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Tribuna
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¿Auge del terrorismo global?

Fernando Reinares

Desde aquel fatídico 11 de septiembre, entre los ciudadanos y las élites políticas de los países con elevados niveles de desarrollo socioeconómico se ha generalizado el convencimiento de que existe un terrorismo de alcance global verdaderamente capaz de amenazar el mantenimiento de la seguridad internacional, el pacífico entendimiento entre civilizaciones y la continuidad misma de los regímenes democráticos. Los asombrosos atentados ocurridos hace ahora un año constituyeron en sí mismos un exponente de ese terrorismo global. Fueron deliberadamente diseñados y perpetrados tomando como referencia a variadas audiencias de la sociedad mundial en su conjunto. La difusión tanto de modelos similares de articulación organizativa como de pautas semejantes de victimización entre grupos terroristas localizados en muy distintos escenarios políticos y ámbitos geográficos resulta asimismo reveladora de esa tendencia a la globalización del terrorismo.

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Pero el indicador más evidente de la aparición de un terrorismo global reside en el hecho de que se asienta sobre una red extendida desde el sureste asiático hasta Norteamérica, desde las riberas mediterráneas hasta la zona trifronteriza del Cono Sur latinoamericano. Al Qaeda, un complejo entramado terrorista internacional, dispone de tres mil miembros procedentes en su mayoría de países árabes y un número indeterminado, pero bastante más elevado, de correligionarios dispuestos a ser movilizados ocasionalmente. Mantiene ligámenes con numerosos grupos armados, a muchos de los cuales ha conseguido de hecho absorber y está infiltrada en una quinta parte del total de las asociaciones islámicas conocidas, incluyendo partidos políticos confesionales y organizaciones no gubernamentales que se presentan como entidades caritativas. Se encuentra establecida en al menos setenta y cuatro países de todo el mundo, tanto en territorios de abundante población musulmana, donde cuenta con campos de entrenamiento y otras infraestructuras logísticas, como entre comunidades islámicas de inmigrantes, que son utilizadas para recabar apoyos y recursos.

Transcurridos 12 meses desde que ocurrieran los actos de megaterrorismo contra las Torres Gemelas del World Trade Center y las dependencias del Pentágono, la cantidad de víctimas mortales entonces causada, sin precedentes por lo que respecta a ese tipo de acciones de violencia llevadas a cabo por actores no estatales desde el final de los años sesenta, así como la tendencia al incremento en la letalidad del terrorismo internacional que se venía observando desde el inicio de los noventa, permiten anticipar nuevos incidentes de similar o mayor magnitud. Incluso hacen temer el recurso a armas de destrucción masiva por parte de quienes instigaron y ejecutaron aquellos catastróficos hechos. Voluntad para ello la hay, al amparo de un integrismo islámico colmado de sentimientos de ira y desesperación que oportunamente explotan sus líderes, pero en todo caso carente de inhibiciones morales para el asesinato masivo de quienes no se sometan a los preceptos de ese credo religioso, considerado por sus devotos como superior a cualquier otra observancia. Al Qaeda emula con tal fin el repertorio de terrorismo que practicaron desde finales de los sesenta hasta los años ochenta una serie de organizaciones seculares palestinas, pero hace del mismo no ya un uso táctico, sino antes bien estratégico, destinado a quebrar la confianza colectiva y el común sentido de orden institucional en que descansan las sociedades abiertas.

En este sentido, cabe poner de manifiesto que, desde el final de la guerra fría, la evolución del terrorismo internacional parece acomodarse a lo argumentado en la conocida hipótesis de un choque entre civilizaciones. Por una parte, los incidentes en que los terroristas y los blancos de su violencia proceden de civilizaciones diferentes superan, durante la década de los noventa y al contrario de lo ocurrido en los dos decenios precedentes, a aquellos en los cuales tanto agresores como víctimas pertenecen a la misma. Por otra parte, la gran mayoría de quienes han perpetrado esos atentados son individuos o grupos de origen islámico, mientras que los blancos principales vienen siendo personas e intereses adscritos al ámbito occidental, incluso si consideramos a los objetivos israelíes en una categoría separada. Cabría preguntarse si esta pauta, junto a los recurrentes asaltos de organizaciones xenófobas y racistas contra colectivos de inmigrantes musulmanes que acontecen en distintos países europeos, acciones de violencia que por cierto reclaman un tratamiento político y jurídico correspondiente al de los hechos terroristas, es ya el reflejo de una situación de conflicto manifiesto entre civilizaciones o anticipan el potencial de desarrollo que tiene dicho antagonismo.

Respecto a los medios para llevar a cabo aquellos propósitos fundamentalistas de expandir el credo islámico a costa del odiado mundo occidental sabemos que Al Qaeda, cuya capacidad para infligir daño sigue en buena medida intacta, mantiene a la mayoría de su directorio en activo y durante el último decenio procuró entrenamiento a más de diez mil activistas propios y de grupos asociados. Recientemente, dicha red terrorista internacional ha combinado el acopio y la sofisticación de arsenales convencionales con la experimentación en armas químicas y también bacteriológicas, cuya utilización limitada resulta previsible por su idoneidad para alimentar estados mentales de ansiedad y miedo. Es asimismo verosímil el recurso a atentados con elementos radiactivos susceptibles de contaminar de manera prolongada extensas zonas habitadas. Aunque lo que suscita especial inquietud está relacionado con un dato proporcionado por la Agencia Internacional de Energía Atómica: en torno a mil toneladas de uranio altamente enriquecido y de plutonio carecen actualmente de salvaguardias. Además, esta misma entidad especializada ha detectado que el tráfico ilícito de elementos radiactivos o nucleares se ha duplicado desde la descomposición del otrora imperio soviético. Osama Bin Laden ha intentado repetidamente, desde 1993, hacerse con esa clase de materiales y adquirir el conocimiento técnico que permita transformarlos en artefactos mortíferos.

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Ahora bien, tras el éxito de los atentados ejecutados en Nueva York y las cercanías de Washington, es posible que los actuales maquinadores del terrorismo global opten por continuar gestionando en su beneficio el ambiente de miedo inducido desde entonces y no decidan repetir acciones tan excepcionalmente destructivas y espectaculares, ya sea mediante armas convencionales o dispositivos no convencionales, hasta que consideren suficientemente atenuado el impacto de aquellos dramáticos sucesos. Se estima que ese lapso de tiempo es de entre dos y tres años. Que entonces lleguen a conseguirlo es bastante probable. Sin embargo, la aplicación de un enfoque multilateral y a la vez multifuncional con el que afrontar un fenómeno que cruza fronteras físicas, pero impone rígidas demarcaciones culturales, bien diferente por tanto de cualquier modelo basado en iniciativas unilaterales que se centran en operaciones militares no exentas de efectos contraproducentes y con las cuales se debilita, pero no destruye la actual urdimbre del terrorismo global, puede sin duda resultar extraordinariamente eficaz en tareas preventivas de contención y decisiva para impedir que esa red transnacionalizada de fundamentalistas religiosos desencadene una espiral de violencia capaz de precipitarnos en el caos.

Fernando Reinares es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos y experto del Terrorism Prevention Branch, de Naciones Unidas.

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