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Los escándalos financieros han perjudicado más la economía que el terrorismo

Enric González

Los atentados del 11 de septiembre supusieron un cataclismo para la economía de Estados Unidos. Los bancos no podían pagar cheques porque no había aviones para transportar dinero. El consumo se frenó en seco, con excepción de alimentos y productos de supervivencia. La Reserva Federal tuvo que inyectar 34.000 millones de dólares (unos 35.000 millones de euros) en el sistema financiero, por la vía de comprar deuda pública, y prestó 45.000 millones a los bancos, con papel moneda estadounidense aportado en gran parte por el Banco Central Europeo, el Banco de Inglaterra y el Banco de Canadá. Todo el mes de septiembre fue caótico. Pero las consecuencias del desastre, un año después, se revelan escasas. 'El problema de la economía estadounidense', dice William Dud-ley, economista jefe de Goldman Sachs, 'siguen siendo el estallido de la burbuja bursátil y la pérdida de confianza de los inversores'.

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Los costes directos de los atentados se estiman aproximadamente en unos 50.000 millones de dólares. 'Eso, en realidad, supone sólo un 0,2% del capital que estaba invertido en Bolsa en septiembre de 2001', indica Christopher Neely, economista de la Reserva Federal. El desplome bursátil que comenzó en 2000, en cambio, ha borrado de los balances empresariales y de los patrimonios familiares más de 200.000 millones de dólares. La economía de Estados Unidos renquea, pero no por el 11 de septiembre, sino por otras razones.

La caída de la confianza por miedo al terrorismo duró relativamente poco, apenas unas semanas. El país pareció hacer caso a su presidente, George W. Bush, cuando proclamó que gastar e invertir eran actos patrióticos: 'Mantener los proyectos, comprar lo que pensábamos comprar, es una forma de vencer a los terroristas', dijo. Ha resultado mucho más grave, a lo largo de este año, la crisis de confianza provocada por escándalos empresariales como los de Enron y WorldCom, grandes corporaciones que falseaban sus cuentas, y por el descubrimiento de algo que era un secreto a voces: los gurús de Wall Street no eran imparciales cuando recomendaban a sus clientes que compraran tal o cual valor, porque ellos, de forma directa o indirecta, se embolsaban una comisión.

'Mientras los inversores de a pie no recuperen la confianza en las bolsas, el mercado será volátil. La llamada Ley Sarbane (que establece penas de cárcel por el delito de falsedad documental) y el endurecimiento de los controles por la Comisión del Mercado de Valores ayudarán a reconstruir la fe perdida; será un proceso lento', admite William Dudley.

El milagro de la hiperpotencia durante los años noventa no fue, en realidad, tanto como se suponía. La productividad no aumentó un 4%, como indicaban las estadísticas de la Reserva Federal, sino un mucho más modesto 2,5%. 'La burbuja tecnológica lo distorsionaba todo, estadísticas incluidas', explica William Dudley. Y, con distorsión o sin ella, nunca fue nada del otro mundo: la productividad neta de los trabajadores alemanes o franceses es superior a la de los trabajadores estadounidenses; lo que ocurre es que estos últimos trabajan más horas, y sus jornadas, a la inversa que en Europa, aumentan año tras año desde finales de los setenta.

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El auténtico milagro de los noventa fue la capacidad de endeudamiento de los particulares. La deuda de familias y empresas subió 15,2 billones de dólares durante esa década, hasta alcanzar los 25 billones. Cada ciudadano, contando a los recién nacidos, carga con unos números rojos cercanos a los 100.000 dólares. Y la tendencia prosigue. 'Es cierto que los hogares deberían ahorrar más y endeudarse menos, pero es el consumo doméstico el que tira de la economía y, por el momento, la deuda no es insostenible', comenta el economista jefe de Goldman Sachs. 'Mientras los precios de las casas sigan subiendo o al menos se mantengan, y los tipos de interés permanezcan bajos, los estadounidenses podrán seguir refinanciando sus hipotecas y mantener su capacidad compradora', añade.

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