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Columna
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Rebelados

Empieza el mes de agosto y con él las vacaciones para la mayoría. Vacaciones que significan, también para la mayoría, viaje, desplazamiento. Hasta el punto de que la pregunta el veraneo ha dejado de ser 'qué vas a hacer' para convertirse en una prácticamente unánime 'a dónde vas a ir'. Y es que con el mundo y las vidas que nos vamos construyendo lo más sensato parece identificar descansar con escapar.

En fin, viajamos, y también se ha convertido en costumbre regresar de nuestros viajes cargados de fotos que son a los recuerdos lo que las calculadoras a las cuentas. Revelamos la foto o pulsamos las teclas, y el dos más dos se hace cuatro no en el cerebro sino en la pantallita. Y lo mismo pasa con el gesto o el paisaje o el objeto, que recobramos en el papel fotográfico antes que en la memoria, o sólo en el papel y nunca verdaderamente en la memoria.

Nuestro europeizado nivel de vida nos permite además hacer desplazamientos cada vez más largos, hacia destinos más y más remotos y exóticos. Y sin embargo -otra de las paradojas de nuestro sistema- los viajes han perdido la capacidad de descubrirnos parajes o culturas. La televisión se ha encargado de eso. Ha convertido el mundo en algo sabido, documentado; en un gigantesco déjà vu. Por eso, el único descubrimiento que nos queda es el interior, la revelación íntima que nos provoca lo visitado. El viaje, pues, no como aventura, sino como actitud.

Pensar en las actitudes me ha hecho recordar y recuperar algo que escribió Bruce Chatwin -uno de los últimos viajeros elevados al mito-: 'En la literatura oriental el lugar arrolla al viajero. En Occidente rige la idea de que el viajero debe engullir el lugar que describe, debe influir en él, cambiarlo según su propio gusto'. Transformarse o transformar, esa es, entonces la cuestión.

Y de transformaciones trata un anuncio televisivo que también me ha dado que pensar estos días. Su lema es 'fotos perfectas para un mundo imperfecto'. La imperfección son las consecuencias de varias formas de violencia: las huellas del maltrato o las mutilaciones de la guerra. La perfección, lo que la fotografía restituye, completa: el rostro intacto; las dos piernas para la niña víctima de una mina. Yo veo clara la intención comercial del anuncio: alentar el frenesí fotografiante para incrementar de ese modo los beneficios de la empresa fotográfica anunciadora. Ese es el fin, pero cuál es el mensaje que le sirve de medio: ¿transformar o transformarse?

Viajar lejos, del otro lado de las alambradas con que se protege el primer mundo, significa la posibilidad de adentrarse en las 'sedes' de muchas de las tragedias que recoge ese anuncio. Pero una vez allí sólo se nos presenta una elemental disyuntiva. O permanecer dentro de los límites de seguridad, confinados en las reservas cinco estrellas -con su blindaje de seguros, vacunas, agua potable, comida envasada-, y pasear organizadamente, y contemplar los decorados previstos y retratarse en ellos. Para luego, a la vuelta, proceder a ese perfecto revelado que tiene mucho de certificación, fardante, de asistencia.

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O bien implicarse con los cinco sentidos en la otredad del subdesarrollo y la pobreza. Con los cinco sentidos, tocarla, contemplarla, sentir su aliento y su voz; su gusto ácido. Y luego regresar, de otra manera, rebelados. En el primer caso la perfección de la que habla ese anuncio de las fotos no es más que técnica de camuflaje, estrategia de confusión, miserable coartada para el rápido olvido. En el segundo, la perfección es la meta del cambio y su esperanza.

Hago el camino de vuelta con Bruce Chatwin: 'El regreso ofrece una plenitud de sentido que la ida sola no tiene. El regreso es la respuesta que encontramos a nuestra inquietud'. Sólo el regreso transformado, se entiende; el regreso rebelde.

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