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Columna
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Sin marcha atrás

Emilio Ontiveros

La concentración (temporal, geográfica, sectorial y del número de actores) sintetiza la singularidad del proceso de inversión directa en el exterior por las empresas españolas. La larga tradición de España como receptor neto de inversión directa del resto del mundo se quiebra a partir de 1997, cuando se incorpora a la primera división de las economías inversoras en el exterior: los flujos anuales de ese tipo de inversiones, que nunca habían alcanzado el 1% del PIB, no dejan de crecer hasta ese sorprendente 9,7% del año 2000; en esos finales de los noventa, la participación de los flujos de inversión directa de España en los del conjunto de la OCDE (emisora de más del 90% de las inversiones mundiales) era muy superior a la correspondiente en los intercambios de bienes y servicios.

La realidad de América Latina precisa de una lectura más profunda que la que hacen los mercados, y también más racional

Concentración, además, porque quienes en mayor medida han llevado a cabo esas inversiones son las mayores empresas del país con arreglo a cualquier criterio, incluido el de capitalización bursátil. Y, no menos relevante, la importancia relativa de los activos localizados en el exterior -América Latina en su mayoría-, y la de la capacidad de generación de ingresos y márgenes en esos países no es muy inferior a la de los localizados en España. Son empresas nacidas aquí, pero no son completamente españolas; tampoco son, en sentido estricto, empresas globales, dada la escasa diversificación geográfica, más allá de esa importante presencia en Iberoamérica.

La lógica contrapartida a esa intensa y escasamente diversificada inversión en el exterior es una exposición al riesgo relativamente elevada, que se ha manifestado intensa y prematuramente, tras la emergencia de la crisis argentina y su injustificada extensión a Brasil, el otro gran receptor de inversión española en los últimos años.

Comprensible es, por tanto, la sensibilidad (aunque mucho menos la magnitud de la misma) que muestran las cotizaciones en los mercados de acciones de las principales empresas inversoras en aquella región y la inquietud de sus principales responsables por las decisiones que las autoridades económicas de esos países adopten para superar las actuales dificultades. Un riesgo que, dada la elevada concentración en sectores de servicios considerados públicos, se añade a ese otro derivado de la exposición a las variaciones de la sensibilidad de la opinión pública de esos países, cuando no a la transferencia de responsabilidades que las autoridades locales hacen a esas empresas.

Siendo cierto que América Latina es una región plural, con economías distintas y una igualmente diferenciada calidad de sus instituciones, no lo es menos que la percepción de los mercados y algunos de sus agentes está instalada desde hace tiempo en una simplicidad analítica, cuando no la manifiesta frivolidad, propiciadora del contagio y de las reacciones gregarias de muchos inversores. La realidad de América Latina, reclamaba con razón el presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) el pasado martes en la Universidad Internacional Manéndez Pelayo, precisa de una lectura más profunda que la que hacen los mercados; y también más racional, podríamos añadir. De hacerse, no sólo los gestores de fondos, las agencias de calificación crediticia o los medios de comunicación, sino las propias agencias multilaterales actuarían de forma distinta a como lo están haciendo.

Quizá porque así lo han hecho, o porque no tienen muchas más alternativas, en ese mismo encuentro de Santander los directivos de algunas de las principales empresas españolas en la región (Telefónica, Repsol, Endesa, SCH, Inditex), aunque con desigual acento según los países, confirmaron su voluntad de no echar marcha atrás en ese proceso inversor. Que las inversiones de esas empresas recuperen el ritmo del último lustro es poco menos que imposible; en primer lugar porque las oportunidades de adquisición son significativamente más limitadas, y en segundo, porque la digestión del atracón de los noventa puede ser lenta y pesada para la mayoría de las empresas. Que otras, en otros sectores, centren su atención en América Latina no sólo va a depender de que se lea más profundamente aquella realidad, como sugería Enrique Iglesias, sino de que también sus ciudadanos y sus representantes contribuyan a cambiar lo que de ella seguiría siendo difícil de comprender para cualquier atento y generoso lector.

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