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Columna
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Intérpretes

La fórmula más simple y acreditada de cometer errores en conversación o trato, sean públicos, privados, comerciales o políticos, es responder inmediata y directamente a las cuestiones que se plantean. Por eso vemos siempre, junto al estadista o negociador, la atenta figura de una señora o caballero, con el oído atento y la versión inmediata y cautelosa. Es el intérprete. No deja de sorprendernos la imagen, que se repite con frecuencia, del diálogo telefónico, con apariencia fluida y espontánea, de nuestro presidente del Gobierno charlando con sus homólogos del universo mundo. O la de cualquier preboste al que parecen capturar de improviso las cámaras, cuando circula agarrado del brazo de otro colega en animado coloquio. Hay suposiciones biográficas para sospechar que rara vez los interlocutores hablan o conocen la lengua del otro. Sin embargo, todos le han cogido el tranquillo y el mundo oficioso semeja un paraíso del esperanto. Rara vez aparece la imagen del mediador, lo que da la impresión de un trapicheo generalizado.

En el universo de las transacciones internacionales esos intermediarios han resultado extraordinariamente útiles, no tanto porque posean el envidiable dominio de otros idiomas, sino porque prestan el sutil e inestimable servicio de ganar tiempo para digerir la pregunta y ponderar la contestación. No es, pues, una ventaja intentar expresarse en lengua ajena, aunque se crea conocer bien. Como decían de aquel famoso político, se puede ser tonto en cinco idiomas. Quizás en términos diplomáticos o de negocios no sea tan conveniente la posesión del español con nuestros parientes iberoamericanos, por la variedad de expresiones y matices que encierran los léxicos de aquellas tierras. Conservan peculiaridades expresivas que nosotros hemos perdido, o ellos disfrutan sobre el terreno, sin compartirlas. Hay pueblos colocados por la historia en encrucijadas geográficas donde el conocimiento de varias lenguas es indispensable. Los holandeses, suecos, húngaros, bosnios..., piensan, sin duda, en el habla materna, pero no tienen dificultades, desde la infancia, para comunicarse con otros vocabularios. Escuchamos cada día cómo se expresan en castellano, con extrema corrección, los vascos ilustrados, liberados de la concordancia vizcaína sin apenas discordancias gramaticales, que quizá se acentúan entre los catalanes, inmersos en su habla. No descartemos que se oficialice el madrileño en las relaciones con otras autonomías.

El famosos político francés Georges Clemenceau metió muchas veces la gamba por la vanagloria de conocer a fondo el inglés. Le dio una buena lección otro compatriota que le acompañaba en la Conferencia de Paz de 1919. A cierta propuesta propia, el interlocutor británico asintió lacónicamente 'yes'. El astuto y avezado funcionario se volvió al intérprete y preguntó ostensiblemente: '¿Qué ha dicho?'. Precisaba tiempo, como en el baloncesto, para remendar una táctica que había previsto diferente respuesta.

Compadecemos a los plenipotenciarios que prescindan de tan valioso recurso negociador. Alguna vez se habrán firmado compromisos descabellados por una cláusula poco matizada. Los convenios con intérprete dan tiempo a la meditación antes de trasponerlos a las actas. Por eso, personalidades que, en realidad, poseen la facultad del bilingüismo, se expresan en la jerga originaria entregándose al recurso de los idiomas oficiales y su versión por el vericueto de las traducciones simultáneas. Madrid, por su capitalidad, es albergue de congresos y reuniones; para ello dispone de una muchedumbre de exégetas en todo evento.

Con ocasión de los debates parlamentarios o televisivos echamos de menos este sistema, sobre todo cuando los oradores se ven obligados -contra su voluntad- a lanzarse por la peligrosa senda de la improvisación, aunque haya que felicitarse del final de los tiempos en que un florido Castelar propinaba aquellas tabarras en el hemiciclo. Kruschev y otros jerarcas soviéticos del pasado estaban al corriente de que rara vez se comprometían diciendo 'niet', vocablo muy rentable en política. Aseguran que aún se es joven cuando se sabe decir 'no' y que el primer 'sí' equivale a la primera arruga. Claro que, con parecido énfasis, puede mantenerse esta opinión y la contraria. Al fin y al cabo, la experiencia nos dice que el último responsable suele ser el maestro armero. O, si lo prefieren, el socorrido intérprete.

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