De palabras y silencios
Tiene esta novela de Elvira Lindo dos arranques. En el primero, una mujer de cuarenta y tantos años, a la que le sobran un par de kilos, se mira en el espejo del probador de una tienda cara. Espera que la dependienta le traiga 'una tallita más' de esa blusa que le gusta. Esa noche, la mujer tiene una cena. 'Seremos doce'. Doce, si se incluye a la madre que vive con ella y que acaba de llamarla por el móvil para que le compre pastillas contra el flato. Estamos en Madrid y el marido de Eulalia, así se llama la protagonista, es escritor. Un buen autor que además vende y es famoso. También es académico. Lees y piensas -yo pienso- ay, ay, ay... El escritor se llama Samuel y es octogenario.
ALGO MÁS INESPERADO QUE LA MUERTE
Elvira Lindo Alfaguara. Madrid, 2002 316 páginas. 16,95 euros
Ahora estamos en la calle. Llueve. Suena otra vez el móvil. Eulalia deja de ir a la peluquería donde tiene cita y coge un taxi en Claudio Coello. Pide que la lleven al barrio de San Blas. Ya tenemos el segundo arranque. Y empieza un viaje excitante y hermoso. En ese recorrido conoceremos, en una mirada que retrocede mientras el coche avanza, quién es esta Eulalia con la que nos hemos metido en el taxi. Ésa es la historia central, pero no son menos importantes esas carreteras secundarias por las que va a transitar el lector, ya enganchado, ya rendido, a lo que se cuenta en la novela.
Es sólido el andamiaje sobre el que la autora ha ido construyendo a los personajes. Nombro a Leonor -es duro cargar con una madre guapa e impertinente-, que a los sesenta años aún perturbaba enseñando un muslo increíblemente joven a través de la abertura de su bata. Cito a Gaspar, ese hombre mayor que Eulalia y Lindo -pues serán las dos y cada una de ellas en un libro- recobrarán joven para una historia de la guerra civil, en la que los vencidos pagan doble. Y señalo algunos de los buenos perfiles de reparto como Fausto, un señor al que siempre se le ve mayor, incluso siendo un niño de seis años: un hurón que apenas parece estar y que es como un secreto que uno lleva dentro. O esa sombra que es Úrsula, madre e hija, y que dibuja una época. Gente que cuenta sin hablar. Gente corriente a la que Lindo ha modelado con buena pasta hecha de silencios.
Serán ellos, entre otros, quie-
nes nos irán mostrando a Eulalia. Nos dirán quién era esa niña que alcanzaba el sueño con un número de teléfono debajo de la almohada, y cómo modificó su manera de estar en el mundo en ese viaje sentimental que marcan las décadas: la niñez, la adolescencia, la juventud, la ingenua madurez de los treinta, y ese grado de veteranía que se adjudica, y ya para siempre, a partir de los cuarenta y cinco. Ese tiempo en el que el peor desastre es permitirse la infidelidad con uno mismo. Son estos personajes, bien documentados y sueltos de memoria, quienes nos dicen: te hablo sobre mí pero para darte pistas sobre ella.
Y está Tere, que es un caso aparte. Parece sólo un anzuelo, una voz que se escucha en el móvil. Una voz que se muestra inquieta y que nos lleva a San Blas. Es esa voz joven la que nos dará una visión definitiva de Eulalia. A Lindo le ha salido redonda está mujer tierna de corazón duro.
En la novela se ve el oficio de Elvira Lindo, se nota el talento que posee para contar historias, y el excelente oído para hilar melodrama y humor -aquí sólo ligeros toques de humor porque ésta es una novela triste-. Estupenda la secuencia de Tere (la chacha, la chica de las sorpresas) y Eulalia, en esa segunda parte titulada Cuando se mira un búho vienen siete años de mala suerte, con ese ir y venir de la vecina a la que vemos -sí, el lector la ve- asomada en la puerta, queriendo entrar, queriendo saber; y esa niña que incordia, que rompe el hilo del drama, aunque éste siga siendo, porque en las salas de estar de algunos barrios no existen los susurros.
Algo más, en la casa del escritor, del académico, hay un dibujo de Alex Katz. Es un retrato de Ada. Y sí, es cierto que tiene un aire a Eulalia.
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