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Columna
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Brújula moral

Ya saben lo que opino de la violencia terrorista. En todas sus formas, bajo cualquiera de sus caretas, me repugna, como a la inmensa mayoría de nosotros; y además la considero sencillamente negadora, incompatible con la parte humana de lo humano. Ya saben lo que pienso del matiz: que es sinónimo de libertad desmenuzada, de deletreo democrático esencial. No insistiré, por lo tanto, en ello. En lo que sí quiero insistir es en el agua.

El agua es necesaria, imprescindible a la vida. Pero en riada es capaz de llevarse -lo hemos visto estos días- todo, seres y enseres, por delante. Es justo, pues, temerla y tratar de protegerse contra ella. Como justa me parece también la preocupación de que el agua imprescindible de la lucha contra el terrorismo se desborde, y acabe (a)negando los sutiles cimientos -que son vulnerables, porque por definición se sitúan debajo de la línea del suelo- de la convivencia democrática plural, es decir, la exquisita biodiversidad del pensamiento libre.

Vivimos tiempos políticos torrenciales. Y tiempos de políticos desbordados, arrasadores, inundantes. Que tratan, como Bush, de llevarse por delante, a golpe de misil o de miedo o de hambre, la disidencia ajena; que confunden mediática y cínicamente su versión con la verdad; la fuerza bruta con la legitimidad moral; que buscan de ese modo no sólo derrotar sino degradar a los oponentes, representados única y exclusivamente como enemigos. Aznar tiene menos misiles que Bush y una flor ciudadana con muchos más pétalos ideológicos y muchas más espinas. Pero comparte con el presidente americano la misma pretensión de encarnar todo el bien y toda la verdad, de ocupar en exclusiva el altillo -que no hay altura en un uso tan parcial y excluyente- de mirar moralmente el mundo, de juzgarlo.

Ahora, conforme a su regla de tres -que es de uno solo-, quienes no apoyan la ilegalización de Batasuna, y/o cuestionan la oportunidad y la compatibilidad democráticas de un instrumento de la envergadura y la contundencia ejecutiva de la Ley de Partidos no sólo están políticamente equivocados sino que, además, están democráticamente descalificados, y además son éticamente despreciables. Esa prepotencia moral de Aznar -y sus acólitos- me parece indignante e indigna. Y enemiga de la democracia por la vía del arrase, de la inundación de su estructura más fundamental que es el respeto verdadero del otro.

La coherencia jurídica de la ilegalización de Batasuna de acuerdo con la Ley de Partidos la determinarán los jueces del Supremo. La coherencia política de esa ley y esa iniciativa me parece cuestionable. El que los partidos que son mayoritarios en Euskadi hayan votado en contra debería abrir puntos de interrogación y de preocupación; y encender más de una luz de alerta. La sociedad vasca está dolida, ansiosa, triste, atemorizada, herida, harta; pero, aunque tiene todas esas fisuras, no está facturada. Todavía. Tratar de que no se cumpla este adverbio, mediante la búsqueda de la horizontalidad de los consensos, me parece un modo legítimo de alcanzar, o mejor, de descubrir la paz. Por el contrario, alentar ese cumplimiento, una barbaridad democrática, política y ética.

En cuanto al listón de la coherencia moral, Aznar debería saber que es móvil, como en los saltos de altura; y que hay que ponerlo al nivel de la lucha antiterrorista, naturalmente, pero también de las pateras, y de los contratos basura, y del sexismo, y de la violencia doméstica; y de los subsidios de desempleo, y de la corrupción, y del desarrollo sostenible en el mundo. Que todo eso dibuja el retrato político y moral de una persona y de un gobierno. Y termino, proponiéndole la brújula ética de estas meditaciones de Marco Aurelio, el emperador romano que antes que poderoso quiso ser sabio desde el poder, a pesar del poder: 'Cuánto tiempo libre gana quien no mira lo que dice, hace o piensa el vecino, y sólo se preocupa de que sus propios actos sean justos y buenos'. 'Ya no discutas más qué es un hombre bueno: sé uno'.

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