Lo justo y lo posible
Para mi sorpresa, me encuentro coincidiendo totalmente con Jordi Solé Tura, senador socialista de origen comunista, con cuyos artículos, que leo puntualmente, suelo discrepar casi tanto como él con los míos. Pero no con el que acaba de publicar (EL PAIS, 29-VII-2002) sobre el Frente Polisario, un modelo de realismo y sensatez cuyas conclusiones suscribo con puntos y comas. Entre los abundantes alegatos y pronunciamientos que he leído en los últimos tiempos sobre la trágica condición de la comunidad saharaui, el del senador Solé Tura concilia de la manera más racional y práctica la necesaria solidaridad hacia este pueblo trágico con ideas realizables que contribuyan de manera efectiva a poner fin a la agonía que padece hace tres décadas.
Desde que Marruecos, en la célebre 'marcha verde', tomó posesión del Sáhara Occidental, los saharauis -unos ciento cincuenta mil, la gran mayoría de los cuales vive ahora en precarios campos de refugiados en territorio argelino-, organizados por el Frente Polisario que lidera Mohammad Abdelaziz, reclaman su derecho a la autodeterminación -es decir, su independencia- en una guerra larvada que ha costado ya inmensos sufrimientos, sin que el fin del conflicto se vea asomar por el horizonte. Quienes creyeron que la internacionalización del problema, hace cinco años, con la intervención de la ONU, facilitaría su solución se equivocaron. Ahora mismo, el Consejo de Seguridad sigue paralizado por la negativa contundente de Marruecos a aceptar el referéndum libre que propiciaba una mayoría de naciones, y el escaso o nulo apoyo que tiene una propuesta de los Estados Unidos para que el Sáhara Occidental permanezca como territorio marroquí, en el que la comunidad saharaui gozaría de un régimen especial. El comisionado de la ONU para la región, James Baker, en vista de su fracaso mediador amenaza con renunciar.
Este embrollo no se resolverá mientras no se disipen los confusos sobrentendidos, estereotipos y mentiras que disimulan los intereses en juego y ocultan la verdad cruda y desnuda del problema. La primera verdad es que, aunque su causa sea justa, el Polisario no puede ganar esta guerra contra el gigante marroquí y que, por lo tanto, perseverar en ella es inútil, pues su único desenlace posible sería la inmolación a mediano o largo plazo del pueblo saharaui. La segunda es que jamás se llevará a cabo un referéndum libre en el Sáhara Occidental, pues Marruecos no lo permitirá, ya que, si tuviera lugar, una mayoría inequívoca de saharauis votaría por la independencia. La tercera es que, aun en la remota hipótesis de que se celebrara el referéndum, y el reino alauita concediera la independencia, la minúscula República Saharaui no sería jamás una nación verdaderamente independiente, porque Argelia, el más resuelto valedor del Polisario, su fuente de aprovisionamientos y de armas y hoy quien hospeda a la mayoría de sus pobladores, no es un aliado comprometido con esta causa por razones principistas y ad honorem, sino un Estado tan interesado como el propio Marruecos en las riquezas mineras del Sáhara Occidental y en tener un Estado-tampón que le guarde las espaldas ante su vecino sahariano. Aplastado entre dos colosos, el destino de esta nación pigmea, no importa cuán grande fuera su heroísmo, oscilaría inevitablemente entre el desgarramiento o el vasallaje.
En este contexto, resulta pertinente preguntarse, como hace Solé Tura, si 'no sería más positivo y creador buscar una fórmula que permitiese a los dos bandos (los saharauis y Marruecos) encontrar un espacio sólido donde asentar a unos y a otros, sin necesidad de mezclarse totalmente'. La respuesta sólo puede ser positiva, si la intención es que el conflicto se resuelva y cese de una vez el calvario del pueblo saharaui.
¿Hay algún modelo posible que pueda servir para diseñar una fórmula funcional que garantice al Polisario un régimen de avanzada autonomía dentro de la monarquía marroquí? El de las autonomías que se estableció en España al término de la dictadura franquista, sin la menor duda. Es un régimen que ha funcionado, pese a todas las justas críticas que se le pueda hacer. En un principio, muchos temimos que la creación de diecisiete autonomías en España, con la proliferación de la burocracia y la duplicación de instituciones y servicios que entrañaba, significaría cargas presupuestarias monumentales para el Estado y que ello lastraría como una hipoteca de plomo el desarrollo del país. Pero lo cierto es que todos los defectos y costes excesivos que se puedan achacar al régimen autonómico, son insignificantes comparados con los beneficios que ha traído al conjunto de la sociedad española y a cada una de las regiones en particular. Al extremo de que cabe afirmar que, al igual que el establecimiento de la democracia y los consensos de sus fuerzas políticas sobre el tipo de sociedad y los grandes lineamientos de la política económica, al régimen de las autonomías debe España haberse convertido en menos de treinta años en un país moderno y descentralizado en el que el desarrollo afecta no sólo al centro histórico, sino a todas las regiones casi por igual. Las autonomías han permitido una diversificación notable de la inversión y del crecimiento de la industria y los servicios, más todavía la de la vida cultural, y han contribuido a fortalecer la adhesión del ciudadano común y corriente con las instituciones, sustento indispensable de la vida democrática.
¿No son éstas excelentes credenciales para que España ofrezca sus buenos oficios -su experiencia en materia de autonomías- con miras a la solución del conflicto que desgarra al Sáhara Occidental? Esta solución puede no ser la más justa, pero es una de las pocas posibles, y entre ellas la que puede obtener para los saharauis las mayores ventajas y garantías de preservar su territorio y sus costumbres, de beneficiarse de manera directa de los productos de su suelo y de poder administrarse a sí mismos con un amplio margen de libertad.
Solé Tura tiene razón cuando dice que el Marruecos de nuestros días no es el mismo de ayer, que por poco espectaculares que sean, con el nuevo monarca están ocurriendo allí cambios inequívocos, abriéndose aquí y allá espacios para el diálogo, la controversia y la diferenciación que eran hace poco impensables. Aunque todavía débil y tímido, un proceso democratizador se insinúa en lo que era una monarquía despótica e intolerante, y a España, a Europa y a todo Occidente le conviene apoyar resueltamente esta tendencia, no sólo en beneficio del pueblo marroquí, sino en el propio. Un Marruecos más o menos democrático facilitaría mucho el hallazgo de fórmulas operativas para encarar el asunto de la inmigración que, nadie lo duda, seguirá figurando en la agenda para rato.
Marruecos ha dado su anuencia a la alternativa de un régimen autonómico para los saharauis dentro del territorio marroquí. El Polisario no, y por razones obvias, pues se siente alentado por la mayoría de naciones que en la ONU apoya la tesis de la autodeterminación, a través de un plebiscito. Pero, a diferencia de los grandes utopistas, los pueblos suelen ser realistas y aceptar el mal menor cuando les resulta claro que la solución ideal para sus problemas es irrealizable. España puede despertar menos recelo ante el Frente Polisario que Francia o los Estados Unidos, países implicados muy directamente en la búsqueda de una solución, pero cuyo apoyo evidente a las tesis de Marruecos por razones que tienen que ver con su propia estrategia geopolítica y económica resta crédito y lastra sus gestiones de parcialidad. Si la fórmula de una ancha autonomía, en los ámbitos económico, social y cultural, viene refrendada por un tratado de que se hace garante la comunidad internacional, no me cabe duda que las reticencias del Frente Polisario irán amainando y terminarán por desaparecer. Este acuerdo debería venir acompañado, claro está, de un compromiso claro de los organismos internacionales y de los países garantes de ayudar a saharauis y marroquíes en su lucha contra el subdesarrollo y, de parte de Marruecos, de acelerar y profundizar la democratización, en especial en el campo de los derechos humanos y la libertad de expresión.
Lo justo es lo ideal y lo posible lo mediocre, ya lo sé. Pero proponerse lo imposible sólo tiene éxito en la creación artística, donde suele producir esas obras maestras que nos deslumbran. En el dominio político y social fijarse el designio de lo imposible únicamente es bello como imagen, en las gestas que luego relatan los historiadores y que nosotros leemos tal si fueran ficciones. Pero, para quienes lo viven y padecen, el correr en pos de la quimera sólo ha provocado cataclismos y padecimientos atroces. Por eso Lamartine escribió (después de leer por primera vez Los miserables): 'La peor de las pasiones que se puede contagiar a un pueblo es la pasión de lo imposible'. Me alegro de que un socialista y un liberal -dos ex comunistas, después de todo- coincidamos en que a veces, por encima o por debajo de las doctrinas, debe prevalecer el sentido común.
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