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Crónica:Ciencia recreativa / 8 | GENTE
Crónica
Texto informativo con interpretación

EL PRECIO DE UNA IDEA

Javier Sampedro

Hace dos años, el científico chino Bin Han se colocó como investigador posdoctoral en el laboratorio dirigido por el oftalmólogo Ivan Schwab en la Universidad de California, campus de Davis. Hace tres meses, los administrativos de esa institución académica supieron que Han, que viajaba muy a menudo a su China natal, estaba montando un laboratorio de células madre en aquel país. El 13 de mayo la universidad le despidió, y la policía obtuvo una orden judicial para echar un vistazo en su casa. El registro produjo el siguiente resultado: dos cuadernos con anotaciones sobre experimentos con células madre, 20 muestras biológicas con un contenido difícil de precisar y un billete de avión para China. Han fue detenido el 18 de mayo.

La anécdota sería de serie B de no ser por el fascinante proyecto que persigue Schwab, el jefe de Han. Según publicó Nature el 6 de junio, 'el oftalmólogo Ivan Schwab y su colega el dermatólogo Rivkah Isseroff están investigando cómo transformar los cultivos de células madre en células de la córnea útiles para reparar los tejidos dañados del ojo; la técnica puede tener también amplias aplicaciones para fabricar otros tipos de células epiteliales '. ¡Ah! Esto ya no es de serie B. Esto es Blade runner, mis queridos amigos: científicos chinos cultivando ojos en los arrabales de Los Ángeles, cinturones de serpiente que sólo pueden provenir del artesano genético de la esquina, epitelios de piel inmaculada adquiridos en el mercado negro con los ahorros de toda una vida. ¿Dejaría el policía que registró el piso de Han una pajarita de papel sobre su mesa?

El tráfico de secretos no es algo insólito en ciencia. Lo que ocurre es que robar materiales, reactivos, células, cosas, es una estrategia demasiado burda, y te puede pillar hasta el FBI. Si la información es poder, ¿no será mejor hurtar información que robar objetos, con lo que pesan éstos? Los científicos del Proyecto Genoma público, por ejemplo, se han quejado con insistencia de que su competidor privado, la empresa Celera Genomics, se aprovechó exhaustivamente de sus datos. Pero esto no quiere decir que Craig Venter, el presidente de Celera hasta hace unos meses, entrara en los laboratorios públicos por las noches y se llevara una caja de cartón cargada con células o cromosomas. Venter, según sus críticos, se limitó a utilizar la información del proyecto público. Y nadie podrá censurárselo toda vez que esa información era pública, precisamente, y estaba al alcance de cualquiera que tuviera un módem en su casa.

Los dos geniales científicos que descubrieron en 1953 la doble hélice del ADN, Francis Crick y James Watson, también tomaron prestada cierta información crucial de una competidora, la cristalógrafa Rosalind Franklin. Así se refirieron al episodio los propios Watson y Crick en su artículo original (Nature, 25 de abril de 1953): 'También hemos sido estimulados por un conocimiento de la naturaleza general de las ideas y resultados experimentales no publicados del doctor M. H. F. Wilkins, la doctora R. E. Franklin y sus colaboradores en el King's College de Londres'. Ésta, por cierto, es la única frase torpe y rebuscada que puede encontrarse en ese artículo, que es un clásico de la literatura científica con todo merecimiento y justicia.

Hay otras posibilidades más sutiles aún. No se trata ya de robar objetos, ni siquiera informaciones, sino meras ideas abstractas: cosas de inmenso valor que sólo existen en la cabeza de alguien. Éste es exactamente el fundamento del largometraje de Hitchcock Cortina rasgada. El personaje de Paul Newman, un físico norteamericano, se ve obligado a hacerse pasar por un traidor para colarse en la Universidad de Leipzig y mantener una discusión matemática con el profesor alemán Gustav Lindt: la única persona del mundo que guarda en su cerebro el sistema de ecuaciones clave para construir un revolucionario cohete militar.

El mencionado Crick es un gran teórico, pero sólo ha hecho un experimento en toda su vida, a finales de los años cincuenta. El experimento concluyó una noche, cuando Crick sacó de la estufa unas placas con sus cultivos de virus, les echó un rápido vistazo y le dijo a la ayudante técnica del laboratorio, que era el único ser humano que andaba por allí a esas horas: '¿Se da cuenta de que usted y yo somos las dos únicas personas del mundo que sabemos que los genes se escriben con palabras de tres letras?'.

La práctica totalidad de la biología moderna se deriva de esa idea que, durante una larga noche transcurrida en Cambridge hace más de cuarenta años, fue la propiedad exclusiva de Crick y su ayudante. Da vértigo pensar cuál hubiera sido el precio de esa idea.

ENRIQUE FLORES

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