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Columna
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Ardillas y bellotas

En efecto, mientras las bolsas se desploman, el precio de los pisos se dispara. Mal momento para ser un pequeño ahorrador. El ahorro es una virtud bastante mojigata, pero que cuenta a su favor con una cualidad innata de la naturaleza humana: el miedo al futuro. Todos los seres vivos tenemos un instinto, el de la supervivencia, más acendrado que cualquier otro. Por eso, así como las ardillas recogen bellotas para el invierno, nosotros contratamos planes de pensiones para el invierno de la vida. La diferencia es que, con el tiempo, las bellotas siguen ahí, mientras que los planes de pensiones últimamente se deprecian. A uno se le queda cara de tonto. Incluso preferiría ser ardilla.

Pienso en el tipo aquel que apareció en la Bolsa de Madrid el día en que salieron al mercado las acciones de Terra. ¿Se acuerdan? Iba vestido de traje, pero tocado con una gorra roja de visera, quizás en fiel demostración estética de su querencia por el capitalismo financiero (algo que uno siempre imagina fervientemente yanqui). El tipo era propietario de miles de acciones en valores tecnológicos y recogió los beneficios en cuestión de minutos, mientras mareas de pequeños ahorradores, de ardillas que temen el invierno, le compraban sus títulos valores como se compran sobrecitos de la suerte en las loterías de las barracas de verano. Las ardillas seducidas por los valores tecnológicos no saben ahora qué hacer con sus acciones, que valen menos que un cucurucho de bellotas (ni siquiera de castañas asadas).

La memoria me lleva ahora aún más lejos. Recuerdo al montaraz empresario Luis Olarra, aquel precursor de la política de mano dura aznariana, que hablaba de plantar cara a ETA cuando aún nadie lo hacía y que incluso propugnó para los empresarios medidas de autodefensa ante el embate terrorista. Pero si lo recuerdo es por razones muy distintas: aquel hombre representaba al empresario de otro tiempo, una raza hoy extinguida. Olarra había trabajado a lo largo de toda su vida con esa ciega fe de los que arriesgan su dinero en un proyecto empresarial y comprenden que ya no queda vuelta atrás. Un día, en televisión, le preguntaron qué haría si se viera con dieciocho años y tuviera que empezar a trabajar: 'Comprar un camión', respondió resueltamente, 'e ir a una contrata, o a una obra. No sé: buscar trabajo'.

Los emprendedores de hoy en día no conducen un camión, ni se ponen el buzo de trabajo hasta que pueden ampliar su plantilla. Los emprendedores de hoy en día reprueban la economía productiva y apuestan por la especulación, por la prestidigitación bursátil, por el correcto manejo de términos extraños: la volatilidad de los valores, la contabilidad creativa, la ingeniería financiera. A mí me parecen brujos más que empresarios. Empresario era mi tío, aquel que se manchó las manos de grasa en su taller durante muchos años.

Pienso en el tipo de la gorra roja con visera y me pregunto dónde está. Me pregunto a qué dedica sus esfuerzos, o si se esfuerza en algo. Me pregunto si leerá la prensa económica del día o si se limitará a reírse de nosotros mientras contempla la infinitud del mar desde una terraza con vistas. Porque, muy lejos de allí, las ardillas siguen trepando por los árboles, haciendo cuevas entre la hojarasca, conservando celosamente sus pequeñas bellotas en previsión de la llegada del invierno. Aún no se hallan lo suficientemente organizadas como para haber montado una sociedad de servicios, un sistema económico avanzado.

Un mercado de bellotas entre las ardillas tendría sin duda gran éxito. Personalmente, preferiría no ser de las ardillas que recogieran las bellotas. Eso es algo muy cansado. Me dedicaría más bien a operar en el mercado de bellotas, a gestionar las transacciones, en fin, a ser una de las ardillas con gorra roja de visera. Y a las ardillas recolectoras se les quedaría cara de tontas comprobando cómo al final, y sin poder explicarse muy bien la razón, todas las bellotas acababan en un almacén que no es el suyo.

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