CALAFELL, LAS MEMORIAS Y LOS OLVIDOS
Recuerdos fragmentados y un crepúsculo de verano. Rincones secretos de un refugio en la costa de Tarragona.
Llego a la conclusión de que conozco muchos lugares de la península Ibérica. En los últimos treinta y tantos años la he recorrido en todas las direcciones, desde San Sebastián y Bilbao hasta Jerez de la Frontera y Cádiz, desde Oporto hasta Salamanca, desde Lisboa hasta Sevilla y Valencia. Conozco, en consecuencia, mucho, quizás demasiado, y a veces trato de olvidar. Pero el lugar que conozco mejor es uno que en cierto modo dejó de ser: un resto, un indicio, un fragmento que sólo puede ser completado por la memoria, hasta cierto punto un fantasma o una fantasía. Llegué por primera vez a la playa de Calafell, en la provincia de Tarragona, en el año ya improbable de 1963 y al cabo de dos días de viaje en automóvil desde París, con toda la familia embutida en un Simca barato, después de cruzar la agotadora cuesta del Garraf en su versión más anticuada y azarosa. Llegamos a la hora de un prolongado crepúsculo de septiembre y conseguimos un lugar donde dormir en un edificio que acababa de levantarse sobre la arena. Era uno de los escasos edificios de todo el sector. Lo demás, aparte de la playa que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, eran casas blancas, olivares, algunas viñas, y las redes y las barcas de un puerto de pesca con sus boyas y su muelle mínimo. Carlos Barral, que nos había dado la idea de ir de vacaciones hasta allá, nos llevó a un lugar oscuro a comer sardinas y a beber un poco de vino de la comarca. Fue la iniciación única, poco menos que misteriosa en su sencillez, y a la salida del lugar de las sardinas todavía quedaban restos del crepúsculo, arreboles desteñidos y finales, en la línea del horizonte, frente a los perfiles de un par de barcos de carga. Ni Pilar ni yo podíamos saber que ese lugar, casi a pesar de nosotros mismos, se iba a convertir al cabo de los años en algo muy parecido a un refugio, casi en un destino.
La playa tenía conexiones invisibles con los puntos más diversos del planeta
Carlos Barral nos llevó a un lugar oscuro a comer sardinas y a beber el vino de la comarca
Todo ahora está oculto a medias, pero, como digo, quedan restos fragmentarios, rincones secretos detrás de las fachadas de cemento, repentinos pedazos de cerámica o de ladrillo, algún letrero, algún balcón que no desapareció y que nos sale al paso a la vuelta de una esquina. Regreso todos los años, en primavera, en otoño, a veces en pleno invierno, y tengo la impresión de haber recorrido antes cada metro cuadrado del pueblo y de la playa y de que el lugar, salvo excepciones cada día más raras, no me reconoce, me 'hace la desconocida', como decimos en Chile. Es demasiado tiempo, y no vivir allá todo el tiempo, ir de paso, es, precisamente, una forma de infidelidad. El forastero camina por calles solitarias con la memoria llena de ecos, de risas extinguidas, de caras que se han ido borrando. Si no se cuida, si no se reprime, podría terminar riéndose a carcajadas, hablando solo o, lo que es peor, hablando con un difunto.
Como soy persona obstinada, testaruda, me coloco en un punto y hago una caminata que hacíamos antes y que todavía se puede repetir, siempre que uno se abstenga de mirar conjuntos arquitectónicos más bien excesivos, siempre que aparte la vista y la oriente hacia el mar o hacia las nubes. Cruzo por la huella de una ría reseca y que he visto en un final de verano de épocas anteriores inundada, sembrada de automóviles arrastrados por la corriente hasta la orilla misma del mar, y me interno frente a casas más antiguas, de paredes resquebrajadas, desteñidas, que me recuerdan el escenario de los primeros años. Lo que habría que hacer, entonces, me digo, sería desplazarse algunos centenares de metros, quizás un par de kilómetros, y contemplar el crecimiento urbano desde los márgenes, como fenómeno de la naturaleza, sin hacerse mala sangre. Por aquí, desde el límite de Calafell y Vendrell hasta la playa de Salvador, caminábamos en mañanas de verano en compañía de Barral, de Miguel Montoliú, de Jaime Gil de Biedma cuando bajaba hasta estos lados. Al llegar a Salvador saltábamos el reborde de cemento, obstáculo mínimo, carcomido por la sal y la arena, y nos sentábamos en alguna de las terrazas a tomar una caña de cerveza y una ración de boquerones. Eran caminatas de conversación difusa, de evocaciones, de información ocasional, de citas literarias. Los temas predilectos de Gil de Biedma, los que recuerdo ahora, por lo menos, eran Mallarmé, la correspondencia veneciana de lord Byron, la poesía y la vida de Luis Cernuda. También hablaba de Rubén Darío y de unas memorias de la infanta Eulalia, porque era un fanático del género de las memorias, y mientras más memoriosas y chismosas, más le gustaban. Esto hacía que ingresaran en la charla personajes más cercanos, de la adolescencia, del tiempo de los estudios de derecho, de las oficinas de Seix Barral de la calle Provenza, personajes que yo no había alcanzado a conocer y que a la vez me parecía conocer de memoria, como Luis Martín Santos, Gabriel Ferrater, Jaime Ferrán y algún otro.
Entré en más de una ocasión a la casa cercana de Pablo Casals, que parecía darle la espalda al mar, y me detuve a mirar una pintura de Joaquín Mir: un paisaje del Calafell de fines del XIX visto desde los cerros, con los muros del viejo castillo, el pueblo y al fondo, en la distancia, el mar surcado de barcos a vela. Carlos Barral se entusiasmaba con la idea del mar latino y griego. Empezaba a recitar algún poema de mitología marítima, 'Heureux qui comme Ulysse...', por ejemplo, y casi siempre se le olvidaba en la mitad y comprobaba el olvido con un gesto cómico, haciendo un ademán de ahuyentar los versos como si fueran de humo.
A veces, de regreso, si las rencillas internas lo permitían, porque siempre hubo rencillas, guerrillas, cabreos, parábamos en la terraza de Ricardo Muñoz Suay, lugar que fue nombrado a partir de cierto momento, ya no sé por qué, como 'el consulado'. Por lo del mar, supongo, y por lo de las aduanas intelectuales que todavía existían (y que todavía existen). Parábamos, pues, en el consulado de Ricardo y Nieves, bebíamos una tercera o cuarta cerveza, picábamos en algunos restos de patatas fritas, y seguíamos hablando, riéndonos, anunciando disparates. La playa de Calafell, entre el consulado de los Muñoz Suay y el sector de la Espineta, era un espacio de la imaginación, una región hecha de ocurrencias, de invenciones variadas, de memorias no demasiado precisas. Había existido un tal D'Anthès, emparentado con una rica familia chilena, los dueños de las minas de carbón de Lota, y había pasado los últimos años de su vida en aquellos parajes. Carlos Barral lo describía como un personaje de Proust: un barón de Charlus de vocación marina, remotamente relacionado con los mares y las costas del extremo sur de América. Porque la playa, entre el paseo de la Espineta y las ruinas del sanatorio, que ya pertenecía a la jurisdicción del Vendrell, tenía conexiones subterráneas, invisibles, con los puntos más diversos del planeta: con pueblos y masías del interior, con los muros romanos de Tarragona, con Chile, con la huerta valenciana, con algunos momentos y lugares de México. En las horas que antecedieron a la muerte de Luis Buñuel, una hermana suya, desde la terraza de los Muñoz Suay, recibía a cada rato llamadas por teléfono desde una clínica mexicana y nos comunicaba reacciones, exclamaciones, frases y hasta suspiros de su hermano moribundo. Yo me acordaba de un hombre encorvado, con cara de malas pulgas, que caminaba por el Boulevard de Montparnasse mirando las vitrinas, con una malla donde había un pan fresco, un cartón de leche y un ejemplar de Le Monde. Me parecía increíble que esa misma persona, a quien no costaba nada reconocer, fuera una de las figuras legendarias del surrealismo, el amigo de juventud de Salvador Dalí, el creador de Un perro andaluz y La Edad de Oro, para no hablar de Viridiana, de Los olvidados, de tantas cosas. Esos días de verano en que ocurrió su muerte y en que la seguimos paso a paso desde aquella terraza, a través de la voz tranquila, pero conmovida, apretada por un nudo en la garganta, de su hermana, fueron únicos, extraños, inolvidables. A mí me hicieron aprender muchas cosas. Me llevaron a entrar en una geografía de la imaginación, de las emociones, de las amistades.
Llego de nuevo y me desanimo, me siento rodeado por una selva de grúas y de bloques de cemento, pero repito aquellas caminatas, miro las nubes, siempre iguales y diferentes, y empiezo a respirar con más tranquilidad. Todo está invadido, pero es necesario celebrar el aire, el espacio, la línea de la costa que huye hacia el sur, la suavidad de los colores. Bajo en la noche a un pequeño recinto iluminado, en el comienzo de la playa de Salvador, y converso un rato con su dueño, francés de Marsella, lobo de mar convertido con el paso del tiempo en lobo de bar. A la mañana siguiente me asomo al mercado abierto de Vendrell y compro aceitunas. Sin ser un experto en la materia, creo que son las aceitunas más variadas y mejores de esta tierra. Después subo a mi terraza en la calle Principal, con muros medievales a mi espalda, y contemplo de nuevo, desde otra perspectiva, el horizonte marino, con sus nubes que nunca se repiten y sus barcos. Así me olvido de muchas cosas y también me acuerdo de muchas, y con eso me basta y me sobra.
Guía práctica
Datos básicos
Población: 13.500 habitantes.
Cómo ir
Por la E-15 o la N-340.
Dormir
Kursaal (977 69 23 00). San Juan de Dios, 119. Con media pensión, 62 euros por persona y día; sólo desayuno, 45 euros.
Roserar (977 69 03 55). Rafael Casanova, 17. Con media pensión, 54 euros, por persona.
Canadá Palace (977 69 15 00). Jaume Soler, 44. 59 euros por persona.
Comer
Masía de la Platja (977 69 13 41). Vilamar, 67. Entre 25 y 35 euros. Cocina mediterránea.
Vell Papiol (977 69 13 49). Vilamar, 30. Unos 30 euros.
Información
Oficina de Turismo (977 69 91 41; www.calafell.org).
ISIDORO MERINO
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