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Crónica:Ciencia recreativa / 7 | GENTE
Crónica
Texto informativo con interpretación

¿LE GUSTA SU CARA (DE USTED)?

Javier Sampedro

Pocas cosas tienen menos morbo que una teoría científica del sexo. Casi todas se basan en el darwinismo más ramplón. Ya saben: lo que nos atrae físicamente de otra persona es el producto de cientos de miles de años de evolución por selección natural, y, por lo tanto, a todos nos gustan los signos externos de la salud, la juventud y la fertilidad. Porque si los rasgos físicos que nos gustaran fueran los propios de la enfermedad, la vejez y la esterilidad, nos habríamos extinguido en los albores del cuaternario. Expediente cerrado.

Así lo expresa Ester Desfilis, de la Universidad de Valencia, en el último número de la revista Métode: 'Aunque pueda resultar demasiado pragmático y poco romántico, nuestros cerebros han sido diseñados para detectar y considerar sexualmente atractivos aquellos estímulos que son indicadores de un mayor potencial reproductor. Aquellos humanos primitivos que eligieron parejas con mayor capacidad reproductora dejaron más hijos, y todos nosotros somos sus descendientes'.

¿Es eso todo? Jared Diamond, uno de los antropólogos más brillantes del mundo, describió en su libro El tercer chimpancé unos resultados que parecen escapar de ese simple esquema darwinista. Las parejas, según esos datos, manifiestan cierta tendencia a parecerse. Si él tiene los ojos muy juntos, lo más frecuente es que ella también los tenga. Si ella tiene los labios gruesos, algo parecido le suele pasar a él. Hablo de 'él' y 'ella' porque los estudios se hicieron con parejas heterosexuales. Si usted es homosexual, o conoce a una pareja de homosexuales, puede que quiera empezar el estudio de campo. Independientemente de lo que le dé, los resultados serán interesantes.

Antes de que salgan todos ustedes disparados a comprar una cinta métrica, déjenme aclararles que esos parecidos son sólo leves tendencias estadísticas: no es preciso que abandone usted a su marido sólo porque tiene los ojos demasiado juntos (búsquese otra excusa). Sin embargo, las tendencias existen, por leves que sean. Los parecidos son estadísticamente significativos, es decir, que ocurren con más frecuencia e intensidad de lo que sería esperable por mero azar.

Y otra cosa más: de todos los rasgos estudiados, el que muestra una mayor correlación entre los dos miembros de la pareja es... ¡la longitud del dedo medio! Fíjense en que esto no quiere decir que todo el mundo vaya por ahí, de una discoteca en otra, mirándose los dedos medios antes de preguntar al otro si estudia o trabaja (mucha gente ni siquiera sabría qué hacer con ese dedo después de haber formulado esa pregunta). La longitud del dedo medio podría ser un mero indicador de alguna característica más general, como un cuerpo más alargado o más compacto. No lo sabemos. Pero el dato es el que es, y hay que bregar con él. ¿Qué nos diría Darwin ahora?

La explicación más obvia sería que las primeras personas que vemos en la infancia marcan nuestro gusto posterior. Como esas personas suelen ser nuestros familiares más próximos, es decir, gente genéticamente próxima a nosotros mismos, las personas que nos gustan cuando somos mayores tienden también a estar próximas genéticamente a nosotros mismos, y de ahí que sus dedos medios se parezcan a los nuestros. Ésta es la teoría preferida por el propio Jared Diamond. Pero probablemente es incorrecta.

En enero pasado, las investigadoras Martha McClintock y Carole Ober demostraron en Nature Genetics que las mujeres prefieren el olor de los hombres que les son genéticamente próximos, siempre que el parecido no sea tan alto que pudiera facilitar un incesto: algo muy parecido a lo que pasa con los dedos medios. Pero estas dos científicas hicieron un trabajo genético tan fino que pudieron descartar la hipótesis de tipo Diamond. Porque, una vez analizados los datos con todo detalle, quedó claro que lo importante no era que el olor del hombre se pareciera al de la mujer en cuestión, ni al de los familiares que la rodearon en la infancia. Lo importante es que los genes del hombre (no necesariamente su olor) se parezcan a los de ella. ¿Qué pasa entonces?

Puede usted pensar lo que quiera. En mi opinión, la solución más probable a esta paradoja es la siguiente: es cierto, desocupado lector, que la forma de su cara está muy condicionada por sus genes. Pero también es cierto que sus gustos lo están en buena medida. Como los genes de la cara y los del gusto tienden a ir juntos de una generación a la siguiente, usted no sólo tiene una alta probabilidad de transmitir su cara a sus hijos: también tiene una alta probabilidad de transmitir sus gustos a sus hijos. Si sus gustos son mejores que su cara, no hay razón para la alarma.

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