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SENDEROS DE GLORIA
Columna
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La navaja de Diderot

Tiene razón Mario Vargas Llosa cuando afirma que los escritores son fetichistas. En su ensayo sobre Mme Bovary (La orgía perpetua), explica su fascinación por los botines de Emma. Los botines de la protagonista de Flaubert son algo así como la boina que se conserva en una vitrina del Mas Pla: un inevitable desencadenador de emociones. Lo que impulsa a visitar los escenarios de los grandes escritores son a menudo estos pequeños detalles. La casa de Balzac sin la cafetera de porcelana perdería una parte de su atractivo: en seguida imaginamos a un Balzac, forzado de la pluma, escribiendo Le père Goriot hasta altas horas de la madrugada, para así poder pagar a sus acreedores y partir de viaje con la ingrata condesa Hanska.

En Langres, en los confines de la Borgoña, descubriréis el escenario de uno de los más grandes escritores de todos los tiempos. Sus vistas panorámicas sobre la Haute-Marne, sus confortables casas, sus murallas recias y espléndidamente conservadas, ya de por sí justifican el viaje. Langres es uno de esos pueblecitos encantadores de Francia que nos cautivan desde el primer momento. Y, no obstante, el verdadero atractivo radica en ser el pueblo natal de Denis Diderot: la mejor prosa francesa del siglo XVIII, en palabras de Georges Steiner.

La casa de Diderot se conserva en la plaza principal, donde se alza la monumental escultura del filósofo realizada por Bartholdi. El padre de Diderot fue un respetado fabricante de cuchillos, y, según dicen, pocas navajas superaban a las producidas en aquella localidad borgoñona. El autor de Santiago el fatalista se enfrentó con su familia (discusión que le marcó profundamente y que reflejaría en su obra Le père de famille) porque no quiso continuar con aquel oficio. Como hijo mayor -las insoslayables obligaciones de l'aîné- le correspondía ser cuchillero. Desgraciadamente, tan sólo se conserva una muestra del trabajo paterno en el Museo de Breuil de Saint-Germain: una navaja de dos hojas opuestas, con mango de nácar, y con la emotiva inscripción Diderot à Langres.

No es ahora el momento de ponderar qué filo hubiese resultado más afilado: si el de un couteaux pliant fabricado por Denis Diderot o el de cualquier tomo de la Enciclopedia. Su hermano, Didier-Pierre Diderot, canónigo de la iglesia de Langres, y un religioso austero y de intachable probidad, nunca aprobó aquellos impíos escritos filosóficos. La correspondencia entre ambos es agria y lamentable, y en las cartas se suceden las descalificaciones. Hasta tal extremo llegaron aquellas desavenencias que el pueblo de Langres se dividió en dos bandos amargamente enfrentados: los seguidores de Didier, religiosos y firmes defensores de los valores tradicionales, y los partidarios de Denis, librepensadores y fervientes republicanos.

En cualquier caso, lo cierto e inaudito es que en Langres ya no se fabrican navajas. ¡Ni como souvenir para los más recalcitrantes nostálgicos de la Ilustración! ¡Ni como recuerdo para los fetichistas seguidores de Diderot! La célebre parábola de la navaja de Occam explica que cuando existen diversas justificaciones de un hecho hay que elegir siempre la más simple. Por eso me aventuro a concluir que si en Langres ya no se fabrican navajas es sencillamente porque cada vez quedan menos lectores. La navaja de Diderot: he aquí un buen indicador -una nueva parábola- de la inmensa pobreza de estos tiempos modernos.

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