El derribo de Iván de Vargas
Desde el derribo sin licencia de la casa de Juan Vargas (siglo XVI y XVII), que tenía tres de sus fachadas catalogadas como protegidas, o del edificio situado en los números 43, 45 y 47 de la calle de Juan Bravo, cuya catalogación fue modificada para permitir doblar su edificabilidad y construir así unos apartamentos de lujo, han pasado unos días y mi furia se ha ido aplacando, y supongo que con el tiempo desaparecerá, pero he decidido que esta vez la terapia no sea el olvido, sino la expresión de mi rabia. Madrid me mata.
La ciudad que quiero está engalanada de flores que ocultan detrás de sí el vacío que están dejando en su memoria las actuaciones populistas de quienes la gobiernan. Quizá tanto verdor es un símbolo fúnebre en señal de duelo por la pérdida de edificios que hablaban de la historia, de la identidad, de la imagen de una ciudad, que se derrite en agosto, el mes en que se aprovechan los poderes para esparcir las cenizas y que no quede ningún rastro, asegurándose, eso sí, de que no pierda la pulcritud. Que el orden, la limpieza y las flores nos impidan percatarnos de que les estamos dejando a nuestros herederos una ciudad hueca, perforada por tuneladoras, y sin contenido. Con la perversa intención de que no lo notemos, se está edificando sobre cimientos basados en la superficialidad, en la inmediatez, en la especulación.
No podemos quedarnos indiferentes frente a la mediocridad; hay que exigir que Madrid tenga una planificación urbanística de calidad y que no sea el resultado de decisiones electoralistas; que se apueste fuerte por la innovación, y que se respeten al mismo tiempo los edificios que configuran su identidad arquitectónica. Si no nos quejamos, cuando las flores del alcalde empiecen a marchistarse, no va a quedar nada.
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