poti, esa amalgama de absurdo y sentido común, de comedia y tragedia, de lo de cada día y el no va más, trabaje por sí solo. A su aire. El laissez faire: una imposible españolidad pese a quien pese o una españolidad mestiza que pronto convencerá a medio mundo de que El Molino es el Gaudí del cabaret. En eso estamos todos, con la risa en el estómago, los dedos cruzados y viéndoles venir.

Amado monstruo, pueblerino y periférico, a mucha honra. Esta Barcelona de la fiesta escondida y paciente es la que se ríe del escándalo de un chaval que hace desfilar en Madrid a las modelos con cruces, cuerdas y capuchas, y se escandaliza de que los top del poder judicial aún le den a la pompa del collar, la puñeta de encaje y la solemnidad banal en la inauguración del año judicial. Algo perfectamente insoportable; lo nuestro, claro. Incorrecto. Paleto. Y maravilloso. De ciudad sin poder. De ciudad que cree en algo tan etéreo como el paso del tiempo en la época de la prisa. Ésta es la fiesta, secreta, del monstruo.

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