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Columna
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Querencia del verano

Estuve todo el día trabajando, dice Johann Goethe, sin apenas moverme a causa del calor. Lo escribía en Roma, un 1 de agosto allá por 1787. (En dos años, Francia tendría su Revolución en julio). Y hablaba luego del heno y del trabajo en el campo, intenso por aquellas tórridas fechas. Al cabo de unos días, a 18 de agosto, se quejaba del excesivo calor: septiembre y octubre, dice, serán dos meses divinos.

Verano y otoño, estaciones. Como las de Vivaldi, que entre sus alusiones onomatopéyicas, sitúa en su Verano el 'lamento del campesino'. Verano. Y me pregunto, ¿todo se conjura para matar el verano, como asegura Claudio Magris (Babelia, 24 agosto 2002)?; ¿todo, para arrebatarnos esa estación de plenitud y vida, de abandono de toda obligación y compromiso? Tal vez. No, desde luego, para Goethe y otros, que podían viajar a Italia en otoño y pretendían trabajar durante el verano (para despejar su indolencia, dice). Ni para los campesinos, para los que el verano ha sido, y es, el mes de la cosecha y del trabajo duro. Pero, pudiera. Pudiera ser que se nos estuviera hurtando el verano. Veamos en qué sentido. (Tras proclamar que sí, que, al paisito sí se le ha hurtado el verano, el sol y el calor. Enviemos, sugiero, unos comisionados al cielo para que dialoguen al respecto y logren un buen pacto).

¿Cuál es el verano que añora Magris?, ¿cuál, el que se nos quiere arrebatar? Para el germanista es la estación de la exuberancia, del descanso perezoso y de la vida verdadera. (No necesariamente la única: ¿quién no gusta de las setas y las castañas del otoño, del hogar en invierno o del rebrote de la naturaleza en primavera?) Muchos lo hemos conocido (y muchos más han creído haberlo hecho). Era el que se permitían las buenas familias del XIX y el XX durante dos meses en sus residencias de la sierra o el mar. Indolencia, vacío, dejarse llevar por el fluir de los días y degustar sabores, aromas, colores y sensaciones. O el que se permitieron los chavales de clase media durante el XX: vacaciones, sol, mar, salitre, nuevas amistades, amores, playa, río y maizales. Cesare Pavese lo cuenta con maestría o puede verse en Verano del 42. Un tiempo fuera del tiempo en el que la vida se remansaba y parecía tener una intensidad más auténtica.

Eso se acabó, cierto. Pero, ¿matado por el aire acondicionado y los cursos de verano, seminarios, ofertas culturales, festivales o mesas redondas? No lo creo. Algunos lo padecemos (es el trabajo, amigo), pero, en general, se disfruta y, más en general, se ignora. ¿Qué aficionado a la música no disfrutaría en la Plaza Porticada de Santander, en el Festival Casals de Perpiñán o en la Quincena Musical de Donosti? ¿A quién no le gusta elegir entre un festival de teatro de humor, un concierto de órgano, una jarra de sangría, o vino fresco en La Rioja, o irse a la playa? La oferta no es de obligado cumplimiento, y a diferencia de lo que hacemos con la televisión, las desechamos a la menor y nos vamos a la playa.

Lo que está matando el verano es su vulgarización por las agencias de viaje y una nueva ola de empobrecimiento general que impide un estío prolongado y esa desconexión verdadera que reclama Magris. Un tiempo largo y lento con todas sus fases: inmersión, disfrute y descompresión, como en un buen viaje a los fondos marinos. Esos hoteles masificados con olor a bronceador y cloro de piscina, y noches de vestido y gomina (caros, cada año más caros e igual de malos); camping llenos de hombres en pantalón corto y mujeres con rulos; playas de obligado bronceado y una semana de castillos de arena con el niño; costas llenas de coches; y, también, esos exóticos viajes a Birmania o Cuba perfectamente bien organizados minuto a minuto, madrugón a madrugón.

Y todo, eso sí, en quince días, mucha foto y vídeo, algún recuerdo hortera para la suegra, y de nuevo al tajo y a la oficina. Todo bien comprimido, tiempo agotador, tiempo para ser contado antes que vivido y disfrutado. Hay, en efecto, una gran conjura contra el verano. Pero la organizan los necios, y quienes hacen el agosto a costa del veraneante: todo el entramado empresarial dedicado al turismo.

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