Atacar las causas
La Ley de Prevención de Riesgos Laborales, que entró en vigor hace siete años, es una normativa adecuada si no fuera porque para el Gobierno es como si no existiera. La escasa voluntad para su puesta en práctica, unido al incumplimiento reiterado de la misma por parte de empresarios y administraciones públicas, está propiciando que nuestro país siga manteniendo la tendencia alcista en accidentes laborales, muchos de ellos graves y mortales (en España mueren al día 4 personas). Las cifras empeoran si tenemos en cuenta aquellos accidentes laborales que no se contabilizan como tales. Es el caso de los siniestros que sufren los trabajadores autónomos, el 20% de la población activa ocupada, excluidos de las estadísticas oficiales. Según cálculos de la UPTA de UGT, muere un autónomo por accidente profesional cada día de trabajo.
El Gobierno, de forma apresurada, ha tenido que salir al paso del eco informativo, provocado por la gran cantidad de muertes producidas en los últimos meses (789 muertos y 7.373 accidentes graves en el primer semestre de 2002) y ha anunciado un paquete de medidas para combatir la siniestralidad. Sin embargo, de nada servirán mientras continúe con una política económica que, día a día, degrada más el mercado de trabajo y lejos de combatir la cultura de la precariedad la fomenta; no servirán de nada si sigue incumpliendo su obligación de velar para que se cumpla la Ley de Prevención de Riesgos Laborales.
Para combatir la siniestralidad hay que atacar sus causas, y la primera de ellas es la precariedad. El perfil del accidentado es un joven, con contrato precario y que trabaja en empresas con menos de cien empleados. En 2000, los accidentes de trabajo, con baja en jornada laboral, entre trabajadores menores de 24 años y con contrato temporal fueron del 81,3%, frente al 18,7% de los indefinidos en este tramo de edad. Una situación que seguro se ha agravado en 2001 y 2002 -según los últimos datos oficiales por tramos de edad- por el mayor deterioro del mercado laboral, como consecuencia de la Reforma Laboral de 2001 y el decretazo de 2002, impuestos por el Gobierno. Ambas normativas, a espaldas de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, fotografían sin equívocos la política económica del Ejecutivo y son la prueba irrefutable de las continuas contradicciones entre lo que dice y lo que, en realidad, hace. Ambas son malas influencias para la seguridad de los trabajadores porque apuestan por mano de obra barata, al servicio de empresarios que buscan beneficios a través del ahorro en costes laborales, y propician un contexto laboral adverso para la prevención de riesgos laborales (cada vez prolifera más la subcontratación, las Empresas de Trabajo Temporal y la 'autonomización' de determinadas actividades, tradicionalmente incorporadas en plantilla). En los sectores donde más se da esta situación (construcción y servicios) es donde se registra mayor número de accidentes.
El decretazo, además de abaratar el despido, obliga a los desempleados, bajo amenaza de perder el subsidio, a aceptar cualquier puesto de trabajo que considere el Inem, aunque esté a 30 kilómetros de su casa y la 'oferta' sea un empleo precario y que sólo dure unos días. La reforma laboral no frena la precariedad; es más, los contratos temporales continúan creciendo mientras los indefinidos se estancan. Para evitar esto y que continúe creciendo la siniestralidad, UGT presentó una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para la Estabilidad y la Seguridad en el Empleo, en septiembre de 2001.
Esta iniciativa apuesta por la contratación indefinida, como regla general, con el convencimiento de que un empleo estable y con derechos es la mejor garantía para reducir los accidentes laborales. La ILP defiende: limitar la contratación temporal a los supuestos que estén justificados; evitar que la subcontratación sirva para eludir responsabilidades empresariales y burlar derechos de los trabajadores; acabar con la cesión ilegal de trabajadores de una empresa a otra; hacer que el contrato a tiempo parcial sea voluntario y no la única alternativa para poder trabajar; garantizar la salud y seguridad en el trabajo; y reducir la jornada a 35 horas semanales, para mejorar las condiciones de trabajo en las actividades más peligrosas.
La ILP es una puerta abierta a la esperanza porque sitúa la siniestralidad laboral en el debate parlamentario y restablece la prioridad de resolver esta lacra social. El Gobierno no debe cerrar en falso este debate y debe poner todos los medios para evitar más muertes, aunque ello suponga cambiar su 'política empresarial'.
Cándido Méndez es secretario general de UGT.
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