¿Catástrofes naturales?
Adiós. Nos abandonó, se ha ido dejándonos la miel en los labios y los trajes de baño en el aparador. Ni las golondrinas tuvieron que darse Nivea. El verano se ha esfumado dejándonos incluso inundaciones para que no nos sintamos al margen de Europa. ¡Oh témporas, o soles! Quizás hayamos triplicado en agosto los días de sol porque en julio sólo hizo uno, pero vaya consuelo, deberían devolvernos el billete.
Se ha ido mentiroso el verano para dejarnos en su lugar más incertidumbre. O la ilegalización de Batasuna, que viene a ser lo mismo. El catastrofismo imperante, por no decir el partido gobernante, augura lo peor; es decir, un retorno a la clandestinidad, una mayor radicalización y oleadas de victimismo. Lo dicen para que la gente se lo crea, pero ¿hay base?
Puede que con la ilegalización los fanáticos tiendan a fanatizarse más, pero resulta difícil
La continua baja de Batasuna en las elecciones y el aumento en su seno de quienes veían con malos ojos la violencia significaban, como reconoce hasta Arzalluz, el rechazo creciente a ETA por parte de una militancia que no acababa de creerse del todo que dependieran tanto de la organización terrorista.
Si Garzón consigue probar en un juicio que Batasuna y ETA no son más que dos caras de lo mismo, como parece ha hecho en las diligencias previas, y si aceptan eso quienes hasta ahora tachaban cada actuación suya de garzonada, es decir, de humo mediático, es más que probable que quienes dentro de Batasuna no se resignaban a creer en la tiranía de ETA, acaben por recapacitar y rompan con ella aprovechando la disolución, aunque sea temporal, de una organización que ejercía un férreo control sobre sus personas.
Porque Batasuna era ante todo una red de complicidades, un tejido comunitarista del que era muy difícil salirse por propia voluntad no sólo a causa de la presión que ejercía el grupo, sino porque significaba todo un programa de vida para el militante. Una vez acabadas las constricciones, al menos las que se ejercían a través de miles de actos que necesitaban de una infraestructura estable y bien dotada económicamente, ¿quién se quedará? Puede que los fanáticos tiendan a fanatizarse más, pero resulta difícil porque, para quienes lo eran, Batasuna no constituía más que una fachada de aparente respetabilidad. Todo sin mencionar los problemas logísticos que ocasionaría el pronóstico de miles de militantes pasando a la clandestinidad. Con menos dinero y peor capacidad de movimiento no se ve cómo pueda ocurrir algo parecido. Habrá, por el contrario, mucho sálvese quién pueda entre los paniaguados y clientes de la ex organización.
Además, el posibilismo no se aviene bien con la aventura. Quien ha tenido poder, y mucho, sobre todo en los pueblos, quien ha contado con ayudas económicas, ya sea directas ya para diferentes proyectos que tenían por último fin la derrota del Estado de Derecho, quien ha dispuesto en definitiva de medios muy vastos y amparados por la ley para organizar, movilizar, formar y controlar, no puede resignarse a echar la persiana.
Lo ha dicho Arnaldo Otegi. Primero llamó a convertir cada sede en Stalingrado; ahora reivindica un hueco para la izquierda abertzale. Y quien no quiera ver ahí el deseo de volver a contar con una plataforma legal está ciego. Otra cosa es que puedan montarla. Sea como fuere, da la impresión de que se está acabando una época.
El carlismo decimonónico se está viniendo abajo como el muro de Berlín. De ahí los nervios nacionalistas. El diputado González de Txabarri ha gritado: 'Batasuna ya no existe políticamente porque hace tiempo que no tienen ninguna autonomía. Batasuna está al tic-tac de ETA. Este es un convencimiento moral pero ahora se pretende llevar esto a las carpetas y a las verdades judiciales'. Pues si se puede y se consigue, ¿dónde está el mal? ¿No habrá pánico, no a que luego ilegalicen al PNV, como están diciendo con mala fe, sino a que la desaparición de los últimos carlistas arrastre consigo la caída de unas ideas de otra época?
El imaginario sentimental y romántico que late detrás de lo que sólo debería ser política, es decir, gestión, sufre mucho cuando desaparece quien encarna en grado máximo tales ideales. Es la típica relación de amor-odio propia de quien no se resigna a ser autónomo.
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