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Crónica:ATLAS LITERARIO DE ESPAÑA
Crónica
Texto informativo con interpretación

HERVIDERO DE ESTRELLAS

Coincidiendo con la fiesta de San Lorenzo, que se celebra hoy en El Escorial, las nítidas noches de la sierra de Guadarrama se llenan de estrellas. La Silla de Felipe II, que domina desde lo alto la mole gris del monasterio, es un mirador ideal para contemplarlas.

Juan Luis Cebrián

Hirviente de estrellas. Al atardecer de muchos días, incluso en las horas de después de la cena, don Manuel Azaña, presidente del Consejo de Ministros de la II República Española, desparramaba sus meditaciones por el campo abrupto de la Herrería, caminando despacio hasta la Casita de Arriba y rehaciendo el paseo hasta el Jardín de los Frailes, mientras miraba al cielo extasiado, asido al brazo de su querida Lola. Y lo encontraba hirviente de estrellas. A don Salvador de Madariaga, presidente de la Internacional Liberal, perseguido a muerte por el régimen militar de Franco, exiliado en Oxford, le preguntaron un día qué era lo que más extrañaba de España. Entre todas las nostalgias, respondió, lo que más me falta son las noches estrelladas de la sierra de Guadarrama. Desde la llamada Silla de Felipe II, un promontorio de granito rodeado de castaños de indias, encinas y monte bajo, se percibe un magnífico panorama del monasterio de San Lorenzo de El Escorial. En las noches de julio, los adolescentes de los años cincuenta nos acercábamos al lugar a hacer manitas y a mirar al cielo. En medio de un silencio de siglos, sólo roto por el chicharreo de los grillos y el leve silbido de la brisa serrana, las estrellas hervían.

Los turistas estiraban el cuello buscando la teja y el ladrillo de oro que coronan el patio de los Reyes

La leyenda asegura que la fundación de San Lorenzo se debe a una acción de gracias del rey Felipe II tras su victoria sobre Enrique de Valois en San Quintín y como reparación por los daños que la iglesia de la ciudad había sufrido durante el asedio. Al parecer, el rey reunió a los más acreditados meteorólogos del imperio a fin de que establecieran cuál era el sitio ideal para la construcción del complejo que, amén de monasterio, habría de convertirse en palacio, biblioteca, escuela y lugar de asueto. Aunque Felipe II había decidido trasladar la corte de Toledo a Madrid, y establecer allí la capital del reino, su correspondencia privada de esa época nos lo muestra en permanente trashumancia de Aranjuez a Valladolid o Valencia, buscando 'lo verde' y exhibiendo una cierta fascinación por las flores y frutos frescos. Lo verde no era, sin embargo, del todo compatible con la castigada salud del monarca, que sufría de gota en manos y pies, por lo que los médicos le habían prescrito huyera de lugares y climas húmedos. Los más sabios de entre los hombres del tiempo, llegados de puntos muy distantes de la geografía del imperio, habrían determinado que el lugar que reunía las mejores condiciones para el proyecto era la falda meridional de la sierra del Guadarrama, fresca en verano y no demasiado fría en invierno, mucho menos aguanosa que la ladera que daba al norte, y donde el aire se mostraba tan puro que bien podía suponerse habría de sanar no sólo los cuerpos, sino también las almas, satisfaciendo así una demanda acuciantemente sentida por don Felipe. Sea o no verdadero el relato -en absoluto me he documentado a la hora de divulgarlo, pues este escrito, al fin y al cabo, forma parte de un atlas literario y no histórico-, nos sirve al menos para entender por qué un paisaje tan extraño y peculiar como el de San Lorenzo permite reconocerse en él lo mismo a los representantes de la España profunda que a muchos de nuestros liberales, y cómo es posible que un edificio en el que se acuñaron y perpetraron toda clase de agresiones contra el intelecto pueda exhibirse todavía, irrenunciablemente y gracias a la magia de su arquitecto, como un homenaje al racionalismo geométrico y a la belleza de la ciencia. Sin duda es el clima lo que reúne expresiones tan contradictorias: la pureza del aire, verdadero caldo del puchero celeste en el que los astros titilan para gozo de políticos, escritores e intelectuales, sin distinción de edad, raza ni religión.

Quienes somos de Madrid y no congeniamos con el casticismo inventado y pastiche de Carlos Arniches tenemos dificultades serias a la hora de identificar nuestras raíces, con lo que aprovechamos para inventárnoslas o construirlas a nuestra medida. Las mías, en gran parte, se hunden profundas entre los árboles de la Herrería escurialense, la pineda de Abantos y la tímida cordillera que discurre entre el monte de San Benito y el pico de Navacerrada. Es un paisaje todo él presidido por la inmensa mole del monasterio, que hoy rigen los monjes agustinos y que ha albergado durante siglos entre sus muros un internado de alumnos díscolos junto al pudridero de cadáveres de los reyes de España, a muchos de cuyos esqueletos ha sido preciso quebrarles las piernas y aniquilarles las costillas a fin de que cupieran sus despojos en unas urnas de mármol tan avaras en superficie como los pisos de protección oficial, por lo que es dudoso que sus habitantes descansen verdaderamente en paz. Las tardes las pasábamos jugando al aro o las chapas en la lonja, cuando no montando en bicicleta por los caminos del parque o ascendiendo los riscos vecinos a la silla de un rey al que la historia se empeña en llamar prudente pese a haber contraído matrimonio cuatro veces. A veces visitábamos las dependencias del palacio, acompañados por guías amigos, nos impresionaban los tapices con escenas de las guerras de religión, tiritábamos de miedo ante los muñecotes de la guardia negra y escuchábamos impertérritos las explicaciones acerca de la frugalidad y templanza del monarca y lo austero de sus aposentos, en primera fila de vistas sobre el altar mayor. Los más aventurados se escondían detrás de un cortinón o de una puerta con la secreta esperanza de poder pasar la noche entre los fantasmas de los Austrias, visibles para muchos desde el exterior del edificio, hasta que el vigilante de turno les descubría y los enviaba a casa de la mano de un guardia civil; otros se ocultaban en los sótanos del colegio provistos de cuerdas, linternas y bocadillos de jamón, dispuestos a penetrar en cualquiera de los pasadizos secretos que comunicaban el monasterio con el monte, y que habían sido construidos siglos atrás sin otro fin que el de poder escapar en caso de asedio enemigo o el de escabullirse de un lance de adulterio.

El monasterio presidía los días de nuestro verano. La misa de doce se llenaba de gente, ávida de defenderse de la canícula agosteña a base de refugiarse entre los pilares espesos de la iglesia, mantenida a temperatura ideal sin necesidad de ventiladores ni otros artilugios ruidosos. A las mujeres no les dejaban entrar en pantalones y a nadie en manga corta, por lo que todos llevábamos a mano una rebequita de punto, como salvoconducto frente a la circunspecta mirada del oblato que vigilaba el portón. A la salida, los más pequeños jugaban a hablarse en voz queda de esquina a esquina de una estancia vacía en la que la perfecta nervadura de su cúpula transmitía misteriosamente los sonidos más imperceptibles, desafiando así al invento de Marconi. Los turistas estiraban el cuello como avestruces curiosos buscando la teja y el ladrillo de oro que coronan el Patio de los Reyes, preguntándose todos a qué venía ese derroche de ostentación en medio de un edificio de granito y pizarra, emblemático de la severidad castellana y del pregonado ascetismo de su dueño. La lonja se llenaba de novios furtivos y esquivas miradas de los adolescentes de la burguesía madrileña que recalaban allí durante casi tres meses, en los que el calendario escolar les enviaba a la holganza. Un paseíto por el Jardín de los Frailes, a la vista de un estanque de aguas mugrientas habitado por unas cuantas parejas de patos y un cisne descolorido y triste, culminaba el paso de las horas hasta la del aperitivo. Uno percibía que aquello era el corazón de España, con los mozos de reemplazo persiguiendo a las niñeras, todavía muchas de ellas con cofia, los espinazos de los funcionarios doblándose trabajosamente, pese a la resistencia de sus barrigas, ante el ministro de turno que pasaba unos días de descanso en un ala de la Casa de la Reina, llamada por todos la Casa de los Ministros, y el insoportable polvo de la plaza presidida por la imagen de San Lorenzo, parrilla en mano. A veces hacía su aparición una centuria de jóvenes falangistas acampados en la Herrería y cantando Sole, Sole, Soledad, hasta que a mediados de los sesenta, con la apertura del régimen, se despojaron de sus camisas azules, renunciaron al saludo fascista, se enfundaron en unos uniformes beis clarito, a lo Baden Powell, y fundaron, de esta guisa, la Organización Juvenil Española. No volvieron, que se sepa, a desfilar por el centro del pueblo.

Franco tuvo que verse impresionado por el simbolismo y el poderío formal del monasterio. Tanto, que en su delirio de autócrata decidió competir con él en grandiosidad, tamaño y significado, construyéndose su propio pudridero y el del fundador del partido fascista español a pocos kilómetros de allí, en el paraje de Cuelgamuros. Todavía sigue en pie ese gigantesco monumento al mal gusto, erigido a golpe de esclavitud por los presos políticos perdedores de la guerra que escaparon, felizmente, al pelotón de fusilamiento. Frente a la coherencia ascética, discutible pero profunda, de la obra de Herrera se alza impertinente, visible desde muy lejos, ese recordatorio infame de la victoria de un sangriento golpe de Estado contra la legitimidad democrática, aventura que acabó en el más grave y cruel enfrentamiento entre españoles que recordarse pueda. Capital del oscurantismo español, el monasterio de San Lorenzo lo es también de la racionalidad estética y la sobriedad del espíritu. Es, por eso, capital de las dos Españas, y hasta de la decena de ellas que pudieran inventarse. El Valle de los Caídos es sólo la capital de sí mismo, una pretenciosa masa de piedra que amenaza con despeñarse de nuevo, cada mañana, sobre la historia de nuestro país para volver a aplastarla.

Ése fue el primer gran borrón arrojado contra el aire limpio del Guadarrama. Luego comenzaron a proliferar las urbanizaciones, los campos de golf y los merenderos, hasta hacer casi invisible el hirviente cielo estrellado de nuestra infancia que, además, se vio surcado por cientos de objetos voladores que nos confundían con sus trayectorias. Al monasterio le iluminaron con luz fría, y puede distinguirsele a la distancia de quince kilómetros, pero es ya imposible contemplar su fachada sur bajo los rayos de la luna llena reflejada en el estanque de los patos. La bóveda del cielo se diluye en la galaxia del alumbrado público y el canto de los grillos padece de continuo la interferencia que asciende desde las autopistas, ese sordo rumor que tanto nos inquieta, como si la tierra tuviera un permanente ardor de estómago. Las noches estrelladas del Guadarrama se han vuelto escasas y la nostalgia de Salvador de Madariaga vaga sin rumbo.

Hace años, una pandilla de amigos me llevó de madrugada a una playa gallega. Vamos a hervir las olas, me dijeron, zambulléndose en el agua y braceando hasta que el plancton orló con sus destellos fluorescentes las figuras de los bañistas. Tampoco sería mala idea organizar excursiones a la Herrería para hervir las estrellas. Aprovechando los apagones de la compañía eléctrica, buscando los rincones más resguardados de la acción del hombre, podríamos posar la vista sobre el firmamento, sentados a la sombra gris del monasterio, y contar una a una, hasta el infinito, las burbujas de luz ocultas ahora por la claridad que emana de la civilización. Pensaríamos entonces que siempre hubo una región más transparente en nuestra tierra, donde el aire era más limpio, sereno y claro, y las estrellas crepitaban al alcance de todos aquellos que quisieran mirarlas de frente. Como se mira al fuego, como se mira al mar.

El monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
El monasterio de San Lorenzo de El Escorial.SANTI BURGOS

Guía práctica

- Datos básicos
Población:
8.700 habitantes.
Situación: en la sierra norte de Madrid, a 46 kilómetros de la capital.

- Dormir
El Botánico
(918 90 78 79). Timoteo Padrós, 16. En una antigua villa de la sierra. La habitación doble, 99,17 euros.
Miranda Suizo (918 90 47 11). Floridablanca, 18. Entre 79 y 82 euros.
Parrilla Príncipe (918 90 16 11). Mariano Benavente, 12. La doble, 57 euros, IVA incluido.
Victoria Palace (918 96 98 90). Juan de Toledo, 4. Un clásico. 97 euros.

- Comer
Parrilla Príncipe
(918 90 16 11). Floridablanca, 18. Restaurante céntrico y tradicional. Precio medio: 33 euros.
Fonda Jenara (918 90 43 57). Plaza de San Lorenzo, 2. Unos 30 euros.
Carra Abantos (918 90 66 69). Rey, 41. Su especialidad, el bacalao. Entre 27 y 36 euros.
Horizontal (918 90 38 11). Horizontal s/n. En un mirador a las afueras de San Lorenzo de El Escorial. Arroz con bogavante. 39 euros.
Charolés (918 90 59 75). Floridablanca, 24. Carnes a la brasa. Unos 48 euros.

- Información
Oficina de Turismo
(918 90 15 54).

ISIDORO MERINO

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