Luz piadosa de Vermeer
He aquí un libro que puede musitarse como una oración. Su autor, Carlos Pujol (Barcelona, 1936), es un 'hombre de letras' que no ha dejado era por trillar: novelista, poeta, ensayista, autor de aforismos, traductor. Él ha dado carta de naturaleza en castellano a escritores con los que podría formarse una pequeña antología de la poesía occidental. La tarea vicaria del traductor, al servicio de otra sensibilidad ante la que debe replegarse la suya propia, oscila entre el camaleonismo de quien se acomoda obligadamente a lo ajeno y el franciscanismo de quien se integra fraternalmente en ello. Este último es el caso de Pujol en La pared amarilla, que tiene algo de traducción aun sin serlo, pues pone en palabras el mundo pictórico de Vermeer, a quien rinde un tributo mayor que el de la admiración: el de la comprensión honda.
LA PARED AMARILLA
Carlos Pujol Pre-Textos. Valencia, 2002 52 páginas. 7,21 euros
Y conste que no es fácil comprender a un pintor cuyo enigma parece no tener causa: su misterio es un misterio, si vale el exceso tautológico, pues no se basa en la abstracción formal, ni en el esoterismo temático, ni en los secretos de taller. Lejos de los monólogos más teatrales que dramáticos de tantos herederos de Cernuda, estos poemas transparentes son monólogos casi siempre del pintor, cuyo silencio expresivo y espiritualidad los libran de todo viso de afectación y aparatosidad escenográfica. Frente a las alegorías iconográficas al modo de Cesare Ripa, los temas de Vermeer son de sustancia costumbrista y nos conciernen por su cercanía. Pero esa contigüidad de cosa propia tiene una proyección metafísica: lo que está aquí, a la mano, nos empuja a avanzar hacia no sabemos dónde. Los versos del libro, heptasílabos y endecasílabos sin rima, tamizan la luz pobre de Delft, la ciudad en que pasó el pintor su vida y desde la que acaso soñaría con la radiante Italia. Avaros de lujos y apagados de metáforas, los poemas recrean la armonía doméstica, el tamo que acaricia los objetos usaderos, la blancura de la leche cuando se vierte del jarro, las tareas diarias que requieren 'diligencia común, / rudimentos de amor, mano incansable', como coser, leer, hornear. Comulgando con esa realidad ha podido el poeta poner ante los ojos el milagro de docilidad consistente en asumir la 'repetición de cosas cotidianas. / Viajar, poco o nada, no salirse / de este mismo horizonte de tejados, / huertos, plazas, callejas, / murallas y canales'.
Decía atrás que Vermeer es un misterio; un misterio gozoso, que acecha en los motivos más anodinos: 'A esa joven que duerme / delante de la mesa, / ¿la ha vencido el cansancio o la embriaguez? / ¿O se abandona a la desolación / de cuitas amorosas?'. En vano se esperará una respuesta, porque estos poemas sacramentales no descubren el misterio. Más, mucho más que eso: lo revelan.
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