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Reportaje:ARQUITECTURA

Peatones en la Zona Cero

Vaya con cuidado el peatón. Durante el verano la Dirección General de Tráfico se ha dirigido a los peatones con una campaña publicitaria que les recuerda su fragilidad. Al margen de los derechos que le otorgue la norma, el peatón es el elemento más vulnerable del tráfico, y debe extremar las precauciones: 'La primera norma de circulación del peatón es el sentido común'. Ese caveat pedes realista y escéptico es un resumen taquigráfico del momento del mundo: los peatones de la historia deben andar con cuidado. Aun agrupados en multitud, los sujetos individuales se antojan tan inermes como los cuerpos dóciles y desnudos que aglomeran las fotos-acontecimiento de Spencer Tunik, donde la piel a la intemperie es un emblema de nuestro desvalimiento biológico y social.

El caudal de solidaridad suscitado por los atentados se ha desvanecido como una catedral de humo
La arquitectura ofrece todavía pocos signos de esa mudanza mental que muchos anticipan o desean

El trauma del 11 de septiembre dibujaba un interrogante esquemático en la conciencia occidental: ¿por qué nos odian? Pero la violencia elemental de la pregunta contiene un mensaje que no ha sido recibido. El talante cultural en el imperio oscila hoy entre la celebración de 'los héroes' uniformados, un filón sentimental en el que se ha refugiado la intelligentsia izquierdista, encabezada por los Tim Robbins y Susan Sarandon que homenajean a los bomberos en The Guys; el patriotismo optimista y elegiaco del Bruce Springsteen de The Rising; y el chauvinismo country, iracundo y agresivo de Toby Keith, que ha llevado sus himnos xenófobos -producidos por Dreamworks, la firma de Spielberg- a la cabecera de las listas de ventas. La conciencia de vulnerabilidad engendrada por el 11-S ha quizá promovido la solidaridad, el sexo o el alcohol, pero no ha suscitado el examen de conciencia que reclaman críticos como Noam Chomsky desde los márgenes extremos del sistema. Acaso sólo los escándalos económicos, como ya pronosticara Paul Krugman con ocasión del fraude de Enron, sean al cabo capaces de sacudir la indulgencia autosatisfecha de Estados Unidos, un gigante sordo que aún no acepta que el mundo se gobierne tanto con las armas como con la reputación.

En su modestia ancilar, la arquitectura ofrece todavía pocos signos de esa mudanza mental que muchos anticipan o desean. La reconstrucción de la Zona Cero, que podía haber sido un formidable laboratorio de ideas, se escindió de inmediato entre las propuestas teóricas y oníricas del medio centenar de arquitectos convocados por la galería Max Protetch para una exposición que después de mostrarse en Nueva York y Washington viajará a la Bienal de Venecia, y los seis proyectos pragmáticos e inmobiliarios sometidos a refrendo público y finalmente descartados por los promotores, convocándose un concurso que se fallará en diciembre. En las propuestas artísticas de la exposición, ideas sin hechos: reputación sin armas; en los proyectos técnicos de la promotora, hechos sin ideas: armas sin reputación. ¿Se cruzarán estos dos mundos en el concurso internacional que ahora se inicia? No parece fácil; de entrada, los 200.000 dólares de la cuota de inscripción garantizan una asistencia selecta: en esta partida de póquer entrarán pocos jugadores, y es poco verosímil imaginar a los profetas desarmados de la exposición haciendo oír su voz en el debate real de la promoción sin la ayuda de un patrocinador.

Por lo demás, el malestar contemporáneo de la arquitectura y sus dilemas genuinos se localizan en terrenos diferentes a los de la reparación del orgullo americano o la reconstrucción del tejido de Manhattan. Si los vacíos de la America Deserta sirvieron para ilustrar el 'There is no there there' ('no hay ahí ahí') de Gertrude Stein, el hueco congestionado de la Zona Cero es una perversa materialización del 'rien n'aura eu lieu que le lieu' ('nada habrá tenido lugar más que el lugar') de Mallarmé: una lírica ontológica que se adhiere como una epidermis simbólica a ese lugar que pugna por desprenderse de su temporalidad ominosa, y que la retórica más vacua -de las torres de luz de artistas y arquitectos a la réplica coronada por atrios luminosos propuesta por Salman Rushdie- imagina como remedos fantasmales; pero una poética metafísica que linda también con la prosaica corrupción de la construcción por el espectáculo y de la duración por el acontecimiento.

Tres siglos y medio después de

la paz de Westfalia, que funda el orden político internacional tras la carnicería de las guerras religiosas, el único principio que rige el presente es el derecho a la intervención preventiva de un poder imperial más amparado en el espectro de la 'justicia infinita' que en el de la 'paz perpetua'; casi seis décadas después de los acuerdos de Bretton Woods, que establecieron las estructuras económicas con las que se reconstruye el paisaje de ruinas dejado por la II Guerra Mundial, las instituciones reguladoras del capitalismo muestran su hipocresía o su impotencia ante un sistema herido en su médula cordial de confianza; y diez años después de la cumbre de Río, que se propuso como un punto de inflexión en el proceso de deterioro del planeta, la degradación ambiental y sanitaria progresa con la implacable imperturbabilidad que está constatándose en el balance desolador de Johanesburgo. El niño hambriento de Irak, el ahorrador desvalijado de Argentina o la seropositiva de Zambia son todos ellos peatones atropellados por las catástrofes políticas, económicas y epidemiológicas de un mundo en crisis: no tanto collateral damage de la recomposición, sino víctimas necesarias de la descomposición.

Transcurrido un año, el caudal de solidaridad y emoción suscitado por los atentados del 11-S se ha desvanecido como una catedral de humo, y Europa siente que el Atlántico se ensancha; pero sus reticencias frente al imperio son sólo mohínes de disgusto de una vieja sociedad que se sabe incubadora de totalitarismos. Europeos y estadounidenses son cómplices en la construcción de un sistema que centrifuga la pobreza a la periferia, acentuando las desigualdades materiales, educativas y sanitarias. La Política Agraria Común europea o el Farm Bill norteamericano estrangulan la virtualidad campesina del Tercer Mundo, generando tantos flujos migratorios como torrentes de resentimiento. El Otro de hace un año era el musulmán, secuestrado por el fundamentalismo religioso como resultado de su fracaso en la modernización secular, y donde sólo el cinismo rescataba a los príncipes saudíes del petróleo de su protagonismo en el 'eje del mal'. El Otro de hoy es el pobre, el esclavo primitivo, deforme y subhumano que se subleva engañado, ignorante y manso ante la expropiación de su universo insular, carne de patera y plantación que las fronteras filtran con eficacia decreciente. La amenaza del talibán se ha tornado en el temor a Calibán.

Los descontentos de la arquitectura han contemplado el 11-S como un hecho pavoroso de filiación heideggeriana, un acto decisivo que golpea la tecnología y el americanismo en su sede espiritual y material. Pero en la medida en que la república se ha transformado en imperio y la res-pública es ya la res-total, el desafío a la globalización no es un desafío al totalitarismo moderno sino a la totalidad civilizada: fuera del imperio no hay sino bárbaros, Calibanes que deben someterse o exterminarse. Cabe pensar que este tiempo que vivimos como aurora sea en realidad un ocaso; pero la luz indecisa del tránsito sólo puede animar a los peatones de la arquitectura y de la historia a extremar la atención.

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