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FIGURAS CON PAISAJES
Columna
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La piedad de Elca: Francisco Brines

Francisco Brines, el poeta de Oliva, pasó su infancia en la finca familiar de Elca, un pequeño valle elevado, que antes fue de secano y después se pobló de naranjos, desde el cual se ve el pueblo, abajo, y, más lejana, la larga cinta azul del mar. De noche, sugerentes, llegan a ese retiro las luces festivas de la costa. La casa de su infancia fue más tarde la de los veraneos y ahora, restaurada, se ha convertido en la residencia habitual del poeta, con su paz y sus libros. Sin duda, es un bello lugar, de vistas amplias y verdes esplendorosos. Pero para Brines es mucho más que eso: es su Arcadia secreta. El lugar del sueño y de la evocación.

Hay quien asegura que cada poeta canta un solo paisaje con verdadera vibración interior. En el caso de Brines, habría que matizar mucho tal afirmación. Su mirada ama la variedad del mundo y sabe merecerla: igual siente y expresa la belleza de los bosques sombríos de Inglaterra que la de la luz restallante de Marruecos. Sin embargo, si hay un paisaje que destaca con nitidez en su poesía, que ha descrito con circunstanciada exactitud y al que vuelve una y otra vez en todos sus libros, ése es el paisaje de Elca. Aquí encuentra su origen y su paraíso no del todo perdido, porque 'en aquel lugar miraron sus ojos, por vez primera, la hermosura del mundo, y sintió amor'. A ese mismo lugar torna su mirada, como para recuperar las fuerzas y el sentido (pues 'las cosas de la infancia guardan las estancias secretas de la realidad') o para soportar el desengaño por la caducidad de todo lo vivo, porque éste también es, al fin y al cabo, 'un bello lugar para esperar la nada').

¿Y qué es lo que ve este niño perdido y siempre hallado en Elca? En primer lugar la casa, con sus amplias estancias veraniegas y, desde allí, el espacio hasta el mar y los montes cercanos, un territorio bien delimitado que, en algunos poemas, se nos describe paso a paso, con solicitud enamorada: primero, el jardín: las tapias bajas, la ebriedad de las rosas y jazmines, árboles de sombra para las tardes largas; tras el jardín, 'los naranjos arden de luz', doblando los caminos, dormidos en la siesta del mar, siempre igual a sí mismo. El valle se despliega hacia él en compactas hileras de árboles de un verde denso, codicioso de luz. Esa espesura vasta de los campos es la de la naturaleza cultivada, humanizada, habitable y plácidamente dichosa que contrasta con la sequedad brusca de los montes que la enmarcan, con su aspereza de espinos y sus hondos barrancos bordeados de adelfas, guaridas de humedad, 'en los que la tarde se hace un pozo de sombras'. Así es el paraíso de la poesía de Brines.

Y en esa Arcadia, el claroscuro del tiempo: el esplendor de la mañana y la lentitud del atardecer estival, su desvaimiento pausado. Después, la noche: las luces del pueblo y las lejanas hogueras de los astros. También está encendida la luz de la estancia en donde el poeta escribe, paisaje para otro, a quien quizá pueda consolar ese signo de vida en el valle sombrío.

En la reiterada evocación del paisaje olivense Brines nos ha dado la más segura guía para recorrer su mundo poético: a la vez encomio y elegía por la breve perfección de la hermosura. Al describírnosla con tan deliberada, piadosa precisión, Brines nos ha dicho también que el motor último de su poesía se halla en el niño aquel que allí, al descubrir su belleza, amó el mundo y deseó su eternidad. Ese deseo es el que la hizo nacer y sigue siendo su estancia más secreta.

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