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EE UU: una oposición sin convicción

En noviembre se celebrarán elecciones para toda la Cámara de Representantes y una tercera parte del Senado de Estados Unidos y para importantes cargos de gobernador (California, Massachusetts, Michigan y Nueva York). La economía está en recesión; la renta, estancada; el paro, en alza. Las pruebas de delitos de fraude, con un coste devastador para empleados y accionistas, proliferan en las esferas más altas del capitalismo estadounidense. La carrera del presidente y el vicepresidente como empresarios da pie a que se les formulen una serie de reproches, o incluso abre el camino para un procesamiento. La mitad de la nación ha sufrido pérdidas en sus cuentas de acciones de interés variable y duda de su capacidad para pagar la universidad de sus hijos o para jubilarse decentemente. La desconfianza y el pesimismo han sustituido al optimismo de los noventa.

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La guerra en Afganistán y Pakistán está en un callejón sin salida. Puede que el apoyo del presidente a Israel aleje de los demócratas los votos judíos de California y Nueva York, pero anima la intransigencia y la violencia sin fin de Sharon en Tierra Santa. La obsesión de Bush en derrocar a Sadam Husein está clara. Lo que no está tan claro es si puede saciarla sin hacer que el mundo pague un precio terrible. Nuestros almirantes y generales han expresado sus dudas. Las repetidas predicciones del Gobierno sobre nuevos atentados contra EE UU dan a entender que no puede cumplir con su deber primordial: proteger a los ciudadanos. Desde luego, no puede proteger a la Constitución y a nuestras libertades, que se propone limitar.

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Los demócratas, como partido de las libertades civiles, el internacionalismo y el Estado de bienestar, deberían aspirar a ampliar su actual mayoría por un escaño en el Senado y recuperar el Congreso, donde los republicanos tienen ahora una estrecha ventaja de seis escaños. Los sondeos de opinión dan a entender que podría producirse un avance de los demócratas. Sin embargo, el partido está dividido respecto a la política económica y acobardado en política exterior. Las iglesias, los defensores del medio ambiente, los sindicatos, los grupos de mujeres y la sociedad civil en general se muestran cada vez más críticos con Bush. Sin embargo, no existe un amplio movimiento de oposición en la sociedad. Prevalece un malhumor irritable y quejumbroso, que es nuestra versión de la despolitización aguda de las democracias occidentales. Los líderes políticos capaces de convencer a los ciudadanos de que hay soluciones públicas para sus problemas particulares podrían recuperar algo de nuestro civismo perdido. En las últimas elecciones a mitad de mandato (1998), sólo participó un 40% de los votantes. Sin embargo, antes de que los líderes convenzan al electorado de sus ideas, tienen que convencerse a sí mismos, y ahí es donde los demócratas están divididos y a la deriva.

El senador Lieberman dio las gracias a Gore -en la reciente reunión de los demócratas proempresa del Consejo de Líderes Demócratas- por haberle hecho candidato a la vicepresidencia y le criticó por haber recurrido a los temas de la redistribución en la campaña de 2000. Lieberman, un fiel portavoz de las grandes empresas de seguros de su Estado, es inmune a esta acusación. Gore le respondió defendiendo su inclinación por proteger a la gente de los poderosos depredadores empresariales. Tal vez fuera un acto de piedad filial (su padre estuvo en el Senado con Johnson y Kennedy); nadie sabe si lo dice en serio.

Los demócratas, que se enfrentan a la recesión, están muy poco dispuestos a proponer programas amplios de inversión social (en nuevas escuelas, o trenes y transporte público, o en la salud de la nación). Los congresistas demócratas, apoyados por republicanos ansiosos, han empezado a regular, aunque dubitatibamente, las empresas. No han pedido que haya representación de los empleados y de la opinión pública en las juntas directivas de las grandes empresas, que siguen teniendo libertad para despedir a miles de personas de la noche a la mañana, y para devastar ciudades y Estados enteros suspendiendo sus operaciones sin previo aviso. Muchos congresistas demócratas se han unido a los republicanos para dar amplios poderes negociadores al presidente en las cuestiones comerciales. Es una capitulación ante la globalización capitalista suavizada sólo ligeramente por las concesiones republicanas para aumentar las subvenciones a los parados.

De hecho, Clinton y su secretario del Tesoro Rubin, eran defensores entusiastas de la expansión financiera y tecnológica de los noventa, gran parte de la cual era una burbuja especulativa, o sencillamente fraudulenta. Puede que las tan cacareadas mejoras en la productividad se hayan debido a la explotación o a la contabilidad creativa: los trabajadores hicieron muchas horas no declaradas y no pagadas. La expansión demócrata de los noventa trajo rentas más altas para muchos, pero dejó a la nación todavía relativamente infradesarrollada en educación, sanidad y transporte. Muchos congresistas demócratas (y sobre todo el propio Clinton) aceptaron dinero para sus campañas electorales de las empresas a las que ahora critican sin el más mínimo pudor. El mejor Congreso que el dinero puede comprar sigue siendo sólidamente bipartidista. Los demócratas son incapaces de utilizar la crisis actual de confianza pública en el capital para proponer un modelo social de desarrollo capitalista. Desesperados por encontrar algo que decir, critican a los republicanos por aumentar el déficit federal, haciendo que sus propias teorías económicas resulten de lo más empobrecidas intelectualmente. Ahora podemos ver que la simpatía hacia los ciudadanos de a pie que Clinton repetía compulsivamente, su solidaridad con aquellos que 'jugaban siguiendo las normas', no iba acompañada de un esfuerzo serio por reescribir esas normas. Al fin y al cabo, su incrementalismo precavido no estaba tan alejado del 'conservadurismo compasivo' de Bush.

Los sindicatos dirigidos por John Sweeney son defensores enérgicos de un planteamiento de la política económica y social que aspire a modernizar los legados del New Deal y la Gran Sociedad. Los grupos del Congreso que representan a los negros, los defensores del medio ambiente, los inmigrantes hispanos, los ancianos y las mujeres, persiguen intereses que son concretos, pero que podrían incluirse en un nuevo proyecto reformista. Las principales coaliciones reformistas dentro del partido (el Caucus Progresista del Congreso -85 miembros de una Cámara compuesta de 435 miembros- y la Campaña por el Futuro de Estados Unidos -que representa a cerca de un centenar de asociaciones no gubernamentales-) luchan cada día por mantener vivo el legado demócrata.

Entretanto, los pensadores vanguardistas del partido esperan, contra toda esperanza, poder liberar los recuerdos reprimidos del radicalismo de la nación.

En política exterior, los demócratas sufren la misma ausencia de energías e ideas. Critican al presidente por su rechazo al Tratado de Kyoto y por su tratamiento grotescamente selectivo de los derechos humanos (los regímenes de Indonesia, Pakistán, Uzbekistán, ahora son hijos de la luz y no de las tinieblas). Tienen menos que decir respecto al intento de destruir la Corte Penal Internacional, sobre el cinismo de los nuevos acuerdos con China y Rusia y los nuevos preparativos para la guerra nuclear. Por encima de todo, se han mostrado extremadamente temerosos a la hora de cuestionar los planes para atacar Irak.

Los demócratas están paralizados por el pensamiento de que puedan parecer poco patrióticos, o cobardes (frases empleadas invariablemente por guerreros de despacho a los que no perturba la experiencia militar). Ahora, después de que algunos republicanos como el ex asesor de Seguridad Nacional, el general Scowcroft, han manifestado sus reservas, el presidente demócrata del Comité de Defensa del Senado, el senador Levin, ha preguntado en voz alta si no sería más inteligente seguir 'conteniendo' a Sadam Husein. Todavía queda por ver si algún demócrata más intentará usar esta estrecha salida.

La opinión pública acepta pasivamente que Irak es un peligro, pero una tercera parte de los ciudadanos son incapaces de decir por qué. Existe la oportunidad de intentar seriamente contener a Bush, si los demócratas estuvieran dispuestos a hacerlo. Tal vez las objeciones de Fischer y Schröder, y la impaciencia creciente de los británicos con la docilidad de Blair, harán que las cosas cambien. Entretanto, es imposible decir si el apoyo del Gobierno de Aznar ha evocado paroxismos de gratitud. La opinión pública estadounidense no se ha percatado.

Una de la razones de las reticencias demócratas es clara. Una buena parte de la financiación del partido, y sus votos en Los Ángeles y Nueva York, proceden de la comunidad judía. Muchos judíos están asqueados de la brutalidad de Sharon y la caída de Israel en el colonialismo y el racismo. Sus voces se ven dominadas por las del organizado lobby israelí, con simpatizantes en el Gobierno de Bush y en el Congreso. El alineamiento con Israel, que acogería con satisfacción una guerra contra Irak, bloquea toda una variedad de iniciativas para alcanzar una política exterior alternativa. Este lobby ha reducido todas las cuestiones a una: si redunda en beneficio de los intereses de Israel, según la definición de su actual Gobierno. Los recursos humanos e intelectuales para un auténtico internacionalismo existen en las organizaciones no gubernamentales, las universidades, y en la propia burocracia. Mirándolo retrospectivamente, Clinton se parece ahora (absurdamente) a Franklin Roosevelt. Los antiguos aislacionistas, transformados en los nuevos unilateralistas, han movilizado al lobby israelí para anticiparse a las críticas demócratas. Los demócratas son incapaces de recordarse a sí mismos -y a la nación- que a lo que más se parece la actual preocupación con Irak es a la fijación nacional con Vietnam.

El lobby israelí también perjudica al partido internamente. Los judíos estadounidenses están perdiendo lo que era un compromiso bíblico con la reforma social. El lobby de Israel ha atacado a los congresistas negros que simpatizan con los palestinos. Las desavenencias cada vez mayores dentro del partido podrían ser muy destructivas. Sería absurdo atribuir todos los males de los demócratas a esta causa. Después de todo, la Tercera Vía de Blair y Clinton llevó a la bancarrota intelectual a los partidos socialistas europeos que no tenían votantes judíos. (Y el partido europeo con la mayor participación judía, el francés, se ha mostrado relativamente inflexible con la mala interpretación sistemática que hace la Tercera Vía de la sociedad contemporánea).

Pueden suceder muchas cosas desde ahora hasta las elecciones del 7 de noviembre. La campaña se centra en 15 disputados escaños en el Senado y 40 escaños en la Cámara de Representantes. Cuanto más nacional sea la campaña de los demócratas, más oportunidades tendrán de unir a los fragmentados grupos de interés del partido. Una alternativa coherente a la antipolítica sistemática tan hábilmente propagada por Bush podría movilizar a votantes que se muestran recalcitrantes. Sin embargo, las divisiones del partido son muy profundas, al menos tan profundas como las que existen entre los demócratas y los republicanos. Es posible que para las elecciones presidenciales de 2004 el actual sistema político esté en un avanzado estado de desintegración. Bush será el candidato republicano (a menos que un importante desastre en Oriente Próximo lleve a los republicanos a abandonarle, lo cual es una posibilidad). El demócrata será Gore o cualquier otro. Es muy posible que John McCain, el escéptico senador republicano se presente como independiente. Nader podría volver como verde anticapitalista. Incluso podría haber un candidato negro (el reverendo Sharpton) que capitalice el descontento de los votantes negros con un Partido Demócrata que depende de los votos de éstos, pero a menudo está poco dispuesto a satisfacer sus necesidades. Dejando a un lado estas perspectivas del todo inciertas, sólo podemos citar a la Biblia: 'Bástele a cada día su afán'.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown y asesor del Caucus Progresista del Congreso.

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