Acciones doradas
Edmund White cuenta en su elegante biografía de Marcel Proust, que el escritor hizo muchas inversiones ruinosas porque se negaba a escuchar a su corredor. Cabe suponer que Proust trasladó sin red de seguridad su frágil discurso sobre la conciencia al rudo mundo de la economía. Con un resultado lamentable: compraba acciones cuando iban caras y las vendía cuando bajaban de precio. Pero hay algo más. La mayoría de las veces compraba títulos motivado por sus poéticos nombres, como El Ferrocarril de Tanganika o Las minas de oro australianas; y de hecho, estos valores no eran sino un remedo de los viajes que ansiaba hacer a países exóticos.
La historia viene a cuento porque ha tenido sucesivas réplicas en las diferentes etapas de la Barcelona financiera, desde los tiempos del Casino Mercantil de la calle de Avinyó, hasta los muy recientes de la Bolsa Oficial en la Llotja de Mar, rediseñada por Bassegoda Nonell.
Hasta hace poco, la fidelidad del accionista se amparaba en el placer de poseer un título intrínsecamente bello
La Bolsa del paseo de Gràcia es un mercado electrónico en el que en vez del grito de los 'corros' centellean las pantallas
Tanto la crónica del mercat lliure como la de la Llotja tienen en común el fetichismo de los títulos impresos en elegantes láminas acartonadas: La Compañía Transatlántica, Ferrocarriles de Santiago de Cuba, Gas Lebón o La Canadiense tenían todas ellas un toque de exotismo remoto que las hacía apetecibles para el inversor sensible. Hasta hace bien poco tiempo, la fidelidad del accionista se amparaba, en parte, en el placer estético de poseer un título intrínsecamente bello, que había sido adquirido no para ser vendido especulativamente, sino para poseerlo y, en todo caso, observar como subía de precio y revalorizaba tácitamente el ahorro acumulado.
Aquellos títulos históricos, orlados por cenefas doradas sobre el fondo ocre, no son tan antiguos. Desaparecieron en 1989, con la Ley del Mercado de Valores inspirada por Guillermo de la Dehesa, entonces secretario de Estado de Economía. El salón de contratación de la Llotja, pieza singular del gótico civil catalán -con el debido respeto al Tinell-, fue el último testigo del trasiego de acciones físicas entre los apoderados de las casas de bolsa barcelonesas.
Para lo bueno y para lo malo, los tiempos del parqué de la Llotja no volverán. La Bolsa moderna, situada ahora en el paseo de Gràcia, es un mercado electrónico en el que en vez del griterío de los operadores en el corro hay un centelleo de pantallas, bajo un enorme tragaluz, escupiendo información de Reuter a gran velocidad. El abominable tiempo real ha ganado la partida a la palabra. Ha desaparecido el gentlemen's agreement de los agentes de cambio, un estilo que exhibía reflexión y grandes dosis de tolerancia. Resulta obvio que es más satisfactorio cerrar un negocio mirando a los ojos del partenaire que hacerlo por medio de Internet.
El estilo ponderado de los agentes de cambio fue la divisa de Xavier Ribó i Rius, que hasta edad muy avanzada fue un referente en en el mercado barcelonés. Ribó, fallecido hace pocos años, tuvo cinco hijos, entre ellos el político de la izquierda Rafael Ribó, el financiero y empresario Xavier, e Ignasi, promotor de ocio, patrón del restaurante La Vaquería y alma máter de locales nocturnos, como el Up & Down y el Oliver Hardy.
Ribó instaló su primer bufete en Can Verdaguer, en el número 29 de Via Laietana, y desarrolló su mejor etapa en el número 31 de esta misma calle, en un edificio que había sido propiedad del líder regionalista Francesc Cambó y que ahora pertenece al yerno del político, Ramon Guardans. Antes de la Guerra Civil española, Ribó publicaba en La Veu de Catalunya una columna de análisis financiero que le convirtió en un antecedente del moderno periodismo económico. Muchos años después, refundó el servicio de estudios de la Bolsa de Barcelona y dirigió el Boletín Financiero, órgano del Colegio de Agentes de Cambio hasta el momento de su disolución, en 1992.
La Barcelona de los negocios tiene siempre un despacho influyente (no de influencias), capaz de cruzar el interés crematístico con el interés general. En este sentido, el peso de Ribó en la Llotja puede compararse con la hegemonía civil y mercantil de algunos letrados como Jaime de Semir, en la década de 1960, y con los Cuatrecasas, Jiménez de Parga o Roca Junyent en la actualidad.
Ángeles Vallvé, que en 1971 se convirtió en la primera mujer agente de cambio de España al aprobar las oposiciones, heredó el despacho de Ribó. Vallvé pertenece a la generación de agentes que han vivido el traslado de la contratación desde la Llotja de Mar hasta su actual sede en el paseo de Gràcia, entre Gran Via y Diputació. El cambio de sistema de contratación y la extinción de la figura de los agentes, hoy convertidos en corredores de comercio, ha dejado al mercado en manos de los bancos y las cajas. La llamada industria de valores ha sido tragada literalmente por los grandes de la inversión: Crédit Suisse, First Boston, SCH, BBVA, La Caixa y Deutsche Bank.
La plaza bursátil de Barcelona cuenta la historia de sus transiciones a partir de los testimonios: la fiebre del oro, a finales del siglo XIX, consagró la figura del gran banco comprador, que rescató a los inversores de la burbuja producida por la sobrevaloración de las compañías ferroviarias, en un escenario casi idéntico al del actual estallido de la burbuja tecnológica; el inicio de la Gran Guerra, en 1914, coincidió con el cierre del Casino Mercantil como consecuencia de un derrumbe al que los bolsistas llamaron 'la gran matanza'; en 1940, recién instaladas las tropas nacionales en el poder, se produjo el cierre por decreto del bolsín y la apertura de la Bolsa Oficial de Valores en la Llotja.
En el camino desde entonces hasta hoy han caído las orlas doradas de los títulos de nombres poéticos. Queda su aroma lejana, como la de aquella magdalena.
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