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Columna
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Lo bueno

Hay cuestiones en las que se supone una especie de acuerdo general, un consenso nacido de la experiencia y el sentido común. Se supone que todos aceptamos la excelencia probada del ejercicio físico y la alimentación equilibrada; se supone, echándole más hilo a la cometa, que conducir un coche de 200 caballos puede ser mucho más peligroso que guiar un modesto utilitario (aunque también se pueda uno estampar contra un poste en un utilitario); se supone que el veraneo en el norte, lejos de los hirvientes termiteros del sur, es la opción del turista inteligente, del viajero que sabe lo que es bueno. Todo eso (y unos cuantos millones de cosas más) se suponen en este perro mundo. Lo que se sabe, en cambio, a ciencia cierta, es que los hechos no se compadecen con las suposiciones de carácter benéfico.

En cuanto se presenta la ocasión o una buena escalera mecánica huímos del ejercicio como de la peste, y lo mismo sucede con la alimentación frugal (cualquier excusa es buena para entregarnos a la gula patriótica o internacionalista). El turismo en el norte, por su parte, será maravilloso, pero sus defensores cruzan Despeñaperros cada verano en ordenada reata. Pasa lo mismo con la moderación en la política: se supone que es buena y deseable. Pero la forma más segura de ascender dentro de un partido es levantar la voz, cacarear consignas y lanzar soflamas.

Sabemos lo que es bueno, pero a la vista está que no nos interesa aplicarnos el cuento. Lo acabamos de ver tras el fallecimiento de Chillida. Se ha destacado como corresponde la importancia de su obra, pero de lo que más se ha hablado, y con más encendida admiración, es de la calidad humana, de la intensa y extensa bondad de un hombre conocido como Eduardo Chillida. Miserables insignes y algún que otro canalla acreditado han glosado estos días la bondad del artista. ¿Por qué no le plagiaron levemente? Si ser bueno es tan bueno, ¿por qué abundan tan poco los aficionados a ejercer la bondad, aunque sea de modo amateur? Los pedazos de pan no se comen una rosca en la vida. Como decía Orwell, los seres humanos quieren ser buenos, pero no demasiado buenos, y no todo el tiempo.

Ni el poder ni el dinero ni la sangre son nada, pese a todo, ante la aristocracia de la bondad y de la inteligencia. Su unión, como en el caso de Chillida, es un raro y feliz espectáculo. No hay ningún otro signo de superioridad en esta especie de antropoides furiosos. No hay más que ver una película de Tarantino (la última nos anuncia una ensalada marinada de muertos) para corroborar la estúpida fascinación de la violencia. Los malos son de risa. Lo malo es que ser bueno tampoco es tan sencillo. Lo difícil es hacer bien el bien. Es relativamente fácil, sin embargo, encontrarse con lo que Saiz de Oiza denominaba 'malhechores del bien'. Esta gente, con ropaje talar o civil, tiene mucho peligro. Con una religión o un reglamento nos pueden apañar. En este caso, y sin que sirva de precedente, uno prefiere a los malvados con inteligencia y sentido común.

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