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LA CRÓNICA
Columna
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Yo no 'speak english'

Al ver la estafa que están sufriendo los alumnos de la academia de idiomas Opening y la situación de indefensión de sus desamparados profesores, y al escuchar la declaración del portavoz del Wall Street Institute ofreciendo sus servicios para paliar el desastre, recuerdo los meses en los que, hace unos años, intenté aprender inglés en una de estas academias. Como otros mortales, fui deslumbrado por una publicidad de la que, exagerando, podría decirse que ofrecía saber inglés a cambio de no dar golpe. Sin dudarlo, me presenté en el local del instituto de financiero renombre más cercano a mi casa, situado frente a un activo prostíbulo, y solicité información (en la academia, no en el prostíbulo). Que el curso fuera caro y el horario libre acabó por convencerme, así que, con la excitación del que sospecha que está a punto de cagarla, me dejé entrevistar. Tras un breve examen, la relaciones públicas de la academia determinó cuál era, según ella, mi nivel. Nivel, lo que se dice nivel, no es que tuviera demasiado, pero me animó comprobar que no estaba entre los peores. Mi pasado angloparlante era el siguiente: en la escuela y en el instituto, el inglés era una asignatura a la que no presté la debida atención. Primero tuve una profesora, tan simpática como alta, obsesionada en contarme la vida de unos hermanos incestuosos llamados Peter and Molly (se pasaban el día en la swimming pool) y, ya en el instituto, no aprendí gran cosa pero confraternicé con una profesora llamada Beverley con la que intercambié melancólicos poemas mientras nos mirábamos, yo intentando interpretar sus psicotrópicos ojos y ella dejándose camelar por mi arrebatadora mirada. Luego, mi carrera se vio truncada por mi mala cabeza. Acudí sin excesiva fe a las clases financiadas por la empresa en la que trabajaba y sólo practiqué el inglés como oyente en cines de versión original o en algún viaje, disimulando mi nulo dominio del idioma del modo más elegante: callando.

Al hilo del asunto de la academia Opening, recuerdos de un aspirante a anglohablante que fracasó en el intento, aunque obtuvo valiosa información sobre los 'pubs'

Pasaron los años. Ya con unos ingresos que me permitían cometer nuevos despilfarros, y viendo la expansión del Wall Street Institute, a la que luego siguió la de Opening, decidí sumarme a la legión de personas que creen que, acudiendo a esas academias, aprenderán mucho, deprisa y bien. Conservo un grato recuerdo de aquellas semanas, que conste. No aprendí nada, también es verdad, pero ya se sabe que en esta vida no se puede tener todo. El local era limpio; el personal, atento, y el funcionamiento de los cursos, adictivo. Entraba cuando me daba la gana, me sentaba ante un ordenador con micro, me ponía los auriculares (algo grasientos, dicho sea de paso) e, imitando el acento de Kenneth Branagh, empezaba a practicar ejercicios basados en unas historietas en las que un tipo despistado y mujeriego se veía envuelto en una delirante trama de mafiosos. Resultado: acabaron interesándome más las peripecias de aquel antihéroe que un idioma con demasiadas excepciones para tan pocas reglas. Luego, una vez en casa, tenía que completar unos ejercicios bastante simples poniendo cara de empollón y, después de un determinado número de lecciones, mantener una entrevista con un profesor de los llamados nativos. Eso era lo mejor. A solas o con otros alumnos, era examinado por unos profes muy competentes que, al cabo de cinco minutos, empezaban a contarme sus impresiones sobre la ciudad. Tuve dos, ambos prendados de Barcelona: él, de origen paquistaní; ella, irlandesa. El primero era enérgico y optimista y se mostraba interesado por la dualidad catalán / castellano. La segunda solía llegar con unas resacas tremendas que me permitieron acceder a información privilegiada sobre la ruta de pubs de la ciudad. Presumía de tener un novio español todo pasión, pero cuando regresó de unos días de calor navideño junto a su futura familia política, me pareció más triste, como si sufriera una sobredosis de villancicos.

Pero a lo que íbamos: estos profesores te corregían algunos errores y, sin apretarte demasiado las tuercas, montaban una conversation entre alumnos y luego te decían que eras estupendo y que siguieras adelante. Así, de prueba superada en prueba superada, finalicé un curso que me había costado más de 200.000 pesetas. Para perfeccionar todavía más mi evidente dominio del inglés, me recomendaron contratar un nuevo curso, pero mi ángel de la guarda acudió en forma de visita inesperada de un colega norteamericano. Una noche cené con él, que sólo habla inglés y, pese a las semanas que llevaba acudiendo a la academia y mis deseos de apabullarle con mi conversation, sólo pude preguntarle cuatro gilipolleces sobre su perro. La experiencia me confirmó que, pese al intento de la academia por facilitarme las cosas, no había aprendido nada, así que lo celebramos en uno de los pubs que me había recomendado mi profesora irlandesa brindando a la salud de un idioma sin tantas excepciones ni puñetas: el de las barras. A veces, sin embargo, echo de menos las peripecias de aquel antihéroe perseguido por mafiosos italo-británicos, y, cuando paso frente al local (que ya no alberga los cubículos con alumnos, sino una empresa), me pregunto cómo pude ser tan ingenuo al creer que podría aprender inglés sin hacer nada. Por cierto: así como la academia cerró sus oficinas, el prostíbulo sigue abierto.

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