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TRES MIL QUINIENTOS CARACTERES
Columna
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Entre la realidad y el deseo

Te recomienda un amigo una página web y tú apuntas la dirección sin darle más importancia. Así que pasan los días y ni te acuerdas de sus palabras. Hasta que una noche reparas en un trozo de papel que aparece en el bolsillo de tus vaqueros. Ha llegado el momento. Tecleas la palabra mágica y en la pantalla de tu ordenador aparece una especie de videochat en el que gente de todo el mundo tiene el gusto de dejarse observar por los demás. Ves al tipo de las patillas de hacha que se hace llamar Terminator, al de larga melena rubia con bigotes de Obélix cuyo nombre de batalla es Mistic Druide, al abuelete que luce colgada en la pared de su remoto cuarto una enorme bandera americana. Sigues repasando el índice de usuarios y, entre un aluvión de tías estupendas que ofrecen palique erótico a cambio de unos dólares, encuentras por fin algo que te interesa: tiene aspecto de ama de casa cachonda, lleva un corsé rojo, se llama Drucilla y no pide pasta a cambio de la visión de su escote. La señora se mueve muy lentamente, saca la lengua y se desenvaina un pecho, ofreciéndolo al mundo a través de la red. ¡Cojones!, te dices, esta parece una calentona de vocación, y matas el rato observando cómo se magrea las tetas, porque pocas cosas hay más entretenidas que ver cómo se soba los pectorales una buena mujer en su casa de Ohio.

Tú aún no lo sabes, pero acabas de convertirte en un yonqui del sexo virtual, ya que el cerebro humano tiene vocación adictiva, por no decir nada de ese otro cerebro desquiciado que los hombres tenemos entre las piernas. Noche tras noche, te vas familiarizando con el mecanismo del videochat. Te has bajado un programa que, a través de tu webcam, lanza tu imagen al aire, y ya eres uno más de esos fantasmas que se mueven a cámara lenta por el ciberespacio. Te haces llamar Rocco -en homenaje al gran Siffredi- y te presentas como un hot guy made in spain en busca de guerra. Sabes que no es fácil tu empeño: por cada mujer que decide desnudarse generosamente ante la cámara hay verdaderas manadas de cromagnones; así que, mientras buscas en el índice lo que te interesa, te vas topando con un montón de espectros torturados y con la polla tiesa, gente más o menos como tú, dispuesta a perder horas enteras de sueño con la ilusión de que un día les proponga un chat privado alguna vampiresa. Y justo cuando te acuerdas del cabrón de tu amigo, el que te ha inoculado el veneno, allí está él, propietario de la cámara número 455, dándole de firme a la zambomba bajo el nombre de Killersex.

Después de un par de meses de insistencia, sólo has conseguido que acepte tu invitación a un asalto en privado una cincuentona, por lo demás gorda, de Kansas. Pero la esperanza es lo último que debe perderse y esta noche has visto recompensada tu paciencia: una enfermera de California te manda un mensaje diciéndote que le gusta tu cuerpo y que le encantaría ver más. Ella no tiene cámara -porque es sabido que no existe la felicidad completa-, así que tú no puedes verla. Se describe: rubia, grandes pechos, ojos azules. El gran momento se ha hecho de esperar, así que, tras un instante de aprensión, uno decide tener fe y no ponerse quisquilloso: se levanta de la silla para dejarse ver de cuerpo entero y comienza a meneársela a la salud de la enfermera tetona de California, aunque sabe que lo más seguro es que su interlocutor sea un auxiliar administrativo de Cuenca. Y así vamos matando nuestro tiempo, entre la realidad y el deseo, como diría el poeta Luis Cernuda.

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