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'Daños colaterales' del 11-S en el mundo musulmán

Sólo ha transcurrido un año desde que los atentados del 11 de septiembre centraran la política internacional en la llamada 'guerra contra el terrorismo', y, sin embargo, sus 'daños colaterales' han sido enormes en lo que concierne al mundo árabe y musulmán y a la visión norteamericana con respecto al resto del mundo y los derechos ciudadanos. La mayor parte de las acciones y medidas asumidas en pro de la lucha contra el terrorismo, si bien han sido presentadas como en defensa y protección de los ideales democráticos, no pueden ser consideradas ni remotamente de naturaleza democrática. Esto se ha hecho más que evidente en el caso de las nuevas legislaciones 'antiterroristas' puestas en práctica en EE UU, y en buena medida imitadas por otros Estados democráticos occidentales. De hecho, esas leyes se han aplicado en un marco ambiguo en el que deliberadamente ni se ha definido qué es el terrorismo ni qué criterios se establecen para verificar como terroristas a todos aquellos que los respectivos miembros de la heterogénea coalición internacional acusan como tales. En consecuencia, por un lado, la legislación antiterrorista se ha dirigido, en EE UU desde luego, pero con un importante seguidismo en los demás países occidentales, de manera general y arbitraria contra los extranjeros de origen musulmán. Esto ha traído consigo la tendencia a identificar al terrorista por lo que es (la adscripción religiosa-étnica) en vez de por lo que hace (la prueba está en toda esa inmensa cantidad de detenidos árabes y musulmanes contra los que ha prevalecido la presunción de culpabilidad sobre la de inocencia, si bien en la inmensa mayoría de los casos no se ha podido aportar prueba alguna de su implicación terrorista). Con ello se ha incrementado de manera preocupante el racismo a través de la islamofobia. Pero no es alarmante sólo el racismo en sí, sino también el nuevo marco en que éste se ha institucionalizado: racionalizándolo en función del patriotismo o la autodefensa y, por tanto, adquiriendo un importante nivel de legitimación y desculpabilización social.

Por otro lado, esa ambigüedad sobre quienes son terroristas verdaderamente está favoreciendo a los regímenes represivos, predominantes en la gran mayoría de los países árabes y musulmanes. Que esa ambigüedad no es sólo permitida, sino buscada, lo prueba el hecho de que en la última reunión anual de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, los 53 Estados miembros cedieron a las presiones de esos Estados autoritarios y de los EE UU, que, sin ser miembro de la Comisión, desplegó una gran energía, rechazando finalmente todas las diversas proposiciones presentadas para establecer un mecanismo de supervisión de la acción de los Estados en el marco de la lucha contra el terrorismo.

Como indicaba el opositor tunecino Moncef Marzuki, 'nunca las dictaduras han estado mejor situadas en el mundo que desde el 11 de septiembre'; sin embargo, señalaba con lucidez a los dirigentes occidentales, que tenían que comprender lo que más miedo les da de los países árabes e islámicos: la emigración y el terrorismo 'son consecuencia directa de la dictadura y la corrupción' (Le Monde, 11-12-2001). Pero la cooperación en materia antiterrorista puesta en práctica desde el 11 de septiembre ha dejado de lado la cuestión de los cambios políticos que necesariamente hay que promover para lograr la verdadera estabilización de esta volcánica parte del mundo y su consiguiente desarrollo económico, y está consolidando la impunidad de unos regímenes que tienen bajo una presión socioeconómica y política insoportable a la gran mayoría de sus poblaciones. De hecho, para todos aquellos regímenes sumidos en una lucha feroz contra sus oposiciones internas, la ocasión les ha caído del cielo, dado que la oferta americana les ha permitido legitimar sus llamadas leyes 'antiterroristas', en vigor desde hace tiempo, y que en realidad son trágicas para sus sociedades. A cambio, su dependencia del aliado occidental para perpetuarse en el poder es más intensa que nunca.

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También se presentó el bombardeo contra Afganistán en pro de la democratización y los valores de la civilización moderna. Sin embargo, el fin del régimen de los talibanes no ha supuesto una alternativa democrática para Afganistán, sino la instauración de un régimen político pro-americano encapsulado en Kabul con un jefe de Gobierno, Hamid Karzai, protegido por una guardia pretoriana norteamericana de guardaespaldas. El resto del país está repartido entre los grandes 'señores feudales', que se enfrentan por el control del territorio y de las redes del narcotráfico. Afganistán necesitaba ser pacificado a través de una fuerza de interposición internacional en todo el país capaz de desarmar a los grupos y líderes locales. Sin embargo, esa fuerza de interposición sólo se ha limitado a Kabul por deseo expreso de los EE UU, que quieren seguir con su campaña militar sin control ni observadores, y en Afganistán todos siguen armados hasta los dientes controlando arbitrariamente sus respectivos feudos regionales con crecientes enfrentamientos en el norte del país. En conclusión, más allá del 'escaparate' de Kabul, ni la población civil ha visto mejorar su situación (incluidas por supuesto las mujeres), ni el proceso político está desarrollando un modelo más democrático, ni la reconstrucción del país se está llevando a cabo. En realidad, el control americano de Afganistán busca controlar el ámbito del petróleo en Asia central y operar en Pakistán sin tener que instalarse en este convulsivo país que explotaría ante la presencia militar norteamericana. Pero, inevitablemente, el sentimiento antiamericano crece día a día entre la población afgana.

En el marco de los países del norte de África y el Medio Oriente, el 'nuevo orden internacional' pergeñado tras el 11 de septiembre se ha traducido en la búsqueda del mantenimiento de una 'paz artificial' entre los primeros, apostando por el statu quo. Esto implica un apoyo determinante a las dictaduras argelina, tunecina y egipcia, y una progresiva 'reconciliación', sin prisa pero sin pausa, con la libia. Sólo Marruecos es una excepción en la draconiana situación política interna de estos países. Sin duda, son muchas las asignaturas pendientes aún para alcanzar la democratización marroquí, pero en la actualidad es el único país de esta región que se encuentra en un proceso de cambio y no de involución, lo que le convierte en el único caso en que es legítimo volcarse en su apoyo para impulsar el ritmo reformista.

Es en el Medio Oriente donde la política norteamericana busca establecer un nuevo orden regional que, bajo el lema de la lucha contra el terrorismo, quiere alcanzar tres objetivos estratégicos: el control del petróleo, el mantenimiento del negocio armamentístico y el apoyo a Israel para afirmar su poder en la región. Por un lado, es interesante observar cómo el ultraconservadurismo que caracteriza a la Administración Bush se ha ido identificando progresivamente con ciertos modos políticos que caracterizan a Israel. La tradicional identidad política israelí, basada en el principio de 'nos bastamos con nosotros mismos y sospechamos de todos los demás', encuentra un fiel reflejo en la dinámica unilateralista y aislacionista americana; la identificación que Israel siempre ha hecho de sí mismo con los valores democráticos mientras defiende como ética y moralmente aceptable su recurso a acciones ilegales, ilegítimas y en contra de las convenciones internacionales de derechos humanos en su lucha contra los que identifica como enemigos, es una trayectoria que está caracterizando cada vez más a la Administración Bush. Por tanto, la identificación Bush-Sharon ha ido en aumento desde el 11 de septiembre, y en ese sentido poco se puede esperar de EE UU para que entienda que el conflicto entre palestinos e israelíes no se reduce a la lucha contra el terrorismo, en pro de la cual Sharon justifica la destrucción fría y programada de la sociedad y el pueblo palestinos, sino que ese terrorismo es la consecuencia desesperada de la demoledora y constante ocupación israelí.

En el empecinamiento del influyente sector 'duro' de la Administración norteamericana por atacar Irak existen dos intereses reales, encubiertos por el discurso de que hay que salvar al mundo de su supuesto poder armamentístico y democratizar al país salvándole de la brutal dictadura de Sadam Husein (principios democráticos que, como siempre, quedarían relegados inmediatamente). Por un lado, se trata de lograr que la gran potencia regional que es Irak se transforme en un régimen pronorteamericano, lo que interesa particularmente a Israel, una vez afianzada su alianza estratégica y militar con Turquía tras la Guerra del Golfo bajo palio norteamericano, y sentirse junto con EE UU más fuertes que nunca en su capacidad de actuación conjunta y unilateral a nivel internacional y regional. Por otro lado, Irak cuenta con las mayores reservas petrolíferas del mundo, después de las de Arabia Saudí (incluso hay zonas donde se supone que se pueden descubrir nuevos yacimientos), y, por tanto, son muchos los que tienen los ojos puestos en ese inmenso mercado petrolífero. Sadam Husein ha sabido jugar políticamente con el estrecho margen que las sanciones le han dejado en el marco del programa Petróleo por Alimentos para canalizar los contratos de importación hacia las compañías de los países menos belicosos hacia él, Francia, China y Rusia. EE UU quiere liberar ese flujo de petróleo a su favor. Es más, dado que la capacidad de control de la monarquía saudí de su propio país se percibe como cada vez más frágil, ha empezado a emerger por parte del sector ultraconservador americano, apoyado por el lobby proisraelí, la consideración creciente de que también se impone ir pensando en una alternativa deseable a los príncipes saudíes que gobiernan el país.

Todo ello muestra que los que gobiernan EE UU se sienten más fuertes e impunes que nunca para cambiar Gobiernos, bombardear países y apoyar a las dictaduras que les interesa, sin ningún contrapoder alternativo en el mundo (Europa no parece ser capaz de serlo), y han decidido que 'es el momento' para crear una nueva realidad política en el Medio Oriente. Por supuesto, ignorando el sufrimiento y los derechos de palestinos, iraquíes y demás ciudadanos de la región que a lo que aspiran -justicia, libertades y desarrollo económico- está fuera de la agenda de la política internacional y de sus gobernantes actuales y los que pudieran venir fruto de los cambios de la nueva pax americana.

A lo que no se está dando la importancia que se le debería dar es al creciente sentimiento anti-americano que de manera preocupante se está extendiendo en todos estos países entre las élites y la gente de la calle. Y además ese sentimiento, como ha mostrado la encuesta realizada por la organización independiente norteamericana Zogby en varios países árabes, no es ni por la cultura americana ni por sus valores ni su democracia, sino por su política exterior. De ahí que la cuestión clave a preguntarse sea: ¿la política en el Medio Oriente y los países musulmanes que está aplicando EE UU desde el 11 de septiembre, en nombre de la alianza mundial contra el terrorismo, es capaz de afrontar las causas profundas que producen esa violencia, o corre el riesgo de alimentarlas más?

Gema Martín Muñoz es profesora de Sociología del Mundo Árabe e Islámico de la Universidad Autónoma de Madrid.

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