Una verdad sin realidad
Extraña suerte la de Juan Ramón Jiménez (Moguer, Huelva, 1881-San Juan de Puerto Rico, 1958). Por un lado, ha sido siempre un poeta indiscutible, por otro, no habrá habido en el siglo XX un poeta tan discutido como él. El primero es un autor popular, leído y releído, conocido como padre de Platero y yo y como Nobel de Literatura de 1956 y reconocido como autor de un puñado de poemas tan personales que parecen anónimos: '... Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros / Cantando'; 'No la toques ya más, / que así es la rosa'; '¡Intelijencia, dame / el nombre esacto de las cosas!' (con su particular ortografía). El segundo ha visto cómo su magisterio en la poesía española, indiscutible para la generación del 27, pasaba, en la posguerra a ser ejercido por Antonio Machado y, más tarde, por Luis Cernuda. Culminada la travesía del desierto que supuso el descrédito interesado del simbolismo en una época de socialrealismo y lo injustos retratos que lo calificaban de 'señorito de casino de pueblo', Juan Ramón Jiménez ha vuelto a ser leído sin prejuicios hasta ocupar de nuevo un lugar de referencia. Fruto de esas relecturas es la continua recuperación de sus libros y, en cierto sentido, esta antología que Antonio Colinas ha preparado teniendo en cuenta ¡más de 50 poemarios!
Antología poética
Juan Ramón Jiménez. Prólogo y selección de Antonio Colinas. Alianza. Madrid, 2002. 402 páginas. 8 euros.
En su ajustada introducción, Colinas repasa con claridad y rigor las etapas que atravesó una poesía que 'vino, primero, pura' para ir vistiéndose luego de ropajes que la hicieron 'odiosa'. Una poesía que, finalmente, terminó desnudándose de nuevo hasta culminar en una alta síntesis de sentimiento y razón. Es este poeta final el que goza hoy de mayor crédito. Curiosamente, es el primero el que ocupa más páginas en esta antología. Se tiene así en cuenta la extensión de cada una de las etapas de una obra que se inició con un romanticismo elegiaco y algo tenebroso, pasó por un sentimentalismo exacerbado, lánguido y zumbón ('en el lago de sangre de mi alma doliente, / del jardín melancólico de mi alma llorante...'), se dulcificó sin endulzarse a la altura de Arias tristes (1902), dio un cambio de rumbo en 1917 con Diario de un poeta recién casado y culminó en cuatro libros finales más ambiciosos y más contenidos.
En su viaje hacia la unidad primigenia, hacia 'los horizontes desnudos de la idea', Juan Ramón Jiménez alcanzó alturas poco habituales en la poesía moderna. Y es en esas mismas alturas donde, a veces, el lector corre el riesgo de perderse. De ahí que en ocasiones se agradezcan los asideros que ofrece un poema como Primavera 63 ('el sauce y el almendro / que vimos esta tarde en Kenwood, / allí estarán pasando su belleza / esta noche de primavera viva, / sin verse el uno al otro, / sin ellos mismos verse/ sin saber estos nombres que les damos...') o, sin salir de un libro como Una colina meridiana (1942-1950), Distinto ('lo querían matar / los iguales / porque era distinto. // Si veis un pájaro distinto, / tiradlo; / si veis un monte distino, / caedlo / si veis un camino distinto / cortadlo...').
El 17 de enero de 1916, Juan Ramón escribe en el citado Diario unos versos reveladores: '¡qué cerca ya del alma / lo que está tan inmensamente lejos / de las manos aún! (...) ¡Oh, qué dulce, qué dulce / verdad sin realidad aún, qué dulce!'. Sin dejar de admirar una poesía que es grande, uno querría en ocasiones que su verdad no fuera tan sin realidad, tan sin manos. En Espacio, un poema que es todo un hito, se dice: 'Contar, cantar, llorar, vivir acaso'. Pues eso, la vida acaso.
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