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Columna
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País oculto

En su poema Carta a Richard Dehmel, Hugo von Hofmannsthal escribe lo siguiente: '¿Cómo puede ser que así se viva/ y todo sea como si no fuera real?/ Nada real, aparte del estéril paso del tiempo'. No nos importa mucho que esos versos clausuren una sucesión de imágenes fascinantes en las que la vida, sin embargo, no parece estar presente; tampoco que la vida el autor la encuentre finalmente en un libro. Para nuestros propósitos, 'lo que así se vive' no halla representación en los versos de un poema, ni aun para manifestar su irreal esterilidad, y menos podemos hallar esa vida que nos falta en un libro, es decir, en lo que no se vive. Entre nosotros, lo que se dice, se escriba o no, dista de ser fascinante, aunque parece arrastrar consigo todo el estruendo de la vida y, sobre todo, de la muerte. Pero eso que se dice, todo lo que se dice, nos está expulsando al silencio. Quizá sea ahí, en ese libro no escrito, en ese silencio cada vez más amplio, donde tengamos que ir a buscar el germen de nuestra vida futura.

Euskadi es hoy un escenario cada vez más estridente rodeado de silencio. Y quiero que se me entienda lo de escenario en su sentido literal -escena- en esta topografía de la situación que trato de esbozar. Porque parece día a día más evidente que aquí se instauran con progresiva nitidez dos espacios heterogéneos cuya relación es cada vez más leve: el espacio de la representación por una parte y el del espectador por otra. Habrá quien objete que lo mismo ocurre en todas las democracias modernas, en las que los partidos políticos son grandes máquinas electorales a la búsqueda de votos y en las que la propaganda adquiere la importancia propia de cualquier operación mercantil. Pero con todas las objeciones que podamos poner a la supuesta neutralidad de la propaganda en su capacidad de responder a deseos reales y no de crearlos, hay una diferencia en ese panorama general respecto a nuestra situación que conviene subrayar. Sean o no reales, y no inducidos, suele haber una vinculación de deseos entre la oferta electoral y la demanda. Es lo que me temo que entre nosotros está dejando de ocurrir. Cierto que en las últimas citas electorales europeas parece observarse una crisis de representatividad de los partidos tradicionales, pero erraríamos si consideráramos que lo que se está dando entre nosotros es un caso más de ese mismo fenómeno.

La escena vasca funciona con un reparto de personajes muy limitado: un puñado de líderes políticos variopintos, y pequeñas cortes de figurantes -entre las que pueden incluirme- que parecen cumplir la función de suplir el vacío. Y lo que en ella se representan no son los deseos de los espectadores, sino una farsa cuya escasa eficacia está consiguiendo vaciar el patio de butacas. Tenía mis reparos para calificar de farsa la representación, teniendo en cuenta sus tintes dramáticos y que en ella hay sangre, sangre real. Pero no, mantengo lo de farsa, porque es justamente porque hay sangre por lo que esa farsa se mantiene como tal y no se viene abajo. Sin sangre, esa obra sería distinta. Y bien, ¿es la sangre la que la hace necesaria convirtiéndola en una obra seria? La respuesta a la pregunta hay que buscarla en los espectadores, es decir, en los ciudadanos vascos.

Porque la sangre no sólo corre en escena, sino que corre también en el patio de butacas. Y es curioso cómo actúan ante ella los espectadores-ciudadanos. ¡Lo hacen como si no fuera real y sólo formara parte de la representación! ¿Por cobardía? ¿No será quizá porque en escena se ha conseguido convertirla en parte de la misma, pura representación en la que nada real ocurre -¡ni la sangre!- aparte del estéril paso del tiempo? La sociedad vasca no es más cobarde que otras, y el reparto de miserias será muy similar en ella al que se da en las demás. Sí es una sociedad castigada por más de treinta años de desdicha, toda una vida. ¿Cuesta tanto acabar con lo que tantas veces se ha estado a punto de acabar? Esa interminable obra cuyo final no se presiente le resulta ya incomprensible al espectador, por lo que éste ha optado por marcharse a casa.

Lo que desea ver es lo que no se le ofrece: el final. ¿Por qué no se rebela? Quizá porque teme convertirse en figurante de una obra de cuya honestidad ya no se fía. Acaso el silencio, el imposible silencio absoluto fuera la mayor rebeldía. Imposible, sí, pero la sociedad vasca comienza a vivir ya, calladamente, fuera del teatro.

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