El coche
Ya no es el cochecito de Rafael Azcona, ni el haiga de posguerra, ni los utilitarios del desarrollismo: ahora es el buga de veinticuatro válvulas que brilla en los anuncios de la televisión como una epifanía. Ahora mismo, millares de ellos, de todos los colores, cubicajes y marcas, recorren las espaldas del Estado de las Autonomías (también llamado España) como una procesión que va dejando un rastro de botellas de plástico, manchas de aceite y gatos laminados. La procesión se cobra, año tras año, su tributo de sangre y chatarra. La carretera come, tiene un hambre de muerte (en cualquier curva, a la que te descuidas, puede darte un bocado y convertir tu potente y carísima berlina en una sugerente escultura que podría, con un poco de suerte, ser expuesta en el Guggenheim).
Pero el peligro acecha incluso antes de lanzarse al asfalto. Esta misma semana, en Santurtzi, alguien quemó un garaje. Ardieron nueve coches y la mano de un hombre que intentó rescatar su vehículo. El hombre arriesgó su vida para salvar su coche, un Audi A4 que acabó convertido en carbón. Los bomberos que salvaron al hombre no pudieron salvar su automóvil. El hombre, con su mano quemada, estaba roto. La mano socarrada de este hombre es la bandera de los tiempos que corren.
El hombre del garaje de Santurtzi es un símbolo. Es la demostración palmaria del reinado social del automóvil. Ya casi todo gira alrededor del coche. El resquicio de sueldo que deja la hipoteca de la casa se lo llevan las letras del coche. Hay que pagar garajes y seguros y abusivos impuestos municipales, pero todo se da por bien empleado cada vez que uno sube o se baja del coche. El auténtico rey de la casa es el coche: hay que limpiarlo y vestirlo y calzarlo. Él nos da la medida supuesta del éxito. Por medio de él sublima el personal sus carencias sexuales, culturales, sociales. No hace falta saberse a Lacan para que a uno le atropelle esta idea. ¿De qué hablamos cuando no hablamos de fútbol? ¿De qué íbamos a hablar con nuestros cuñados si no existiese el coche?
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