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Tribuna
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La hora de la ley

El autor justifica el rechazo a un pleno extraordinario del Congreso para la ilegalización de Batasuna. Se trata del cuarto artículo de la serie iniciada por EL PAÍS el miércoles.

La lucha contra el terrorismo constituye, sin duda, una de las prioridades de nuestra sociedad democrática. No cabe en nuestro sistema ninguna formación que apoye o dé cobertura a métodos violentos, y menos aún si tales actos atentan o acaban con la vida de otros ciudadanos.

Convergència i Unió lo ha entendido así desde siempre. En nuestra actuación política no sólo hemos condenado una y otra vez el uso de la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, tanto de 'alta' como de 'baja intensidad', sino que, además, hemos actuado con loable sentido de Estado y hemos dado apoyo a todas las políticas legítimas y democráticas impulsadas desde los sucesivos Ministerios del Interior.

Nunca CiU ha hecho un uso partidista o electoral de las políticas antiterroristas
El Gobierno pretende una mayor cobertura política de su decisión y, además, incondicional

En ningún momento CiU ha hecho un uso partidista o electoral de las políticas antiterroristas y jamás, bajo ningún concepto, se ha buscado la erosión de Gobierno alguno a causa de sus esfuerzos para acabar con ETA y preservar la libertad en uso de sus legítimas competencias. Incluso cuando nos ha parecido que el Gobierno -cualquier Gobierno- erraba en su política, nuestro proceder ha sido siempre leal y constructivo, en pro del interés común.

Pocos son los que pueden hacer gala de este patrimonio, y, por supuesto, no es el caso ni del PP ni del PSOE. ¿O es que se han olvidado ya los ataques del PSOE a la política antiterrorista de UCD con el sólo objetivo de erosionar al Gobierno? ¿O, años más tarde, la injustificable actitud del PP frente al Gobierno del PSOE en esta misma materia?

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Recientemente, el Gobierno consideró oportuno impulsar una nueva Ley de Partidos Políticos. Fiel a su trayectoria, CiU destacó el carácter manifiestamente mejorable del texto y lo enmendó hasta ver contenidas en él las debidas garantías democráticas destinadas, en síntesis, a evitar la hipotética ilegalización de partidos por causas ajenas a la cobertura de la violencia o del terror. Y ahí está la nueva Ley de Partidos Políticos, que otorga al Gobierno y al fiscal general del Estado la posibilidad de instar la ilegalización de aquellas formaciones que amparen o justifiquen los actos terroristas.

Con ello entendimos y así lo defendimos -no sé por qué sorprende ahora- que el Congreso y el Senado han cumplido su misión legislativa, la que les compete, mediante el debate y aprobación de una norma que, una vez en vigor, ha de ser aplicada como el resto de las leyes.

La Ley de Partidos Políticos ha de ser cumplida si se dan los supuestos que en ella se regulan, como es obvio, y no es ni será CiU la que se oponga a su aplicación.

En el lógico funcionamiento de un sistema democrático, el Parlamento legisla y corresponde al Gobierno ejecutar y hacer cumplir las leyes. Y en el presente supuesto, desde CiU hemos manifestado una y otra vez que el Congreso ha de limitar su alta función a proporcionar al poder ejecutivo, a los fiscales y al poder judicial, en definitiva, el mejor instrumento legal posible para el ejercicio de sus competencias.

Pero de la misma manera que el Parlamento, más allá de legislar, no ejerce competencias de orden público o no se atribuye competencias en materia de inmigración o defensa, tampoco resulta lógica su intervención en materia antiterrorista. La potestad atribuida por la ley al Congreso para instar al Gobierno los trámites para la ilegalización de un partido resulta, cuando menos, absurda por cuanto, en todo caso, es obligación del Gobierno y del fiscal general instar la ilegalización de aquellas formaciones que incurran en los supuestos tipificados, tanto si el Congreso exhorta al Gobierno como si no. La solicitud del Congreso no constituye en modo alguno un requisito para la acción del Gobierno, que está obligado a actuar si se dan las circunstancias previstas en la ley.

Por tanto, la polémica suscitada por la posición de CiU ante la convocatoria de un pleno urgente y extraordinario resulta ociosa y perversa. Ociosa puesto que CiU ha actuado siempre de manera diáfana y lineal en apoyo de la lucha antiterrorista. Perversa puesto que las presiones que se ejercen sobre el Parlamento no sólo desvirtúan su función constitucional, sino que pretenden objetivos políticos por completo ajenos a la finalidad misma de la ley.

Cuando todos los partidos democráticos ya se han pronunciado contra el terrorismo, y CiU el primero, ¿qué función tiene un hipotético acuerdo del Congreso para que el Gobierno cumpla con su obligación de ejecutar la ley? Así pues, es obvio que con este pronunciamiento el Gobierno sólo pretende una mayor cobertura política de su decisión, cobertura además incondicional a su tempo y modo político decidido sin diálogo previo alguno. Nada más, puesto que la ilegalización será, si se produce, una cuestión de hechos y de pruebas que ha de dirimirse ante el Tribunal Supremo. El Congreso no aporta ningún hecho nuevo y su pronunciamiento es, en ese sentido, irrelevante. Los hechos no variarán, sea cual sea la posición del Congreso.

Si el Gobierno cree que existen motivos para promover la ilegalización de Batasuna, su misión es la de recabar pruebas y presentar una sólida demanda ante los tribunales. El reciente atentado que acabó con dos vidas humanas ha sido la enésima gota que ha colmado el vaso por enésima vez, pero el respeto a estas víctimas y a las restantes exige que las instituciones actúen, si cabe, con la cabeza aún más fría, con fundamento, con pruebas sólidas y sin precipitación. Como ya se ha dicho, es la hora de la ley, no la de las palabras ni la de los gestos.

No obstante, si el Gobierno actúa políticamente, ha de sopesar también las consecuencias de un hipotético fallo judicial adverso, y su sentido de Estado debería obligarle a preservar el prestigio y la credibilidad del poder legislativo. La grandeza del sistema democrático se fundamenta precisamente en el imperio de la ley y en la independencia de los tribunales, por lo que es obvio que puede ofrecer rendijas por las que escape cualquier facción que debiera ser ilegalizada.

En este supuesto, no existe mejor garantía para el prestigio de las instituciones que el ejercicio de las competencias de cada cual según las previsiones constitucionales. Ésta ha sido y es nuestra posición y una razón más por la que consideramos improcedente convocar pleno alguno del Congreso.

Conviene también evitar un segundo error. Al primer error político de inmiscuir el Congreso en aquello que no le corresponde no podemos añadir el error adicional de prescindir del diálogo político con las legítimas instituciones representativas de la sociedad vasca. La lucha antiterrorista es una cuestión de orden público, ciertamente, pero nada tiene que ver con el diálogo y cooperación entre instituciones o con el lógico y necesario diálogo de los partidos políticos estatales con los partidos democráticos vascos.

Es absurdo e injusto asociar ante la opinión pública terrorismo y nacionalismo vasco. El terrorismo es condenable en todo caso, pero existe un nacionalismo vasco tan democrático y legítimo como el nacionalismo español o el nacionalismo catalán. Y, para solucionar el horror que padece Euskadi, lo lógico es otorgar a sus legítimos representantes la voz y el protagonismo que merecen en aras a una solución que, guste o no, exige también medidas políticas. Cualquier maniobra destinada a aislar el PNV supone un retroceso difícilmente reparable.

Y eso lo creemos y lo defendemos al margen de nuestra relación fraternal con el PNV y de la amistad personal, de la que me honro, con muchos de sus dirigentes. No tengo motivo alguno para ocultarla por mucho interés que exista en presentarlos como 'apestados', y 'apestar al que se le acerca'. ¿Que el PNV ha cometido errores? Seguro que sí. ¿Y quién no los ha cometido? ¿Quién no se ha equivocado en esta larga lucha contra el terrorismo? Pero nuestra posición es autónoma y debería reconocérsenos la autoridad suficiente como para dar aval a esa autonomía de decisión.

Euskadi y Cataluña son distintas y sus sociedades tienen una historia y un carácter diferente, problemas de presente y retos de futuro también distintos, aunque comparten algunos de esos problemas y retos. Por ello, es lógico que se mantengan posiciones y estrategias distintas que, aún sin compartirlas los unos de los otros, sean respetadas por ambos. Algún día, no obstante, estoy convencido de que la historia subrayará, en mayúsculas, el gravísimo error del intento de marginación del nacionalismo democrático vasco.

La lucha antiterrorista se ha de basar en un amplio consenso en el cual participen todos los partidos políticos democráticos, sean o no de ámbito estatal, y, en ese consenso, el nacionalismo democrático vasco debe encontrar también su lugar. Pero debemos evitar la tentación de hacer politiquería con la excusa del terrorismo. No vamos bien si en una cuestión tan importante desnaturalizamos el Congreso y lo convertimos en un instrumento al servicio de intereses políticos partidistas.

En todo caso, la ley está ahí y ahora parece llegado el momento de cumplirla. Ante la unidad contra el terrorismo de todas, absolutamente todas, las fuerzas democráticas -y de eso sí que se puede y se debe tomar buena nota si no se quiere dividir la sociedad y cuartearla- no debemos adulterar el debate ni pervertirlo políticamente desviándolo hacia cuestiones accesorias fruto de las legítimas posiciones ideológicas de cada partido. Desde CiU nos negamos a ello simplemente, y creo que con esta posición hacemos gala de un sentido de Estado y de una responsabilidad encomiables.

Y acabo con una última reflexión. Se ha calificado, especialmente por parte del PP, como un grave error histórico la posición de CiU presentándonos como unos irresponsables que se inhiben ante el terror de ETA. Creo que el calor del debate no ha permitido valorar la gravedad de tal acusación contra quienes hemos sido sostén de la democracia y del Estado de derecho en España en las últimas tres décadas.

Me permito recomendar, por el bien de todos, que se reflexione a fondo sobre esa gravísima acusación. Acusarnos de cobardes como ha hecho el PP o de estar al lado del terror como ha dicho el PSOE puede comportarles algún rédito electoral. Pero alguien con sentido común debería pensar, más allá de los intereses a corto plazo, en la profunda hipoteca que dichas acusaciones crean en las relaciones y en la implicación del nacionalismo democrático catalán en la política española.

Que nadie se lleve a engaño. CiU, el catalanismo político en suma, continuará existiendo y su aportación seguirá siendo imprescindible no sólo para Catalunya, sino para España en su conjunto.

Mañana, Javier Arenas, secretario general del PP y ministro de Administraciones Públicas.

Josep Antoni Duran Lleida es secretario general de Convergència i Unió.

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