EL PUEBLO DE TU NOMBRE
En La Portellada, una aldea de Teruel que parece sacada de un cuento del realismo mágico, el autor mexicano escarba en busca de sus raíces. Las encontrará en una casa azul frente al campanario, entre calles por donde sopla el viento encajonado.
Tal vez para lucir legendaria, o por pura desmemoria, mi familia habla de un sitio cuya virtud sentimental es el abandono: La Portellada, en la provincia de Teruel, ya cerca de Cataluña. De ahí salió mi abuelo paterno y en cien años nadie volvió sobre sus pasos.
Miguel Villoro Villoro murió en 1928, cuando su hijo menor, Luis, que sería mi padre, tenía seis años. Mi abuela era mexicana y decidió volver a su país. Así se rompió el vínculo con la parte española de la familia. El abuelo ingresó en la difusa región de los mitos domésticos; el único en verdad apuesto y simpático de la tribu; incluso su interés por vivir bien sin ejercer su profesión de médico parecía una pragmática virtud en una familia donde sobraban locos, muertos prematuros, solitarios, iluminados que en realidad estaban muy enfermos. Otra curiosidad del personaje era su apellido, muy escaso en México y España, y que él llevaba dos veces. 'En su pueblo todos se llaman así', dijo una vez la abuela. ¿En qué clase de sitio se repetía un nombre incapaz de viajar y combinarse con los otros?
Le dije que ahí fue donde su padre compró vidrio y su tío fue arrestado por comer higos
Tres cosas concretas conocí del abuelo: un reloj de leontina descompuesto, las fotos donde engorda sin perder estilo y la tumba que visité a los 12 años en el cementerio de Montjuïc y perdimos por no pagar derechos. El abuelo fue enviado a la fosa común.
En 45 años sólo conocí a otro Villoro: Joan Villoro, arquitecto barcelonés. Me buscó, intrigado por el hecho de que un mexicano se apellidara así, y en la mesa de un café desplegó el mapa de una rústica genealogía: había descifrado que proveníamos de la misma rama de Villoros Villoros. También me prestó el libro La Portellada, de José María Palanques Montón, maestro de escuela que pasó la mayor parte de su vida en el poblado aragonés. Ahí encontré citada una carta donde mi abuelo anuncia, misteriosamente, que llegará a la 'venta de vidrio', y donde su hermano, Pedro Villoro Villoro, consta como arrestado a los 12 años por comer higos en propiedad ajena.
Hablé con mi padre y propuse ir a La Portellada. Tal vez por profesar la filosofía, por ser Escorpión ascendiente Escorpión o por la sabiduría que otorgan los 80 años, él trata con saludable desinterés las cosas meramente reales: '¿Para qué quieres ir a un pinche pueblo?'. Le dije que ahí fue donde su padre compró vidrio y su tío fue arrestado por comer higos. De poco sirvió agregar: 'El higo es mi fruta favorita'.
Hice el viaje con el benefactor de la familia, el que vive entregado a los demás y finge que los caprichos ajenos son su vocación, mi primo Ernesto. En realidad, él quería recorrer los pueblos de la ruta mudéjar de Aragón, a los que ha ido tantas veces que lo reconocen los vendedores de queso. Iría a La Portellada si dormíamos en Albarracín, que queda lejos pero es una maravilla. Visitamos pueblos de tierra rojiza, fuimos multados por la Guardia Civil y pasamos una hora ante una servilleta en la que Ernesto trató de dibujar la estrella sufí que incluye las pronunciaciones del nombre de Dios. A las cuatro de la tarde del segundo día seguíamos lejos de La Portellada. '¿Y si no vamos?', preguntó Ernesto. Supongo que el mundo se divide entre los que sienten vínculos raros ('en esa palangana se lavó la cara tu bisabuela') y los que no pierden el tiempo. ¿Valía la pena ir a un sitio sin prestigio mudéjar, donde carecíamos de la menor seña de nuestros Villoros? Para mi fortuna, Ernesto volvió a ser el pariente leal que pierde el tiempo en favor de los demás.
Atravesamos un coto de caza (un extenso pinar habitado por jabalíes, a veces interrumpido por trigales dorados) hasta llegar al pueblo. Pérez Galdós lo menciona como 'La Portillada' en los Episodios Nacionales. Habíamos seguido una ruta tan intrincada como revisar el episodio 25 en busca de la línea donde aparece el toponímico.
Nos detuvimos frente la iglesia de San Cosme y San Damián, patronos del pueblo. En el campanario, un reloj daba las cinco. Por las calles soplaba el viento encajonado de los pueblos fantasmas. Pero las casas estaban en buen estado. En una pequeña área de juegos, encontramos a un anciano de boina, sentado en una banca. Le preguntamos por Palanques Montón, autor de La Portellada. Nos respondió en catalán que había muerto, pero su nieta estaba de visita. Teníamos suerte. Nos mandó a buscarla con otros ancianos que podían caminar mejor que él. Sargar Palanques vive en Barcelona, pero regresa al pueblo con suficiente frecuencia para tener a sus gatos bien alimentados. Ella sugirió que habláramos con gente de muy larga memoria. Así dimos con Jesús Villoro. A él le pareció natural que estuviéramos ahí, un siglo después de la salida del abuelo, buscando nuestro origen con acento mexicano. 'Hablen con mi hermana. Ella sabe todo'. Luego gritó hacia una ventana. Salió al balcón una mujer alegre, de voz enérgica, que pidió precisas referencias. De pronto se hizo la luz: '¿El médico?', preguntó. '¡Ustedes son de las Isabeles! ¡Suban a que los abrace!'.
La mujer, que respondía al inmejorable nombre de Milagros Villoro, sacó unas copas, puso en mis manos una botella de coñac y aclaró entre risas: 'Nadie ha bebido en 20 años'. Estuve a punto de romper el récord, pero algo me hizo revisar la botella. En la parte trasera encontré un letrero con dramática caligrafía: 'Calmant'. Entre risas, Milagros me dio otra botella y procedió a contar la historia de mis parientes, como si hubiera vivido junto a ellos. Las Isabeles eran mi bisabuela y su hija, que murió en un hospital psiquiátrico. Ella conocía su casa.
El azar sabe trazar sus rutas: habíamos dejado el coche a unos metros de la casa donde nació mi abuelo, pintada de azul tenue, un tono más propio de México que de los caseríos de piedra de Teruel.
Los actuales inquilinos de la casa salieron a vernos. Les tomamos una foto y el padre pidió a su hijo de ocho años que hiciera 'la pose'. El niño entrelazó las manos en la espalda. 'El abuelo del crío se paraba así', informó el padre. Tal vez mi gusto por jugar con las llaves fuera una herencia semejante, pero mi abuelo apenas había sido una leyenda mal fotografiada.
La Portellada tiene cerca de 300 habitantes, en su mayoría ancianos. La hospitalidad de los vecinos y el fervor memorioso de Milagros hicieron que la pesquisa fuera simple. No pude sentirme como en el último capítulo de Roots porque no estaba ante las batallas, las migraciones, los caballos desbocados, las heridas, las tormentas que fraguan las estirpes, sino ante una perturbadora naturalidad. Nadie podía creer que mi apellido fuera raro. Pensé en Juan Preciado, protagonista de Pedro Páramo. Cuando llega a Comala no conoce a nadie y, sin embargo, todos lo reconocen. ¿Hay algo más inquietante que ser normal en un sitio extraño? Estaba de regreso sin haber partido.
Vi la iglesia de piedra; el campanario absorbía la última luz de la tarde. Al fondo, se alzaba el cerro, con un caserío canela, la parte alta del pueblo. Teníamos que irnos. Lejos, con otros nombres, seguía la vida.
El niño continuaba con las manos en la espalda, como si probara algo, las cosas que perduran de manera inexplicable. Su abuelo adoptaba la misma pose; la coincidencia hacía dichosos a sus padres. No tengo indicios para rastrear en mí al abuelo enterrado y desenterrado y vuelto a enterrar. ¿Vale la pena conocer un sitio que cautivaba por su abandono y atesorábamos como una pérdida intacta? ¿Qué entrega la tierra profanada por el retorno? Una casa azul, frente a un campanario. Y un niño de ocho años.
Cuando salí del pueblo, sus manos seguían entrelazadas.
Guía práctica
Datos básicos
Población: 292 habitantes.
Cómo ir
Por la N-232, con desvío en la TE-V-3004.
Dormir y comer
En La Portellada existen varias casas rurales que se alquilan completas o por habitaciones por unos 12 euros por persona y día (www.teruel.org).
Hotel Mas del Pi (978 769 033). Masía habilitada como hotel en el vecino pueblo de Valderrobres. La habitación doble, 72 euros.
Hostal Querol (978 850 192). Valderrobres. Habitaciones dobles por 37,56 euros; también sirven comidas: 10,22 euros de media.
La torre del Visco (978 769 015). Ctra. Valderrobres-Fuentespada. Desde 190 euros la doble, con media pensión.
ISIDORO MERINO
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