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Columna
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De vía estrecha

Josep Ramoneda

Dicen en el PP que Aznar ha perdido el toque. Quizá lo que ha hecho es recuperar su peor estilo. Su interpelación a Zapatero para que dé explicaciones sobre las relaciones entre PSOE y PSC y Esquerra Republicana es una vileza que hace pensar que, en la medida en que el secretario general del PSOE se ha consolidado como alternativa, irán a por él por tierra, mar y aire. Pero sobre todo da la razón a quienes sospechan que Aznar está aprovechando la estrategia contra ETA para reducir el campo de lo políticamente correcto, situando al nacionalismo independentista fuera del terreno de juego. Se ha dicho muchas veces estos días, y no hace falta extenderse en ello, que Esquerra Republicana ha hecho una aportación inestimable a la convivencia en Cataluña: encauzar el independentismo por vías pacíficas y democráticas. Lo cual, en algunos momentos, no era evidente. Aznar acusa a Zapatero de sentarse con unos señores que se reunieron con otros señores a los que pidieron que ETA dejara de matar en Cataluña. ¿Esto es lo que le reprocha? ¿Por qué no se reprocha a sí mismo haberse dejado apadrinar por personas que se sentaban en el Consejo de Ministros de Franco que daba la conformidad a las penas de muerte impuestas por el régimen anterior? Con todo hay algo peor todavía en la actitud de Aznar: creer que el sufragio universal le autoriza a establecer qué es la verdad y qué es el bien en la sociedad española. Y que todo lo que queda fuera de sus esquemas -que afortunadamente es mucho- no tiene derecho a existir y sólo se tolera cuando no hay más remedio.

Ciertamente éste es un vicio extendido entre los dirigentes políticos. Por más que su legitimidad venga del voto popular, una vez subidos a la peana -que, como decía Arzalluz, es lo que realmente da el carisma- tienden a comportarse como si el poder fuera por delegación divina. Creen que el voto mayoritario les da un poder de tutela y dirección espiritual de la sociedad que nadie les ha concedido y que ni siquiera les daría una mayoría absoluta del 100% de los votos. El sufragio universal habilita para gobernar, que no es poco. Pero nada más. Los mecanismos de formación de los criterios de verdad y de bien en una sociedad son mucho más complejos. Y el gobernante en una sociedad democrática, lo que tendría que procurar es que el espacio de lo que se puede decir y hacer sea lo más amplio posible. Normalmente, no es así: buscan la concordancia entre sus presupuestos ideológicos y morales y la sociedad, por la vía de convertirlos en verdades incuestionables, aprovechando la aureola de la peana. Recuerdo que una vez el propio presidente Pujol me dijo que le parecía razonable que si un partido o ideología era mayoritario en una sociedad, los medios de comunicación se adaptaran a esta realidad y tradujeran esta mayoría. En Cataluña, en la medida en que cada elección da mayorías distintas, los medios tendrían que hacer contorsiones verdaderamente espectaculares para adaptarse a la verdad del sufragio.

No es extraño entonces que Pujol apele a los artistas e intelectuales a defender el 'patriotismo' en 'un ambiente poco propicio en España' y frente a hechos 'como la emigración y la globalización'. Como en todo discurso patriótico suena inapelable el run-rún del nosotros frente a los otros. No se ha inventado hasta el día de hoy un patriotismo que no sea de este estilo. (Y, sea dicho entre paréntesis, el patinazo de Carod de pedir amnistía a ETA para los catalanes no debería escandalizar a Pujol porque es un lapsus servido por la lógica demarcadora del nacionalismo). Pujol está en su derecho de pedir patriotismo a los artistas e intelectuales. Pero, sobre todo, y esto es lo más importante desde el punto de vista de la sociedad abierta, los artistas e intelectuales están en su derecho de no hacerle caso. Curiosamente, Pujol, con su argumento, sintoniza con una determinada -y presuntamente radical- concepción del arte que relaciona creación con pertenencia a grupo, y hace del creador un militante o agitador social. Por este camino nos vamos acercando al grado cero de la creación. Porque el arte al servicio de las causas acaba siempre perdiendo su poder y su fuerza. Toda dependencia acaba matando al arte: incluso la vanguardista. El artista se reduce a funciones ornamentales y el intelectual a propagandísticas, al servicio de cualquier grupo o tribu.

Y eso me conduce a un tercer ejemplo de las oscuras vicisitudes que vive una sociedad -la española- no tan abierta como sería deseable. Dos representantes de partidos políticos, la señora Sainz del PP y el señor Caldera del PSOE, pidieron el boicot a la ropa del diseñador David Delfín porque su desfile en que las modelos iban con el rostro tapado ha sido considerado contrario a la corrección política. Lo mínimo que se puede decir de estos señores es que han hecho el ridículo, entre otras cosas porque se han precipitado un poco al sacar conclusiones sobre las intenciones del autor. Su opinión tiene en estos temas el mismo valor que la de cualquier otro ciudadano. Lo grave es que, en función de sus cargos, se atribuyen una misión de definir lo aceptable y lo no aceptable que nadie les ha encargado. Al contrario, su obligación es contribuir a un clima que favorezca la libertad para pensar y para crear, con los riesgos que ello comporta. Incluso el riesgo de que en algunos casos mucha o poca gente pueda sentirse ofendida. Para discutir estas cosas, la sociedad tiene multitud de mecanismos de expresión. Y hay que ampliarlos en vez de encerrar a creadores e intelectuales en la jaula de los grupos de pertenencia y de las correcciones políticas. Porque por esta vía se construyen sociedades de vía estrecha, por muy identitarias que sean. De las charcas de la corrección política sólo surge lo kitsch y la ocultación de la mierda.

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