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Crítica:CRÍTICAS | Cine
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Duelo de colosos

Aún nos sorprende, por la solvencia que dejó ver, el salto que dio hace unos años el británico Sam Mendes desde sus raíces en los escenarios de Londres -donde en plena juventud se ha convertirdo en un director de escena de gran renombre, un indiscutido- a la aventura de abrirse paso con rectitud a la primera fila del cine de Estados Unidos, esa pequeña y apretada fila de los raros cineastas que buscan y logran abrir brechas en las rutinas de la fabricación en serie de películas en Hollywood y alrededores.

Su trabajo en American beauty, que le valió un rosario de premios encumbradores, no se le ha subido a la cabeza, ni ha torcido el trazo corto y rectilíneo de su carrera. Se ha mantenido Mendes sereno, sin marearse con el éxito, a la espera de poder dar a aquel su primer paso en el cine -atípico, casi insólito para lo que se estila en el Hollywood de ahora- una prolongación que dejase ver que las singularidades de su trabajo allí no eran casuales, sino que procedían de una estrategia creativa premeditada y no efímera. Su espera ha dado fruto, pues en Camino a la perdición no sólo hay indicios de que aquellas singularidades no fueron obra del azar, sino de que ahora va mucho más allá de ellas y deja ver, dentro de una muy clara continuidad de estilo, un giro de inventiva que supera lo conseguido allí y abre nuevos vuelos en la forma de dirigir cine de este hombre de teatro.

CAMINO A LA PERDICIÓN

Director: Sam Mendes. Guión: David Self, Intérpretes: Tom Hanks, Paul Newman, Jude Law, Jennifer Jason Leigh, Stanley Tucci, Tyler Hoechlein. Género: thriller. Estados Unidos, 2002. Duración: 116 minutos.

Si lo que hizo de American beauty un filme (por encima de sus altibajos) importante fue la homogeneidad y la distinción que Sam Mendes impuso en el reparto, que dio lugar a una exacta interrelación de rostros que era fruto de un minucioso y refinado trabajo de dirección de actores, ahora, en Camino de perdición, esa distinción y esa exactitud se acentúan. Y, junto a una definición visual más suelta y dominada de la imagen, alcanza Sam Mendes un primoroso engarce entre todos los intérpretes, que dan la impresión de que se vacían, de que echan el resto no sólo en sus creaciones personales, que son de calidad extraordinaria, sino también en los apoyos recíprocos que cada uno de ellos encuentra en quienes le dan la réplica. De ahí ese primoroso engarce entre todos ellos.

Hay un rasgo evidente, pero dificil de decir en qué consiste, en las películas sostenidas por golpes de genio interpretativo plural, fruto de un engarce como el aludido. En ellas, cada intérprete sostiene y hace crecerse al que en cada momento tiene enfrente. En cierto modo le ayuda a crear con su creación. Así, en Camino a la perdición se ve que Paul Newman crea y empuja a crear a Tom Hanks; y éste a aquél, lo que convierte a este duelo de colosos de su oficio en un doble estallido: de generosidad y de talento.

Macabro

Y el magnífico muchacho que tira del hilo del relato; y el tremendo y tremendista mascarón de guiñol macabro ideado por Jude Law; y el vivo trenzado de los otros intérpretes, que engarzan sus personajes en un juego de reciprocidades que sólo puede proceder del tacto del director que trocea el continuo de la escena y luego reúne secuencialmente a los trozos. Y estamos de nuevo ante el inconfundible toque que se percibe en algunos filmes de directores teatrales -como Kazan o Mamoulian o Cukor- gracias al cual dos antagonistas, dos contrarios, hacen del choque de su disparidad una misteriosa forma de unidad, un encuentro mutuo, casi un inexplicable idilio.

Son, en efecto, magníficos los duelos aparentes -que en realidad son idilios interpretativos- de este filme, verdaderamente dirigido por Sam Mendes y prodigiosamente interpretado por Paul Newman, Tom Hanks, el resto del reparto y la sombra huidiza de una Jennifer Jason Leigh que sólo roza la pantalla, pero se queda pegada a ella, o instalada en ella, como ausencia. Porque de eso, de nada menos que eso, se trata: en los filmes de esta estirpe, dirigidos por hombres de teatro que han absorbido la médula del cine, el actor no sale nunca de escena, pues al salir de campo deja en campo la enigmática presencia de su invisibilidad. Y eso les ocurre aquí a Newman, a Hanks y a Jennifer Jason Leigh.

Cumbre emocional

La geometría temporal de este poderoso thriller lírico dibuja una secuencia de tempo lento, una especie sombría de adagio roto por súbitos calambres de violencia en el hilo de la la tensión dramática. Y son instantes de esta cumbre el silencioso crescendo emocional que orienta la escena del funeral; la alarma que suena silenciosamente por debajo la escena de los niños hablando en la cama a la luz de una linterna; la angulación del niño escondido en el coche y su turbadora visión, a través de una rendija, de la terrible escena del almacén, en la que descubre el verdadero oficio de su padre.

Y son rasgos de alta precisión formal los que despiden la poderosa fuerza plástica de la escena de las muertes bajo la lluvia; el largo y majestuoso choque entre Newman y Hanks; y el apasionante enlace, en contrapunto, entre la composición intantánea de Newman y la gradualidad con que Hanks da a conocer a su personaje, atrapado en una especie de oscura quietud animal que de pronto se abre a la luz; y el terrible choque, sometido a tensas dilaciones, entre Hanks y Jude Law; y la larga secuencia de la hospitalidad de los granjeros.

Estos y más momentos mayores -cine serio, adulto- dan empuje a este thriller fuera de norma, un bello relato del amor entre un padre y un hijo, y un oscuro y sangriento idilio entre dos viejos amigos que, sometido bruscos cambios de rumbo, a veces descoloca y sorprende, pero siempre atrapa, eleva, emociona y cautiva.

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