Esperando el aniversario
Un amigo de Los Ángeles se puso furioso conmigo cuando le comenté por teléfono que la mayoría de los neoyorquinos que conocía esperaban huir del bombardeo de los medios de comunicación durante el primer aniversario del 11-S. 'Vosotros los de Nueva York no sabéis lo que os pasó; seguís conmocionados'. Bueno, es posible que en Los Ángeles estén más enterados que nosotros los de Nueva York de lo que pasó aquí (y probablemente hayan adquirido todos los derechos para las películas). Puede que la actual vitalidad de la ciudad les parezca insensible a los de fuera, pero nos han inundado con repeticiones en los medios de comunicación del 11-S. Para la mayoría de nosotros, o sea, para los que no sufrimos la insuperable tragedia de pérdidas directas, las horrorosas imágenes y el terror inmediato de aquel día han remitido. Todavía no estamos preparados para que nos reabran esas heridas. Hasta ahora no he revivido mentalmente aquella mañana en la que, en un nanosegundo, todos los escenarios simulados sobre Nueva York, incluso King Kong, quedaron reducidos a polvo, en el momento en que las Torres Gemelas se vinieron abajo llevándose a 3.000 personas con ellas a un infierno abrasador y dejando un cráter lunar.
Para la mayoría, las imágenes y el terror han remitido. No estamos preparados para que nos reabran las heridas
Ayer releí lo que escribí para EL PAÍS aquel día y ésta es mi breve crónica sobre lo que sucedió posteriormente a la gente que mencioné en él. El prometido de la profesora de mi nieto, sobre cuya desaparición informé, estaba entre los que fallecieron cuando se desplomaron las Torres Gemelas. Los niños estaban en clase cuando, en el caos inmediato de la mañana, su profesora recibió la noticia de que su prometido había desaparecido. La vieron (sic) gritar. Mi nieto, con el sentido de la aventura brabucón típico de un niño de ocho años, anunció jadeando a sus padres, cuando la familia se reunió por primera vez aquella tarde: 'Hemos sobrevivido'. Después de un permiso de un mes, su profesora volvió al colegio. Creo que hubo una pequeña ceremonia. Mi nieto dice que es su profesora favorita. Estos días no menciona nunca el 11-S. Su madre, mi hija María, asistente social en un psiquiátrico, cruzaba con sus pacientes externos el puente de la calle 59 cuando escribí sobre ella por última vez. Afortunadamente, María es una caminante excepcional. Ella y los demás miembros de la plantilla tuvieron que hacer muchos viajes de ida y vuelta por los puentes de Manhattan para asegurarse de que sus asustados pacientes llegaban a casa. Ya no veo a María con la frecuencia de costumbre, porque su hospital ha seguido estando saturado de pacientes a lo largo de todo el año.
Luego estuvieron las citas que hubo que cancelar, las cosas que no llegaron a suceder, o que transcurrieron mal por culpa del 11-S. En mi artículo de EL PAÍS señalé que no pude contactar con mi amigo el artista Larry Rivers, al que se suponía que tenía que llevar (o más apropiadamente, arrastrar) a un chequeo médico completo el día 12. Había pedido la cita a pesar de las reservas de Larry, porque me parecía que no estaba bien del todo. Pero el día 11 Larry estaba en Southampton. Los teléfonos no funcionaban, las carreteras hacia Nueva York estaban bloqueadas y los hospitales tenían prioridades más urgentes. Durante el verano, cuando Larry murió de un cáncer (murió el 15 de agosto) que había metastatizado antes de que se lo diagnosticaran a finales de primavera, no hacía más que preguntarme: ¿habrían sido las cosas diferentes si hubiera mantenido esa cita? La semana pasada, tenía la mente puesta en Larry. Estaba en un teatro del East Village, no muy lejos de las Torres Gemelas. Actuaba Sarah Silverstein, una cómica mordaz y demasiado incorrecta políticamente para la televisión, que llevaba puesto el uniforme de Nueva York: pantalones negros ajustados, una raquítica blusa negra y nada de maquillaje. El teatro estaba abarrotado de neoyorquinos que la aclamaban estridentemente. Pensé en la vez en que Larry y yo nos presentamos en el Ritz de Madrid después de visitar El Prado. Él llevaba uno de sus estrafalarios atuendos del East Village y el hotel se negó a dejar que nos sentáramos en el bar. Susurré al jefe de camareros que provocarían un incidente internacional (no lo habrían provocado) si prohibían a uno de los artistas más famosos de Estados Unidos entrar en el Ritz después de visitar El Prado. El jefe de camareros no parecía convencido: Larry no encajaba con su idea del aspecto que debía tener un artista famoso. Pero éramos estadounidenses. Llegamos a un compromiso. Nos sentó en una sección por lo general reservada a los niños y nos sirvió té. El punto fuerte de Nueva York no es el buen gusto. Aunque los medios de comunicación y los políticos nos den la lata todo el día, a nosotros no nos van esas celebraciones conmemorativas que tan bien se les dan a los británicos, con sus grandes sombreros. Hasta el momento no he sido informada de ninguna ceremonia oficial relacionada con el 11-S.
Barbara Probst Solomon es escritora y periodista estadounidense.
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