Un vuelo emocionante
Hay una suave -silenciosa y subterránea, pero muy pegadiza, de ésas que engancha y predispone a hacer saltar una buena y consoladora lágrima- cadencia crepuscular en esta delicada, dulce y nada tristona, sino llena de vitalidad y de humor, historia del idilio, o de los idilios, de una preciosa niña que ha crecido en Nueva York y que, en el borde de la frontera sin vuelta atrás de la adolescencia, acude a las primeras llamadas del amor, que la convocan y la rodean durante una breve estancia, en medio de la guerra civil española, en la casa solariega materna.
No es El viaje de Carol una película de guerra, es otra cosa, aunque en su marco nos lleguen ecos y comportamientos, algunos siniestros, de aquella guerra. Es el relato -cruel y tierno, con alguna vibración mágica, algún destello de horror y dos o tres brotes duros y súbitos de negrura histórica- del paso lleno de cautelas de una edad a otra y de la busca, por una niña que comienza a sentir que se hace mujer, de las raíces de una identidad que asoma, aún sin hacer del todo. Es la historia de un tránsito, de una mutación, el delicado dibujo del momento de esplendor de una vida que crece e inicia un primer recorrido sentimental sobre el territorio inexplorado de sus raíces.
EL VIAJE DE CAROL
Director: Imanol Uribe. Intérpretes: Clara Lago, Juan José Ballesta, Álvaro de Luna, María Barranco, Rosa María Sardá, Carmelo Gómez, Lucina Gil, Daniel Retuerto y Andrés de la Cruz. Género: drama, España, 2002. Duración: 104 minutos.
Hay elegancia, hay buen gusto, hay inteligencia y olfato novelesco, de buena estirpe melodramática, en el bien trenzado y muy bonito y bien construido guión de Ángel García Roldán e Imanol Uribe, que pone en marcha un dispositivo sumamente claro y eficaz en el choque, el cruce y la definición de los personajes del pueblo-escena que escoltan la aventura íntima de la niña.
Luego, como mandan los cánones, se adueña de la escena esa magnífica y bellísima niña, Clara Lago, que transmite con verdad los primeros indicios del paso veloz y sin vuelta atrás del tiempo. Y hay gracia, verdad, y generosidad, y oficio a raudales, en las composiciones sólidas, tiernas y amistosas de Rosa María Sardá, Álvaro de Luna, María Barranco -que obviamente son gente que se come la cámara con sólo mirarla- y un buen reparto coral, del que salta a la memoria y en ella se queda campando a sus anchas, el rostro y los ademanes inconfundibles del muchacho Juan José Ballesta, a quien hace un par de años todos conocimos muy de cerca en el golpe entre los ojos de El bola.
Sigue Ballesta siendo un chiquillo con la mirada recta, directa como un proyectil, dotado de gran expresividad y fuerza fotogénica, que vuelve ahora a darnos un nuevo golpe de alerta con el precioso personaje que da la réplica directa -junto a su idealizado e invisible padre, un aviador norteamericano alistado en el ejército de la República- a la niña protagonista y que, poco a poco, se va haciendo, de la mano con ella, dueño de las idas y venidas de la congoja lírica y de la capacidad de contagio sentimental de la pantalla creada con tacto, sabiduría y transparencia por Imanol Uribe.
Babelia
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