De repente sin verano
Al paso que vamos, que viene a ser ninguno, pronto desaparecerán los hábitos estacionales y la irresponsabilidad de unas vacaciones de agosto convertidas en rácanas vísperas de septiembre
Un maestro
De vuelta a casa destripo el equipaje en una noche de domingo, suena en la radio la voz pensada y mensurada de Castilla del Pino, una entrevista que le hace una chica sin gracia. Escucho mientras pongo una lavadora y recuerdo que a ese minucioso relojero de la mente le conocí en calzoncillos en los primeros setenta, porque vino por aquí a dar una charla sobre la culpa ante un auditorio de señoras más o menos de media tarde y después le acompañé al hotel y allí se cambió de ropa y percibí, como diría Paul Valery sobre otro asunto, el tiempo de un seno desnudo entre dos camisas. Cenamos ese día, y desde entonces, y ya hace tanto tiempo cariñoso, nos vemos o nos escribimos, y escuchar su voz en una radio a finales de verano es como el suceso imprevisto que clausura sin remedio las vacaciones más húmedas desde hace muchos años.
Misionero Camps
Resulta inquietante que tantos foráneos con ambición elijan esta tierra como escenario de misión en tránsito hacia otros designios. No es raro que Zaplana haya recalado por ahora en el ministerio madrileño de Trabajo, por ver de dar un palo al agua, pero ése se debe a que su misión verdadera no se correspondía para nada con el pintoresco emblema de su aspecto. Caso distinto es el del ciudadano Camps. Nunca un candidato de oficio sin oficio había suscitado la tétrica impresión de incorporar un cilicio permanente a la fúnebre manifestación de su conducta. Nada que ver con el risueño desahogo de cazurro provinciano de Escrivá de Balaguer. El lugar del candidato Camps -una estampa en la que siempre se echará de menos el cirio de penitente-, y su cabeza, está en otra parte, quién sabe si en ese hemisferio de estupor donde sus indecisiones de invitado se cruzan con la decisión ya decidida de los que deciden lo decisivo.
Otra vez el teatro
Al final de cada verano siempre sobrecoge un tanto la inminencia de una nueva temporada de teatro. No es ya que la mayoría de espectáculos que se estrenan se hagan por hacer algo o llevados sus autores de la rutina del oficio, que eso sería, a fin de cuentas, problema ajeno. Para el espectador sensible, nada mas atroz que su resuelta intromisión en una intimidad fingida cuando aquello carece de veracidad y no se sabe dónde demonios mirar para escapar a la vergüenza. El cine, pese a lo que afirman los adictos al estructuralismo a la francesa, tiene la enorme ventaja de que la pantalla jamás pierde el tiempo mirando a sus espectadores. En el teatro has de mirar siempre a la altura de los ojos del escenario, por lo común para ver actores prescindibles que parlotean sin verdad con la voz muy impostada. Rara vez el encuentro es necesario, pero entonces -justo es decirlo- el goce es infinito.
El turista occidental
Hace un cuarto de siglo, y ya es bastante tiempo, que el sociólogo Josep-Vicent Marqués -un respeto- advirtió que un modelo turístico resuelto a vender como reclamo las maravillas del entorno natural no podía dedicarse a destrozarlo para acomodar a millones de pernoctadores estacionales. Tal vez no tuvo en cuenta que a los obreros británicos que asolan las costas alicantinas en verano el paisaje se la trae floja, siempre que dispongan de cerveza, discoteca y playa. En cualquier caso, como parece natural, se ha impuesto el modelo turístico para extranjeros ocasionales. Quince días de verano no hacen daño, pero no se puede volver a Altea sin que te sacuda la nostalgia, Alcossebre es una disparatada copia de la industria azulejera, las villas de Benicàssim cedieron su espacio a bloques de apartamentos vacíos. El turisteo se larga a destrozar otros paraísos y las telarañas harán su agosto en los baños sin agua alicatados hasta el techo.
Alegres y combativos
La situación en Euskadi es más atroz que la de España entera bajo el franquismo, porque a fin de cuentas aquella constante represión era selectiva y no andaba poniendo bombas en las playas con bañistas, aunque alguna vez se les cayeran desde el aire. Pero ni siquiera esa clase de accidentes tenía el aura asesina de la deliberación en sus propósitos. Más allá de la solvencia de los autos dictados por el juez Garzón, nadie puede andar poniendo bombas por ahí contando con, al menos, la complicidad de un partido político creado para propagar esa obediencia. No se ilegalizan, por vía penal, ideas ni silencios sino colaboraciones necesarias. ETA y Batasuna no son la misma cosa, es cierto, pero son cómplices en el terror que unos ejecutan y otros secundan. Cuesta creer que los votantes de Batasuna apoyan el bombardeo de playas de verano, porque cuesta entender que miles de personas se presten a un horror ajeno a los límites y al futuro.
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