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LA CRÓNICA
Columna
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Semana de pronósticos

Mañana empieza una semana de pronósticos. Con cada nuevo curso se disparan, además de las buenas intenciones, la necesidad de apostar por formas de futuro mediáticamente rentables. Pronosticar que habrá guerra, por ejemplo, no requiere de una gran intuición, y dado que el Barça es una caja de sorpresas, mejor no meneallo y centrarse en algo tan inofensivo como la literatura. En la línea de salida, centenares de libros aspiran a situarse en el pelotón de cabeza, mientras los lectores tomamos posiciones y nos vamos encariñando de ciertos nombres. En Francia, Jean-Philippe Toussaint saca nuevo libro, Faire l'amour, y sería fantástico que fuera un éxito. Aquí saldrán a puñados. A estas alturas, sin embargo, se puede pronosticar que, en catalán, será polémico el panfleto de Joan Lluís Lluís contra los franceses (Conversa amb el meu gos sobre França i els francesos, Ed. La Magrana) y que, en castellano, se hablará mucho y bien de Los juegos feroces (Ed. Mondadori), la nueva novela de Francisco Casavella.

'Rentrée' literaria. Francisco Casavella publica este mes 'Los juegos feroces', una historia de bajos fondos de la Barcelona de 1971

Ninguno de los dos está todavía en las librerías, pero lo estarán el 16 de septiembre. Los juegos feroces es la primera entrega de una obra ciclópea de la que estas 300 páginas sólo son la punta de un iceberg que tiene 1.200 y que lleva el título de El día del watusi. Sinopsis: el 15 de agosto de 1971, un par de chavales que viven en la ladera de Montjuïc se ven envueltos en un pollo delictivo en el que se entrecruzan putas, muertos, candidatos a serlo, yonquis, chivatos y otros desamparados más o menos proclives a tomarse la justicia por su mano. Hay acción, sexo, mala leche y humor y, para evitar que le cuelguen la engorrosa llufa de la influencia de rigor, la editorial ha tenido la idea de asignarle a Casavella (Barcelona, 1963) 'resonancias con la mitología barcelonesa de Juan Marsé'. El mundo que retrata, cimentado por un argumento que quizá sea lo de menos, tiene mucho de esa épica y picaresca de la uralita que tan pocas manifestaciones literarias ha producido (en la planta de antecesores está Candel; en la de coetáneos, Guillem Martínez, forense de los valores de barriada, cuyas mejores autopsias están recogidas en su libro de crónicas Grandes éxitos). Casavella, en cambio, no recurre al periodismo, sino que se embarca en una tragicomedia de enredos de mafiosos de poca monta en un paisaje sin más glamour que la mugre moral y que, para resultar verosímil en una posible adaptación al cine, debería ser rodada por un híbrido entre Scorsese y Berlanga. Es un libro ambicioso y, por tanto, no debería tener problemas con la crítica, que suele valorar muchísimo las largas distancias, sobre todo cuando los que corren el riesgo de deshidratarse y sufrir un patatús son otros.

Cosas que podrían decirse de Los juegos feroces con sólo leerla: que te quedas con ganas de leer más (en los próximos meses saldrán los dos volúmenes siguientes, Viento y joyas y El idioma imposible). Que, de un modo tangencial, da pistas sobre por qué los barrios se convirtieron en barriadas, las barriadas en periferia, la periferia en suburbio, el suburbio en extrarradio y el extrarradio en tumor extirpado al caos porciolista para gloria del área metropolitana. Que cumple los requisitos de la Teoría de las Cuatro E que, hace poco, me contó una de las agentes literarias más atractivas de esta ciudad: Épica más Estética más Ética igual a Éxito. Que recupera un sentido atrevido de la adjetivación que, a ratos, roza el estupendismo bien entendido (en según qué ambientes, el punteo vacilón de un guitarrista o la capacidad para la corrida por banda de un jugador de billar pueden salvarte la vida, así que un respeto por los alardes). Que, mostrando las tripas de una pandilla de pringaos contando su historia con espiral obstinación, se habla de la verdad concebida no como sucesión de realidades incontrovertibles, sino como la versión consensuada de unos hechos que nunca ocurrieron y por los que no pagaron justos por pecadores porque todos eran pecadores (los culpables se libraron de comerse un marrón gracias a la pedrea, pésimamente repartida, de la amnesia). Metáfora del fracaso colectivo, pues, y, al mismo tiempo, narración lineal de un día en la biografía de un pobre chaval que vivirá, es un decir, para contarlo. Y, más allá de la duda sobre si ciertos giros lingüísticos corresponden a la época, está el inconfundible aire de aquella Barcelona de agosto de 1971, con su olor a basura, su pegajoso calor, su roña tridimensional, su presagio de diluvio, su franquismo nostrat, sus radios emitiendo en onda media aquel Manda rosas a Sandra... Una ciudad asfixiada entre la espada de la montaña de los ricos y la pared de la montaña de los pobres, recorrida por bandas de gamberros que provocaban el pánico en su territorio (ni siquiera Javier Pérez Andújar podrá con este censo de la delincuencia, who is who de la aristocracia mangui) y que ahora resucitan en forma de buena ficción. Quizá porque nunca creyeron en la reencarnación, entre otras cosas porque un cadáver flotando en las pestilentes aguas del puerto bajo una lluvia torrencial no alcanza la categoría de mito, pero sí la de material para una sólida leyenda urbana, una aventi de lujo para comprender el mundo, un juego tan feroz como lo pintan.

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