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Columna
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La herida

Juan Cruz

Tiziano Terzani, periodista italiano que asistió durante años a la hecatombe del mundo en guerra, se retiró un día a las montañas del Himalaya y desde allí se dedicó a ver el mundo desde lejos, como quien contempla un volcán que no le gusta. Septiembre de 2001 le halló en su tierra, Italia, y allí escribió una serie de cartas sobre la que fue su pesadilla y también su profesión, la guerra, su existencia y su probabilidad. Las publicó en periódicos y luego las dio en libro; la edición española acaba de aparecer en RBA y se titula, claro, Cartas contra la guerra. El alegato comienza entre el 10 y el 11 de septiembre, esa delgada línea de sombra sobre la que caminó el mundo, aún inconsciente de la profunda herida que lo iba a dividir, en el amanecer de Nueva York y en el mediodía y en la noche de muchas partes del universo, en el atardecer de los bosques, sobre el mar y en el subsuelo, entre las flores y entre los muertos. La herida dejó impávida, sin embargo, a la naturaleza misma, dice Terzani, como si los bosques, los animales y el aire, e incluso la tierra, supieran mejor que los hombres que el tiempo es infinito; aquellas heridas son nuestras. El periodista se fue al Himalaya como quien se retira de un ruido que precede al odio, o es también su consecuencia, y ya en territorio donde hay periódicos, radios y televisores vio cómo crecía el fuego del odio otra vez, el fantasma jamás ausente de la guerra, cuya semilla se pone todos los días, en todas partes: aquí también. Esa cuna humilde y como de cebolla que se expone ahora en el Retiro, y en la que vivió sus primeros años un niño español en el exilio, es un exponente más de esa larga baba que el odio deja en la tierra, mientras la naturaleza sigue su curso, asistiendo a la lluvia y al calor, acogiendo el temblor humano de la muerte; durante esa bella sucesión de hitos pequeños que residen al margen de nuestra -mala- convivencia los hombres nos matamos o nos preparamos para ello, habilitados para la hecatombe por la acumulación de odios pequeños con los que escupimos sangre contra un espejo que ya sólo tiene heridas y memoria. Es preciso irse al Himalaya, o a la soledad más absoluta, para ver un día que el color del fuego está alimentado por nuestra propia capacidad de hoguera. Siempre estamos a punto de matar en nombre del odio que anida en las heridas que el hombre le hace al día en cuanto amanece.

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