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Columna
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Fiesta mayor

Del verano que hemos dejado atrás quedan el reencuentro con Madrid y algún grato recuerdo que se irá difuminando. Salimos hacia la costa expulsados por los grandes calores, dispuestos a llevar una transitoria vida apacible y pueblerina. Lo más cateto que encontramos es a otros madrileños, como nosotros, dispuestos a dejarse asombrar por las cosas que ya no hacemos. En la mitad de agosto suelen celebrarse las fiestas importantes en muchos lugares. Una de las ceremonias supervivientes es la misa y la posterior procesión cívico-religiosa, a cuya cabeza va el alcalde, sin distinción de color político. Propicio a revivir antigua memoria, en el pueblecito original que me acoge estos últimos años quise participar escrupulosamente en su fiesta mayor. Temprano, me instalé en la pequeña iglesia, que cuenta con bancadas-reclinatorio para cien personas, ocupada en buena parte por los más avisados o piadosos. Una entrañable imaginería tiene acogida entre las paredes. Mayor que el tamaño natural, Santiago Matamoros reclama un buen espacio en el lateral derecho de los fieles. Va jinete en caballo piafante que parece sacado de un tiovivo. La coraza que le resguarda el pecho está autodecorada con la cruz de su orden caballeresca. Le nimba la cabeza una corona de metal que parece un radar rudimentario de película sobre alienígenas. La mano derecha embraza una lanza rematada en cruz, que dirige sobre la figura lastimosa de un mahometano cuya diestra se alza la mano en el vano intento de esquivar la jabalina que pretende hincarle el santo.

Dos o tres niñas se afanan cerca del altar. Ya no encuentran monaguillos, o no se fían de ello para la colecta posterior. El párroco, con pantalones oscuros y un polo de manga corta, sale de vez en cuando a echar un vistazo sobre la parroquia que, un cuarto de hora antes del mediodía, casi llena la sede. Resaltan sobre los blancos muros otras figuraciones: una virgen de buen tamaño, un San José con el Niño -buena muestra del reparto de funciones en el hogar-. De menor envergadura, la efigie de San Roque, patrón de la comarca. No sé si el atuendo corresponde al siglo en que vivió, pero lo encontré elegante.

Antes de comenzar, la iglesia está repleta. Calculo un 10% de hombres, algunos llegados solos. Las mujeres han prescindido del velo hace tiempo y la mayoría lleva los brazos al aire, con vestidos veraniegos. Me contaron que, en otra época, un intolerante clérigo apostrofó a cierta parroquiana imputándole la venialidad de ir sin medias. Era la primera feligresa que las llevó sin costura en el entorno, lo que ignoraba el furibundo pastor.

Misa mayor. Tres sacerdotes la concelebran mayestáticamente. Arriba, el coro intervenía con acierto y armonía, alternando los kiries con los aleluyas, en román paladino. Estamos en el Principado y, con puntualidad, han llegado los gaiteros, diez o doce, con dos o tres tambores, que esperan en la inmediata explanada. En el momento cumbre de la eucaristía suena pausado y solemne el himno de Asturias. Curioso y emocionante que un viejo cantar de borrachos sea escuchado con unción, en tal momento, salido del fuelle de la gaita y el redoblar severo del tamboril. Nos vamos en paz y a poco las tres campanas desatan un alborozado repique, mientras se organiza el cortejo y en andas sacan a los santos. Ediles y munícipes lo acompañan. Detrás de los oficiantes, el poder civil, vestido de traje gris antracita, con chaleco y corbata, tributo al peso de la púrpura, desfilando, laicos y respetuosos, tras las bamboleantes imágenes. Un fino orbayu se suma al ceremonial, charolando la hierba y las frondosas matas de hortensias que brotan en los arcenes de la carretera.

Colmado el recorrido por el pequeño pueblo, la romería, afamada en toda la región, culmina su rito secular. El esperado recital folclórico de los gaiteros vino apagado por el abrumador estrépito de una banda contratada para las fiestas, que cumple escrupulosamente con el cometido de que casi todo el territorio les escuche, de valle a valle, a través de los altavoces.

Fiesta mayor que se repite en la mayoría de los pueblos de España, allá en las tierras verdes como en las nuestras, castellanas, cada vez más hospitalarias.

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