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Los demás vascos

Fernando Savater

Cuenta una leyenda que cierta señora encargó su retrato a Picasso. Cuando el pintor le entregó la obra, donde ojos y narices bailaban con especial travesura, la dama no pudo por menos de quejarse: '¡Pero si no me parezco nada!'. Y Picasso repuso: 'Descuide, ya se le parecerá'. Algo semejante nos ha ocurrido en el País Vasco. Hace más de veinte años, los nacionalistas promulgaron un retrato de nuestra comunidad étnico, homogéneo, beato en su postizo ruralismo ideológico, victimista, invadido por foráneos contaminantes, incompatible con lo español, sin otra meta a medio o largo plazo que el independentismo redentor: un aguafuerte firmado por el Sabino Arana de la primera época. Muchos nos quejamos del escaso parecido que guardaba con el modelo real, pero no pedimos que nos devolvieran el dinero: esperábamos que poco a poco, gracias a la democracia, los eventuales artistas -ahora gobernantes- fuesen suavizando los perfiles, añadiendo figuras y borrando ruinas intolerantes del fondo paisajístico. En una palabra, que el cuadro cambiase para ir representando cada vez mejor la sociedad retratada. Pero hemos sido defraudados. La imagen oficial y su modelo se han ido pareciendo cada vez más, de acuerdo, pero es el segundo el que no ha tenido más remedio que transformarse. Como no era cosa de romper el espejo, la solución ha sido romperles la cara a quienes no se reflejaban debidamente en él.

O echarles. De eso se ha encargado especialmente ETA y su batallón de servicios auxiliares, cuya labor de zapa ha logrado crear inseguridad para muchos e incomodidad para todos los que no se avenían voluntariamente al perfil nacionalista. La gente asesinada no sale en la foto, pero tampoco la hostigada, la que se retira porque siente su miedo como una humillación, la que emigra por repugnancia ante cuanto le rodea o por hartazgo de tener que fingir ser lo que no es. Paulatinamente la población decrece y el aguafuerte aranista resulta cada vez más fiel. Con un poco de suerte y de insistencia, dentro de unos cuantos años ya no hará falta quizá efectuar ningún referéndum para comprobar que los vascos quieren nacionalismo y nada más que nacionalismo porque todos los que pudieran haber votado 'no' habrán sido borrados del censo. Así nos ahorraremos dinero público y trámites engorrosos. Al principio los nacionalistas hablaban de los vascos como Osama Bin Laden de los musulmanes: todos son de los míos y los demás apóstatas. Provocaban sonrisas, aunque fuesen un poco nerviosas. Pero ahora ya nadie sonríe y el nerviosismo va dejando paso al pánico, a la resignación cómplice, al soborno... o al vacío.

Estando así las cosas, es comprensible la irritación y la alarma nacionalistas ante las medidas legales para dejar fuera de juego a Batasuna. Ni el PNV ni EA quieren que ETA siga asesinando, eso tuvo su aquel en cierto momento, pero ahora resulta socialmente oneroso y hasta contraproducente. Lo perfecto sería que la banda terrorista permaneciese en un discreto stand-by permanente, dando tono al ambiente aunque sin sangre ni vísceras infantiles por la calzada, mientras continúa el proceso de expulsión incruenta de unos y de asimilación de los demás, así como el domesticamiento progresivo de los radicales para que vayan incorporándose a los partidos gubernamentales como una cohorte vehemente pero ex criminal. Sin embargo, además de que ETA sigue matando y comprometiéndoles, ahora jueces y parlamentarios forman una pinza para ilegalizar Batasuna. ¡Qué contrariedad! Esto va a empeorar las cosas, nos advierten. ¿Para quién? Para los propios nacionalistas, claro. Mejorará sus porcentajes electorales, porque parte de los votos radicales irán hacia ellos, pero tendrán que sufrir la indignación de los ilegalizados -'¿qué hay de lo nuestro?, ¡aunque me devuelvas el rosario de mi madre y las cartas, no creas que vas a quedarte con todo lo demás!'- y quizá también las amenazas directas de sus peligrosísimos primos del amosal.

Sobre todo, se rompe fatalmente el aura de condescendiente impunidad (acompañada, eso sí, de viva desaprobación retórica para darles un puntillo de atractivo perverso) que rodeaba a los partidarios o justificadores de la violencia. Y, si se bloquean sus cuentas y negociejos, se compromete también el clientelismo abertzale del que tantos han vivido tan ricamente hasta ahora. Mala cosa: desmovilizadora o, aún peor, capaz de hacer a los más brutos volverse contra quienes no deben. Es el calvario del PNV, al que Arzalluz -que no en vano es del gremio- ha descrito como un santo crucificado entre dos ladrones, ETA y PP. Más radical que Cristo, el PNV no quiere mañana a ninguno de los dos en su reino independiente, porque cada uno estorba a su modo el proyecto que está llevando a cabo. Quienes le fuerzan a que elija definitivamente entre Dimas o Diretes (no recuerdo como se llamaba el otro ladrón) fomentan la 'crispación', palabra que en Euskadi significa: contrariar de palabra u obra al nacionalismo vigente...

Que los defensores de Batasuna se manifiesten con lemas contra el fascismo y denuncias del 'estado de excepción' impuesto por la aplicación de la legalidad, resulta chocante y hasta patético para muchos observadores, pero créanme que es perfectamente lógico. Durante décadas, el discurso ideológico vigente ha dado por sentado que cualquier cortapisa al nacionalismo, incluso cualquier denuncia y persecución activa de las legitimaciones o complicidades con el terrorismo, provienen de un 'españolismo rancio' cuando no de 'franquismo puro y duro'. Ayudados por una versión de la historia y sobre todo de la antropología que parece directamente sacada de aquella sección del venerable Pulgarcito titulada 'increíble pero mentira' (por cierto, no conozco ningún manifiesto de antropólogos, de esos que ahora andan tan políticamente concernidos, sobre este tema), los perpetuos rememoradores de la guerra civil han consentido la guerra civil de baja intensidad que se llevaba a cabo contra los no nacionalistas. La bandera y demás símbolos comunes del Estado democrático partían de antemano descalificados por informadores y educadores como imposiciones detestables. En realidad, la España democrática nunca ha tenido una verdadera oportunidad de darse a conocer en el País Vasco. ¿Qué es lo que se cuenta a los jóvenes? A los hijos pequeños de un terrorista condenado por múltiples asesinatos, los parientes compasivos -para no revelarles la cruda verdad que aún no pueden asimilar- les han dicho que 'el aitá está en la cárcel porque habló en euskera delante de un guardia civil'. Y que ruede la bola...

Para el día 19 de octubre, Basta Ya ha convocado una manifestación en San Sebastián contra la imposición obligatoria del nacionalismo como única solución democrática a la violencia y a favor de la ciudadanía constitucional, así como de las medidas legales que la defienden. La convocatoria se dirige a todos esos otros vascos y en particular a los que se han ido: que vuelvan por un día para demostrar que existen. Algunos se fueron por las amenazas o los atentados que sufrieron ellos y sus familiares, otros por el clima social irrespirable, por no querer pagar a extorsionadores, muchos sencillamente porque se encontraban también en su casa como españoles en otras partes de España y no querían renunciar a esa amplitud de posibilidades económicas y vitales que les benefician. Sería hermoso y solidario que, por esta ocasión, volviesen para apoyar el pluralismo conculcado en su tierra natal. A comienzos del pasado siglo, el ácrata Georges Darien publicó La Belle France, un panfleto contra su país devastado por el asunto Dreyfus. Allí puede leerse: 'Si el nombre francés no debe verse para siempre tachado de la historia, es preciso que la Francia de los nacionalistas encuentre mañana frente a ella la Francia de los judíos, de los protestantes, de los intelectuales y de los cosmopolitas. Es decir, la Francia de la Revolución'. Del mismo modo, es preciso que frente al País Vasco de los nacionalistas se afirme el de quienes no lo somos, el de los disidentes, el de los enemigos consecuentes del terror, el de los autonomistas no separatistas, el País Vasco de la Constitución.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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