Nihilistas del siglo XXI
He conmemorado el 11-S leyendo Dostovieski en Manhattan, de André Gluksmann, filósofo francés que, rara avis de la especie, es genuinamente anti-autoritario y no teme embestir contra la corrección política. Su libro es una ambiciosa tentativa, no del todo exitosa aunque interesante, para explicar las acciones terroristas que demolieron las Torres Gemelas y parte del Pentágono como la manifestación extrema de una tradición nihilista, proteica y renaciente, que, antes y mejor que nadie, habría descrito Dostoievski en las pandillas de fanáticos mesiánicos que pueblan sus novelas, sobre todo Los Poseídos.
Los nihilistas de su libro no son sólo los militantes clandestinos de Al Qaeda y las organizaciones similares que por motivos religiosos o políticos han llegado a la conclusión de Bakunin que lo primordial, antes que pensar en construir un orden nuevo, es destruir el existente, aunque ello implique el asesinato masivo de inocentes. También lo son los gobiernos que, en nombre de la razón de Estado, practican el terror con deliberación y alevosía, y, como el de Putin en Rusia -es el ejemplo que Gluksmann desarrolla con más detalle- en su represión de la insurrección en Chechenia, cometen abominables crímenes contra los derechos humanos que, a diferencia de lo ocurrido el 11-S en Estados Unidos, la gran mayoría de la opinión internacional desconoce o no quiere conocer. Esta tesis es defendible, desde luego, pero ella hubiera adquirido mayor peso si, además de Chechenia, Gluksmann la hubiera ilustrado también con casos igualmente próximos que la avalan como las limpiezas étnicas de Milosevic en la ex-Yugoeslavia y la actual política del Gobierno de Sharon en los territorios ocupados de Palestina.
Gluksmann, arriesgando su vida, pasó un mes con los guerrilleros chechenos y el testimonio de los horrores y el heroísmo que allí vio son las páginas más conmovedoras de su libro. También, las más persuasivas en su condena de los gobiernos occidentales que, esgrimiendo las consabidas excusas del pragmatismo y la realpolitik, han optado por eclipsar el tema de Chechenia de la agenda política internacional y aceptar las tesis del Gobierno de Putin de que la lucha de Rusia en el Cáucaso es, como la de Estados Unidos contra los talibanes de Afganistán, un combate de la democracia contra el fundamentalismo terrorista. Esta crítica es convincente, desde luego. Pero lo es menos, a mi juicio, la visión poco menos que idílica que Gluksmann esboza del islamismo checheno, según él tolerante, abierto, nada machista y democrático, algo que no se ajusta del todo con otras versiones que dan de él o se desprenden de testimonios no menos favorables a la causa de la emancipación chechena. Es inevitable, dadas las circunstancias y el contexto de aquella rebelión, que el extremismo islámico la haya infiltrado, aunque ello, por supuesto, de ningún modo justifique las matanzas y los crímenes contra el pueblo checheno del Ejército ruso que Dostovieski en Manhattan documenta de manera abrumadora.
Gluksmann destaca la lucidez con que la gran literatura supo identificar, antes que los filósofos y sociólogos, las raíces del nihilismo. Además de Dostovieski, su libro contiene sutiles análisis sobre Pushkin y Chéjov, que, en sus poemas, obras de teatro y relatos proyectaron el instinto de muerte que impregna la conducta nihilista y los estragos que provoca. Pero también critica con dureza la ceguera de los intelectuales, algunos muy ilustres, que se dejaron deslumbrar por figuras carismáticas que, desde el poder, los tentaban, seducían o corrompían, y a las que endiosaron como cortesanos abyectos. Los dos ejemplos que él pormenoriza con citas sublevantes producen vértigo. Portavoces tan insignes de la Europa de las Luces como Voltaire y Diderot echaron incienso y proclamaron libertadores y modernizadores a los zares más despóticos y sanguinarios, con adjetivos y metáforas que recuerdan las coronas poéticas con que bardos más modernos homenajearon al Padrecito de los Pueblos, el Compañero Jefe, el Caudillo o al Padre de la Patria Nueva.
Junto con brillantes hallazgos y agudos comentarios, en el libro aparecen también arbitrariedades, gestos y desplantes que difícilmente resisten un análisis serio. El más criticable de todos, para mí, es su tesis según la cual Flaubert, al igual que lo haría más tarde el autor de Los hermanos Karamazov, radiografió la personalidad nihilista -el fanático abocado a la destrucción del otro y en última instancia de sí mismo, sin presentar una alternativa a la realidad social que quiere aniquilar- en el personaje de Emma Bovary. Confieso haber dado un brinco de indignación en el asiento al leer, en Dostovieski en Manhattan, esta frase disparatada: 'Emma et Atta, même combat¡' El Atta en cuestión es, claro, nada menos que Mohammed Atta, el asesino de mirada glacial que dirigió la operación terrorista del 11-S y pilotó uno de los aviones secuestrados que se incrustaron en las Torres Gemelas de Manhattan.
Un honesto y valeroso filósofo puede ser un pésimo crítico literario y me temo que Gluksmann lo sea, por lo menos a la hora de leer a Flaubert. ¡Pobre Emma Bovary! Siglo y medio después de su muerte, todavía hay varones insensibles que siguen maltratándola. La interpretación que hace de ella Gluksmann, ¡pensador libertario!, tiene algo del tufillo puritano y prejuicioso con que los críticos bien pensantes de 1857 atacaron la novela, acusándola de inmoral, y no está muy alejada de la del fiscal que pidió prohibirla porque, a su juicio, la conducta de Emma transgredía los valores sagrados de la familia, la religión, la moral social, y hacía escarnio de la fidelidad conyugal y el buen ejemplo materno.
Emma Bovary fue una esposa traviesa y una madre descuidada, sin duda, pero lo fue porque había en ella una rebelde que, en la asfixiante sociedad que le tocó -una cárcel para su espíritu inquieto, insumiso, y atizado, como el de Cervantes por las novelas caballerescas, por la literatura romántica- intentó vivir la ficción, tener una gran pasión, gozar con sus sentidos y su fantasía, elegir su propia vida en contra de las convenciones y los tabúes estúpidos que la cercaban. No era una intelectual, pero sus instintos nunca la engañaron y siempre intuyó que todos los riesgos que corría eran otras tantas batallas que libraba en favor de la libertad. La verdadera, la única concreta y real, la del individuo soberano, una libertad que su tiempo sólo concedía a los varones propietarios y rentistas, y a ninguna mujer. Fracasó en su empeño, por supuesto, porque luchaba sola y sin comprender bien todas las sutilezas de esa guerra sutil, pero su fracaso, como el de Alonso Quijano, a ella la engrandece y empequeñece a quienes la acorralaron y empujaron al suicidio. Emma Bovary no amaba la muerte sino la vida -no se avergonzaba de sus deseos ni de sus instintos y hubiera querido que el mundo fuera tan bello y gozoso como el de las novelas que la enternecían-, y asociar su idealismo rebelde al nihilismo es tan desmesurado como considerar al Quijote, por los mandobles que lanzaba, el padre putativo de Osama Ben Laden.
Gluksmann asimila, con justicia, las prácticas nihilistas al antisemitismo, y relata la fabricación fraudulenta, en Rusia, a partir de un plagio del libro de Maurice Joly, Diálogo en los infiernos, de Los protocolos de Sión, libro que supuestamente probaría la conspiración del judaísmo internacional para apoderarse del mundo. Este embauque fue utilizado, primero por la policía zarista, luego por los nazis, y finalmente por el estalinismo y algunas satrapías islámicas para justificar los progromos, la 'solución final', y las persecuciones antisemitas. Estas sólidas y persuasivas páginas hubieran ganado mucho, si Dostovieski en Manhattan hubiera incluido, además, otras manifestaciones contemporáneas del racismo y del espíritu xenófobo, sobre todo en Europa, donde la paranoia desatada en torno al tema de la inmigración está generando cada día más, y de modo alarmante, un sentimiento anti-árabe, anti-africano y anti-latinoamericano que, además de desencadenar múltiples atropellos y abusos, socava las instituciones básicas de la democracia.
Hace algo más de medio siglo, Albert Camus escribió, en El hombre rebelde, unas páginas soberbias sobre los mismos nihilistas rusos en los que André Gluksmann ve los antecesores de los discípulos de Ben Laden que provocaron la orgía homicida del 11-S. Al espíritu pacifista y sensible de Camus repugnaba, por supuesto, la frialdad mental de aquellos 'homicidas delicados' que, convencidos de que el asesinato era una solución para los problemas políticos, asesinaban, inmolándose a la vez junto a su víctima. Pero, pese a todo, advertía en ellos, sin excusar su crueldad, una aureola romántica y un cierto anhelo desesperado de justicia. Sus crímenes eran individuales, operaciones de uno a uno, en las que el verdugo miraba a los ojos a su víctima. Esa aureola romántica ha desaparecido por completo en esos nihilistas, asesinos desalmados, que incendian las páginas de Dostovieski en Manhattan y con toda razón. ¿Qué aureola romántica podrían lucir ahora, quienes, gracias a la tecnología moderna del terror, pueden, en pocos segundos, provocar miles de víctimas inocentes, personas a las que el asesino jamás ha conocido y contra las que no tiene agravio personal alguno? A diferencia de Raskolnikov, Stavroguin o Nechaev, el terrorista moderno no mata a seres de carne y hueso, sino a blancos abstractos, a fantasmas fraguados por sus miedos y sus odios recónditos. Mohammed Atta y todos sus congéneres son infinitamente más peligrosos para la supervivencia de la civilización que los 'homicidas delicados' del siglo XIX, y por eso deben ser combatidos, perseguidos en sus madrigueras, y derrotados. Es preciso recordar, como afirma Gluksmann en la última frase de su libro, que 'el nihilismo no es invencible'.
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