Ballena por tiburón
El mar. Ensimismado en la amplitud de sus inmensidades, escribía Anita Conti en L'océan, les bêtes et l´homme, crece, medra y muere un formidable mundo, animal y vegetal, y sin duda no existen en ningún otro planeta fascinantes y sombríos abismos como los nuestros, rellenos de esta agua oscura atravesada de repentinas sacudidas. El agua entonces se anima, decía la gran Dame de la mer, explota y burbujea, y en sus fondos queman incendios de luces frías.
En Barcelona, el mar se puede observar desde muy diferentes sitios. Yo solía ir de joven al rompeolas para practicar una melancolía heroica y escupir al mar mi miedo, devolviéndole en la medida de lo posible el esputo insultante de sus olas amenazadoras. A veces, en los días de tormenta, incluso le aullaba para conjurar mi pavor y su menosprecio, como cuentan que hacen los perros del Kamtchatka reuniéndose en hirsutas bandadas frente al furioso mar del Norte.
Hice de la Ciutadella mi Nantucket y consagré tardes y tardes a la orca y su blancura a medias
En el Aquàrium he podido satisfacer mi anhelo de mar. Sigo leyendo a los peces asomado a las profundidades
Las playas, desparramándose entre el hombre y el mar como una imprecisa frontera, nos ofrecen a veces una leve muestra de los tesoros, maravillas y horrores del océano. ¿Quién no ha imaginado, paseando en la orilla, ante esos restos del gran vómito de las aguas, los grandes palacios de madreperla, las grandes formas del barroco bestiario de las profundidades? ¿Quién no ha soñado el Kraken en la triste duricia de la sepia o el Leviatán ante el pobre pez descompuesto? Es verdad que ante las cosas que el mar ha dejado este verano en nuestras playas poco cabe soñar, aunque creo que en el Maresme se ha llegado a ver una rata embutida en un preservativo, lo que no deja de ser una rareza.
Se me dirá que uno puede muy bien asomarse al reino del mar con máscara y tubito durante las vanas alegrías de la natación. Ah, pero yo hablo del mar con mayúsculas. Del mar de Melville, Nemo y Tiburón. Ese mar sólo lo veía yo en el zoo, en el tanque de la orca.
No supe su nombre, Ulises, hasta que comenzó el folletín de su partida. Para mí era un ser mítico atrapado en la bañera. Asiduo del jardín zoológico, pasaba de los tigres a la ballena asesina, de Salgari a Melville, sin solución de continuidad y me sentía feliz porque me habían traído la aventura a casa, evitándome peligrosos desplazamientos. Nunca asistí a los fútiles ejercicios de la orca que la rebajaban a la categoría de un Flipper arlequinado. Lo mío era observarla pacientemente en su piscina, en la intimidad, a través de los ojos de buey, robando en cada uno de sus movimientos imágenes imposibles, lecciones de abismo.
Fue entonces, a principios de los años ochenta (la orca, capturada en los mares de Islandia en 1980, llegó a Barcelona en 1983), cuando leí Moby Dick. Melville tuvo que enrolarse durante años en mercantes y balleneros llenos de tipos sucios, desconsiderados y viciosos para topar con el Leviatán; a mí me bastaba con coger el autobús 64. Es verdad que él, Melville, se concentró en el cachalote, pero tampoco me iba yo a poner exigente visto lo exiguo de la piscina. Así que hice del parque de la Ciutadella mi Nantucket y consagré tardes y tardes a la orca y su blancura a medias. Llevaba conmigo a los espectros de Achab, Starbuck, Stubbs y el padre Mapple y el tanque se llenaba de profundidades insondables bajo la estela del Pequod. 'Desde debajo de su sombrero ladeado, Achab dejó caer una lágrima al mar, y todo el Pacífico no contenía tal riqueza como esa diminuta gota', le leí, emocionado, a mi ballena. Me gustaba imaginar que aquel edificio gris del zoo se nos zampaba a ella y a mí y en su vientre nos mirábamos reconociéndonos como dos Jonás: la orca atrapada en su prisión, yo en el vientre de papel de mis lecturas.
Quiero creer que trabamos amistad, aunque con las ballenas asesinas, y pese a Willy, nunca se sabe. Ella se limitaba a mirarme, pasada tras pasada, a través del ventanuco sucio con su ojo lleno de una humanidad estremecedora; y yo entraba en una especie de trance, ensimismado en el obsesivo girar del cetáceo derviche. No la compadecía porque en el tanque estaba estrecha, pero segura: vaya uno a saber qué horrores acechan en los mares de Islandia. Así que me sorprendió toda la campaña montada para enviar a la orca a un lugar mejor. Fue en 1994.
En una de mis visitas postreras me hice consciente de su sexo: un macho, y de envergadura. Aprendí que las orcas y los delfines tienen erecciones priápicas de lo más inconvenientes. Ahora, gracias a la reciente biografía de Elizabeth Hardwick sobre Melville (Mondadori) he sabido que el escritor tuvo un ramalazo gay, que Moby Dick está lleno de alusiones homoeróticas (el chorro de la ballena, la visión de ángeles con tarros de espermaceti) y que la amistad entre Ismael y Queeqeg presenta un punto marital. Es curioso que yo no recordara nada de eso. En fin, la marcha de Ulises me dejó un regusto agridulce. Me alegré por la ballena, claro, porque un tanque en el Seaworld de San Diego, California, tampoco es, me dije, un lugar peligroso. Por otra parte, sentí no haberla visitado más a menudo, como me ocurre con mi abuela.
Se marchó volando -la orca- para no volver (Barcelona ha renunciado a ella; generosamente, porque el Gobierno ruso está vendiendo las suyas, salvajes, a un millón de dólares la pieza), y poco a poco tomé conciencia del gran vacío que había dejado en mi vida. Para tratar de llenarlo adopté la costumbre de pasar largos ratos junto a los pelados esqueletos de ballena del zoo y del Museo de Zoología. Pero no era lo mismo, claro, y me deprimía. Así las cosas, es de imaginar con qué emoción me tomé la noticia de la apertura de un megaacuario en el Maremàgnum, en 1995. No iba a haber ballenas en la formidable instalación, pero sí ¡tiburones! La realidad superó todas mis expectativas: caballitos de mar, mantas, lampreas, pintarrojas, congrios (hasta más de medio millar de especies).
En el Aquàrium he podido satisfacer todo mi anhelo de mar. Sigo con la tradición de leer asomado a las profundidades y así he dado cuenta recientemente de In harm's way, de Doug Stanton, el estupendo relato de la tragedia del crucero USS Indianapolis, torpedeado por un submarino japonés en 1945 en el Pacífico y cuyos supervivientes tuvieron que defenderse a patadas de los tiburones. Eso sí fue una aventura y no lo de Trasmediterránea. En el pequeño anfiteatro del gran tanque del Aquàrium alzaba la vista del libro cada vez que un marinero era arrebatado hacia las profundidades por unas grandes fauces (en total se zamparon a unos 200) y me parecía que los tiburones, ahí delante, se relamían. Echo de menos a la ballena, no crean, pero me parece que todos, incluso ella, hemos salido ganando.
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