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Opening

Hemos vivido esta última semana conmocionados por la información laboral relativa al asunto Opening. Ya saben: una red de academias de inglés que no puede afrontar una deuda de seis millones de euros y que amenaza con dejar en la calle a cientos de profesores y a miles de alumnos, estos con el agravante de que habían pedido préstamos a los bancos para pagar la matrícula y ahora tienen que devolverlos sin compensación docente alguna. Cuando escribo estas líneas parece que las negociaciones entre la empresa y los sindicatos van por buen camino y que la mediación de la Administración no ha sido ajena a ello. Me alegro, aunque no quisiera echar las campanas al vuelo: hasta que no lo veamos, no lo creeremos.

Pero si he traído a colación el asunto Opening es para hacerme una reflexión más general: ¿por qué ahora sí (lo cual es de estricta justicia) y otras veces no?

Más simple: hace unos meses se planteó el cierre de una empresa de galletas en Aguilar de Campoo y, pese a todo, los trabajadores salieron perdiendo; hace un tiempo también surgió un problema parecido en Lleida y el resultado fue igualmente negativo (aquí, además, se nos ha olvidado el nombre del pueblo y a qué se dedicaba la fábrica: no es de extrañar, pues siempre que pasa algo en el Este los medios ¿nacionales? lo tratan como de pasada).

Si lo de Opening hubiese ocurrido en agosto, lo entendería: a falta de otras noticias, hasta un conflicto laboral merece los titulares de periódicos e informativos. Pero no, ha sucedido en pleno fichaje de Ronaldo (ahí es nada, el Madrid, como si fuese el tío Sam, dándole un corte de mangas al Barça), con Batasuna recién ilegalizada y con la sección de Internacional aburriéndonos a todas horas con la enésima recreación del 11-S.

¿Por qué interesa Opening? Al fin y al cabo, los clientes estafados no constituyen nada raro en este país: ¿quién no conoce a alguien que pagó la entrada de un piso y luego se encontró con que el constructor había volado dejándole una hipoteca sobre el solar o, en el mejor de los casos, una chabola hecha con materiales de desecho que no resisten la primera gota fría?

Trabajadores en la calle, evaporados al calor de una sutil regulación de empleo, tampoco faltan, y en estos tiempos del mercado global todavía menos. Así pues, la razón debe hallarse en la índole peculiar de los trabajadores y de los clientes de Opening.

Siempre ha habido clientes peligrosos, a los que hay que cuidar, y trabajadores molestos, a los que hay que contentar. Te pueden tratar a patadas en la pescadería o en los grandes almacenes, pero el asesor bursátil es seguro que te invita a hundirte en un sillón mullido y te propone tomar un cafecito. También se ha cuidado a según qué trabajadores: todos los gobiernos han dispensado un trato exquisito a los militares (aunque no siempre les pagasen bien) y no es extraño que se tienten la ropa antes de incomodar a según qué empresarios. Pero los trabajadores de Opening no dejan de ser profesores y los clientes, alumnos.

Pues vaya.

Nadie diría que los profesores encierran algún peligro para el sistema. Hubo tiempos mejores, desde luego: Primo de Rivera desterró a Unamuno y el franquismo expedientó a Aranguren, a Tovar y a Tierno. Mas todo esto pertenece a la prehistoria: sabiamente funcionariados todos, y una vez convencidos de que nuestra misión en la vida es escribir artículos que no lee nadie y dar clases que no nos creemos ni nosotros mismos, poco hay que temer de los profesores. En cuanto a los alumnos, lejos están las manifestaciones en demanda de libertades: ahora, a lo que parece, sólo se manifiestan para que no se reduzca el horario nocturno de los bares o para que quiten la selectividad. Que nadie espere nada de las facultades.

Pero Opening es otra cosa. En Opening enseñaban inglés, la llave para acceder a muchas profesiones y para enterarse, vía Internet, de lo que pasa en el mundo. Y aquí ya veo un peligro o pienso que lo ve el sistema. ¿Qué puede pasar si todos estos docentes y discentes de inglés se cabrean? A lo mejor comparan nuestros baremos de bienestar con los de otros países que conocen bien (al fin y al cabo están acostumbrados a viajar y suelen entablar relaciones reales o virtuales con gente de todo el mundo)? O, peor aún, tal vez les dé por leer la letra pequeña de las grandes reuniones internacionales. Por poner un ejemplo. Podría suceder que no se quedasen con la versión televisiva que nos han dado de la cumbre de Johannesburgo (recuerden: la pitada a Colin Powell y a los EEUU contaminantes).

Podría suceder que se hubieran asomado al contenido de las sesiones particulares. Mal asunto: resulta que allí se denuncia el derroche del agua para usos lúdico-crematísticos (digamos campos de golf en la Costa Blanca), la destrucción de los ecosistemas por una edificación desenfrenada (más o menos como en la Punta), la emisión desordenada de gases contaminantes (al estilo de las azulejeras de Onda), etc.

La información es el poder, nos dicen. Lo que no se suele contar es que la apariencia de información, suministrada por tantas tertulias superficiales y noticiarios televisivos de piñón fijo, no sólo no nos hace poderosos, sino que nos adocena irremediablemente. Pero manejarse bien en algún idioma ya es otra cosa. En esta época tan rara, un acceso ilimitado a la red (y ello no sólo tiene que ver con el tipo de tarifa) hace a sus usuarios tan molestos y peligrosos como antaño a los que sabían leer. Por eso arrecian las ofensivas para controlar el invento, por la misma razón por la que antes se quemaban libros. Aunque también es verdad que en España los políglotas son una minoría, de forma que, a lo peor, toda la movida de Opening se queda en nada. Así nos va.

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