¡Corre!
El cuarto de estar se llamaba así porque era la única habitación de la casa que te recibía a deshoras. El dormitorio era para dormir; la cocina, para comer (a veces para calentarse); el cuarto de baño, para evacuar consultas, y el pasillo, para ir de un lado a otro de uno mismo. El cuarto de estar servía, pues, para estar, aunque no para quedarse. Al contrario, era la habitación de la que había que huir si uno quería madurar, crecer, ser alguien. Conozco gente que permaneció en él más tiempo del debido, y se quedó atrapada para siempre. Tenían los sillones de ese cuarto una materia pegajosa (de la que curiosamente están hechas también las pesadillas de la siesta), que te impedía salir a la vida, a la calle, a la realidad, al mundo. Y no es que el cuarto de estar no fuera real, al contrario, es de las cosas más reales que uno ha visto en su vida. Pero se trataba de una realidad excesiva, como la de la pintura flamenca. De ahí que fuera simultáneamente un sitio de acogida y una trampa.
Solían quedarse atrapados en él los hijos de las viudas que, con el tiempo, parecía que se habían casado con su madre. Entrabas en el cuarto de estar de uno de estos raros matrimonios y te daban para merendar un vino dulce con galletas revenidas o húmedas. El hijo -ahora marido- parecía mayor que la madre e iba y venía de la cocina haciendo recados. Lo prudente era permanecer de pie durante la visita, pues toda la habitación estaba recorrida por hilos invisibles que te ataban a las sillas. A veces, para que el hijo se casase con la madre, ni siquiera era necesario que hubiera muerto el padre: conocí más de un caso en los que el padre continuaba vivo y coleando (es un decir, lo de coleando), aunque en forma de vegetal, mientras la madre y el hijo devenían en un matrimonio rancio.
Ahora ya no hay cuartos de estar, hay salones, pero los matrimonios entre mamá y el niño continúan vigentes. En el salón, que suele tener dos ambientes, hay más espacio para respirar. En la actualidad, los hijos se van más tarde porque el salón engaña, aunque al final su atmósfera mata tanto como el infiernillo de carbón, que entonces se colocaba debajo de la mesa camilla. Si cuando leas estas líneas aún respiras, sal corriendo, chaval. Y suerte.
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